Nadie puede sacárselo de encima. No se puede. A pesar de que viajan por el espacio, y que guardan a sus viajeros en cámaras de frío, no pueden extraerse el alien. Pero como puede observarse a lo largo de la saga, Ripley no es una mujer que se detenga frente a lo imposible. Al final de la tercera cinta decide que, si no puede quitarse al alien, se suicidará. Pero el guionista parece recordarle extra-diegéticamente “¡no! ¡No puedes hacer eso!”, y en la cuarta entrega se la revive solo para que tenga al bebé. Una expresión de deseo que parece aparejarse con las legislaciones de países donde es punible el aborto. La prohibición del aborto es tangible en toda la saga. Hasta el final. El resultado de esta maternidad forzada es como cualquiera puede imaginar: desastrosa. Ripley tiene el bebé alien y ella deja de ser la misma. Como cualquier persona que transita ese proceso, ella cambia. La cuarta cinta nos presenta a otra Ripley, como si la película quisiera recordarnos las connotaciones negativas de la maternidad forzada. La transformación de Ripley, que se convierte un poco en aquello que le acontece, la modifica completamente. El desenlace es perturbador. Prisionera de sentimientos encontrados, no sabe si amar u odiar a aquel ser que le debe su existencia. Pero la justicia poética, para tranquilidad del espectador que tuvo que observar ese trato bestial con la protagonista, aparece al final. Ella mata al último alien y entre congojas ve desaparecer su último vestigio de maternidad. La última escena sucede con los llantos aterradores de ese alien que confió en su madre y que entre alaridos (casualmente muy humanos) se va desgarrando, siendo destruido mientras genera un dolor extraño en el espectador. Nos perturba porque presentimos, aunque solo sea intuitivamente, que no muere solo un alien, sino también un hijo.