El lugar habitado puede ser, según Bachelard, un espacio para la ensoñación, en la medida en que se disputa allí la posibilidad de que aspectos simbólicos como la memoria, el pensamiento y la imaginación adquieran una materialidad, un cuerpo, “un rincón en el mundo”. Subrayo “ensoñación”: en esta potencia para la fantasía, en la construcción de una temporalidad y una lógica propia, también se gesta la pesadilla. Si la casa presenta un modo de organización de la vida, en la amenaza de subversión de esta estabilidad se ubica lo siniestro. No obstante, ¿qué otros efectos despierta esta figura? ¿Puede pensarse al orden mismo como monstruosidad? Y, si así fuera, ¿imaginar nuevos vínculos con los territorios?
Cuando veo Lovecraft Country (2020–) por segunda vez, los detalles que había pasado por alto se conectan de acuerdo al universo interno que se construye en honor (y desobediencia) al creador de los Mitos de Cthulhu. En un episodio, Leti y Ruby —la protagonista y su hermana— discuten y una de ellas sentencia: “Quiero crear mi propio espacio”. Esta afirmación concentra la impronta de la serie, que propone un gesto de reapropiación de imaginarios lovecraftianos a partir de su combinación con elementos de la cultura afroamericana. Contra la ideología supremacista del escritor, se reconoce a las personas negras de los 50s como partícipes de los sucesos políticos nacionales y como consumidoras de relatos fantásticos. La ambientación no resulta decorativa ni de fetichismo vintage, sino que trata un momento bisagra entre generaciones, por lo que los personajes están en tensión con sus pasados familiares: cómo tomar conocimientos ancestrales y no repetir violencias del racismo internalizado. Esta producción —desarrollada por Misha Green, Jordan Peele y J. J. Abrams— permite una recuperación para la comunidad de un derecho a la ñoñez, a coleccionar ediciones especiales y a encarnar los protagonismos de estas historias más allá de la otredad.
Al abordar las problemáticas en torno a la nación, a los parentescos y a imágenes clásicas del terror, la vivienda adopta centralidad. En el tercer episodio, se indica: “en el verano de 1955, un grupo de hombres y mujeres negras se mudaron a una casa en el norte de Chicago. Diez días después, tres personas desaparecieron dentro de la casa”. Se abre una primera ambigüedad: ¿quién es el monstruo: lo sobrenatural o el racismo? ¿Ambos? Leti y Ruby caminan alertas en lo que se anticipa como “territorio blanco”. Leti salta sobre unos pastos descuidados para presentar un terreno recién comprado, de donde nace una edificación grisácea de estilo victoriano, con maderas clavadas en las ventanas. Una vez dentro, aparecen desenfocadas detrás de una araña negra que teje una telaraña anaranjada y viscosa. La luz ingresa por los huecos y evidencia el polvo acumulado. Hay alfombras opacadas, todo está cubierto por trapos, excepto por unas sillas góticas y una mesa con libros abiertos. Se acercan a un ascensor que, peligrosamente, parece moverse solo. Recorren el espacio con la promesa de construir “un refugio para gente de color”. La casa embrujada dramatiza los modos de organización también en sus superficies. Les nueves inquilines son provocades por hombres blancos que molestan con bocinas de autos y colocan un cartel que dice: “Somos una comunidad blanca. Indeseables deben irse”. Más tarde, mientras Leti duerme, una mano zombie corre las sábanas y, una figura de una mujer fantasmal-zombie, desde el borde de la cama, la acecha lentamente. Leti se despierta sobresaltada, se acerca a la ventana donde verifica que los ruidos persisten, percibe un vapor que la hace transpirar y la incomoda. Identifica que el problema proviene de la caldera en el sótano, espacio donde se desencadena —o espacio desencadenante de— lo extraño. Escucha voces, atraviesa telarañas y se espanta al observar cómo un impulso levanta la puerta del subsuelo y choca con cajas con el ritmo de una amenaza inminente.
Los bestiarios de Lovecraft han transformado las narrativas de terror estadounidense. Su “literatura del miedo cósmico” explora emociones de temor y placer a través del desborde de las normas físicas y sociales que rigen los ambientes. Las fuerzas extrañas en sus obras no son apariciones fantasmales abstractas o transparentes, como sucede en imágenes clásicas del género, sino que el espacio encarna lo desconocido de forma tangible: en sus texturas, en sus olores, en su temperatura. En Lovecraft Country, se hace referencia a un texto escrito por este autor en 1928: The shunned house. En esta novela, la casa es caracterizada como criatura mitológica, como si tuviera vida y un pasado que predica un peligro. Es húmeda, tiene mucha vegetación, produce sonidos y es objeto de rumores. Estos rasgos que se le asignan al lugar forman parte de una modernización del gótico. Con el desarrollo del vampiro en literatura y en ilustraciones, se fusiona, con función blasfematoria, la arquitectura de catedrales con los castillos que denotaban valores sagrados: opulencia y poder. Estas cuestiones se ligan, luego, en una antropomorfización de este espacio y, por ello, la casa en el terror es profundamente orgánica. Si esta convención se instala en un canon cuya cualidad es la reinvención, ¿qué transfiguraciones son posibles? ¿Cómo dialogan con su presente? ¿Fugan al discurso del sueño americano o perpetúan sus ideales? La novela sugiere, de acuerdo con la antropomorfización, que se trata de una casa que vampiriza a sus habitantes. En la serie, Leti investiga y descubre que, allí, un científico experimentaba con personas negras y las hacía desaparecer. Sin embargo, la ambigüedad se sostiene, ya que se muestra, por fuera del conocimiento de la protagonista, en complicidad con les espectadores, una autonomía de este espacio, al moverse y ocultar sus propios secretos.
Hay una operación de reescritura que potencia los modos en que la literatura de Lovecraft no castiga el desvío, sino que ahonda sobre la exuberancia y su afectación. Los fantasmas-zombies —que toman la forma de las personas desaparecidas que mencionaba la investigación— asesinan a los intrusos blancos. Finalmente, la protagonista se enfrenta a una “cara de gelatina” que la intimidaba, deviene final girl y grita “váyanse a la mierda de mi casa”, con doble destinatario: los racistas y las fuerzas malignas. Aquel “mi” que enunciaba la emanación vampírica para echarla, ahora es empleado por Leti, que recupera el refugio en su dimensión material y simbólica. Se inaugura una calma y una convivencia con los monstruos, en lugar de su eliminación, como gesto de tomar para sí la caracterización no-humana que ha sido utilizada en contra de la comunidad. Esta alianza con lo sobrenatural también está relacionada con la manera en que la serie problematiza cómo y quiénes usan la magia.
Enrarecer la experiencia de lo cotidiano puede ser un ejercicio sensible para el cuestionamiento de las condiciones materiales de existencia. En el terror, hay representaciones de la casa que traicionan valores propios de una idea de hogar cerrado y privado. Como reminiscencia pútrida de aquellos palacios europeos, constituye una zona donde los mandatos del capitalismo fracasan. La familia mononuclear se vuelve imposible: hay violencia sexual, se arruinan ceremonias, los padres enloquecen, las madres enferman, los bebés no nacen. Tal como si se tratara de una maldición que rodea un terreno… o que se esconde en su sótano. Los límites se evidencian artificiales y frágiles, el peligro se muestra más próximo, más interior. Las estructuras se desmoronan: la arquitectura se mueve, vibra, sangra. Sin censurar la violencia o la imaginación tenebrosa, Lovecraft country revisa las convenciones del género y produce nuevas significaciones, nuevos bestiarios, nuevas familias, nuevos hogares.
Colaboradora