A partir de allí se nos plantea una dinámica que será casi constante durante todo el recorrido auditivo, visual, olfativo. El plano asfixiante se clausura en el rostro del personaje principal, la cámara sigue como puede sus movimientos bruscos pero dóciles al circular por ese espacio que le fue impuesto. Pero lo que me interesa retomar aquí es la representación ética del horror: no vemos planos generales de Auschwitz o montañas de cuerpos sin vida, ni siquiera nazis malvados vigilando desde sus torres de control. Toda esa magnitud, paradójicamente, empequeñecería el acontecimiento. Entonces, ¿dónde está el horror? En el primerísimo primer plano de la cara inexpresiva de Saul mientras escucha los gritos desesperantes dentro de la cámara de gas, al limpiar la sangre o al arrastrar los cuerpos asesinados como un autómata. Ese límite absoluto de lo imaginable, pensable y nombrable se ha convertido en la realidad que vive todos los días Saul —y tantos otros— dentro del campo de exterminio nazi.