El cine es una asamblea

El pasado 6 de noviembre falleció el realizador y político argentino Pino Solanas. Pino fue uno de los promotores centrales de la movida militante del cine. Su cine marcó una articulación fundamental en los procesos identitarios culturales en América Latina gracias a su participación en lo que se denominó el Movimiento Cine Liberación, desde el cual desarrolló la idea de una praxis emancipatoria junto con Octavio Getino y Gerardo Vallejo. En medio de estallidos sociales y cuerpos recluidos, las películas de Pino reaparecieron en el marco de la edición número 35 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, en una retrospectiva de su trabajo que se hizo a modo de homenaje. Reviví La hora de los hornos que fue como revivir pasos anteriores en la Plaza Che de la Universidad Nacional antes de una movilización estudiantil, que al mismo tiempo es revivir el recuerdo de un cuerpo en el cine que se refleja en la rabia colectiva de una lucha común.

De la sala de cine podría decirse que es una asamblea. Un espacio común al que recurren posiciones políticas, sentimientos y enojos. Un espacio oscuro, siempre por descubrir. Un espacio en donde el cuerpo se dispone a opinar, a resistir. A propósito del homenaje a Pino en Mar del Plata recordé el paro nacional del 2019, que se solapaba con la muestra de cine obrero en la Cinemateca de Bogotá. Literalmente salíamos del cine a las calles. Ese año hubo paro nacional. Los pliegos de peticiones de los movimientos sociales siempre parecían extenderse hasta un plazo inacabable, llevábamos años marchando por la ciudad solicitando los mismos derechos. Sin embargo, pese al tiempo, la esperanza joven permanece intacta. En la ciudad paralizada por un espíritu enojado reapareció La hora de los hornos. No era 1968, era 2019 y en las calles pegábamos pancartas que decían “todo espectador es un cobarde o un traidor”. Los plazos inalcanzables de un gobierno mediocre se veían amenazados por los pasos incansables de un movimiento colectivo. Las imágenes clandestinas del 68 fueron libremente expuestas 51 años después. Las imágenes, veloces, se escapaban de los claustros oscuros de las salas y dialogaban con los cuerpos en resistencia que se tomaban la capital. La comunión de pensamientos, quejas y energía envolvía el espacio público para convertirlo en espacio de debate, se gritaba y se rayaban estaciones de policía. Las imágenes corrían veloces, sobrepuestas, ruidosas y de pronto los rostros del cine, de la película de Pino, eran los rostros de estudiantes corriendo entre las calles, el blanco y negro de la película del 68 era el blanco y negro de las miradas nubladas por los gases lacrimógenos. En ambos casos (la película y el paro nacional), que a la vez son lo mismo, aparece la luz redentora. La pantalla de cine con una frase de Frantz Fanon y una caneca encendida en la mitad de una avenida principal. En ambos y en el mismo caso, las luces también fueron apagadas. Las salas de cine se cierran y se decretan toques de queda en la ciudad.

Pensar en un cine políticamente comprometido es algo que se desdibuja en la cantidad de posibilidades que hoy tenemos para crear imágenes. Nuestras imágenes se encierran y duplican en el afán de un oficio que busca cada vez ser más profesional. El cine se construye como un robusto sistema de privilegios y el sistema neoliberal capitaliza las diferencias, resistir no siempre es re-existir. Las iniciativas que gestamos desde nuestros cines para disputar la política hegemónica de la imagen pueden ser enclaustradas y convertidas en mercancía, la resistencia en el cine no siempre puede brindarnos nuevos caminos para una re-existencia cultural que se escape del sistema colonial y capital de las industrias. Todas las imágenes devienen en política, pero no toda política deviene en subversión.

Pino murió hace poco más de dos meses. Hace poco más de un año pasaron La hora de los hornos en la Cinemateca de Bogotá y hace poco más de semanas en las pantallas virtuales de Mar del Plata. Pino murió hace pocos días, en noviembre, el mes que le sigue al mes de la revolución. Pino murió hace pocos días y sus obras, que también son nuestras, guardan los verbos que recorren la reunión de cuerpos en las asambleas cinematográficas. En sus películas observamos, inquietas, la historia. La historia inalterable pero reproducible. La historia peligrosa. La historia oficial. La historia transversal y las tensiones de una militancia no concluida, porque el camino sigue. Observamos la historia que se nos escapa de las manos. La historia no-nuestra. La historia de la cual no hago parte. La historia ante la cual hay que resistirse.

A propósito de resistir, que es verbo y carne marchante, aparece el nombre de la parte de un circuito que le da movimiento a la luz del cine. Dentro de los circuitos eléctricos la resistencia funciona como la oposición ante el paso de corriente. Su objetivo es limitar el poder y la fuerza de la corriente eléctrica. Pensar en el cine como una resistencia de un gran circuito eléctrico cultural, sería pensar en nuestras imágenes como intentos limitantes de la eléctrica oficial. El movimiento del que Pino hizo parte funcionó así. Pensar en el cine como una herramienta política y transformadora es reflexionar sobre su importancia. Somos las imágenes que producimos y al mismo tiempo nos volvemos lo que las imágenes producen de nosotras. Acontecer con el cine, discutir con él, es algo que en las películas de Pino está latente. Sostener un pedazo de historia deshecha, inútil porque la mayoría se oculta en archivadores censurados y desdoblarla, debatirla y disponerla a una asamblea que “va al tiempo de la esperanza en vez de al tiempo del capital”, como precisa mi amiga Gineth Rozo. El cine titila en fotogramas y el cuerpo que observa parpadea y palpita.

Cuando pienso en las imágenes específicas de La hora de los hornos pienso en que quizá son imágenes que nunca he dejado de ver. Cuerpos apretados en transporte público porque necesitan llegar temprano a sus trabajos. Vitalidades interrumpidas por un gobierno cuya agenda central es la guerra. La guerra en contra de la paz. La guerra en contra de lxs niñxs. La guerra en contra de la selva. La guerra en contra de las mujeres. Veo La hora de los hornos y pienso en la maquinaria capital destructora de cuerpos. Pienso en las imágenes, en la sala de cine cerrada y en el lugar del poder colonial que niega el encuentro subversor de los cuerpos hermanos.

Entre todo, entre las imágenes y el desgano, quedan los verbos y las palabras. En las asambleas estudiantiles, cuando se está de acuerdo con la opinión de alguien, se suele decir “me recojo”. Recoger significa guardar o tomar algo que se ha caído al piso. Recogerse también puede interpretarse como acurrucarse. Acurrucarse en una idea y en el sonido de una voz. Recogerse en el espacio colectivo de la discusión. En el cine nos recogemos colectivamente frente a una luz frontal, frente al repertorio celeste de la lucha. Entre verbos podemos hacer de nuestro ejercicio audiovisual, una asamblea.

Hacer del cine una asamblea es escribir sobre el libro de la historia. Hacer un texto sobre la película que hizo del espacio audiovisual un espacio de discusión, es confundirse con ella, desaparecer en colectividades comunes. Cuando se escribe sobre alguna película o sobre la tecnología del cine, el ejercicio de rayar sobre algo ya rayado termina confundiendo los verbos que nos han permitido apreciar las imágenes. Si antes se decía entretener y hoy problematizar, sobre la hoja se leen ambas al tiempo. Es confuso y difícil saber qué hace el cine, si funciona, si nos invita a discutir. Es complejo considerar a nuestras películas mientras nos rodeamos de acontecimientos que parecieran distópicos. Es complejo, pero hoy digo que “me recojo” cada vez que revisito una obra de Pino. O quizá, más bien, puedo decir que me recojo en la emoción de un letrero grande que tiene escrita la frase de Fanon “todo espectador es un cobarde o un traidor”, me recojo en las posibilidades de las imágenes que saltan años, me recojo en mis amigas escritoras y en sus precisas palabras, me recojo en las manifestaciones, en los gritos colectivos y en este cine, en ese cine y en el cine. En esta crítica, en esa crítica y en la crítica, me recojo. Extendamos nuestras banderas verdes y moradas, salgamos con nuestras consignas a escribir sobre la ciudad, saquemos las imágenes para imprimirlas en las paredes de los edificios gubernamentales y reunámonos alrededor de esa asamblea común de manos unidas y esperanzas intactas.

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