NANNI MORETTI: REIR EN EL ABISMO

Nanni Moretti nació en Brunico, en el Trentino Alto-Adigio, aunque sin querer, porque sus papás estaban ahí de vacaciones. Sin querer, sobre todo, porque Moretti tiene también poco que ver con ese territorio híbrido en el norte de Italia, donde confluye la genética teutona y la italiana en una —muy— aparente armonía. Lo cierto es que Nanni Moretti es romano. Creció en Roma, se fundó ahí, y, como Pasolini, arrastra esa ciudad con él casi como una obsesión.

Moretti se llama oficialmente Giovanni. Y a los Giovanni, en Italia, se les dice Gianni, Nino, Vanni, Nanni. A él le quedó Nanni y así se lo conoce desde la infancia. De chico empezó a jugar al waterpolo y fue parte del plantel del Lazio Nuoto, club que es orgulloso portador de un scudetto por el campeonato nacional de 1956. Nanni eligió para su formación secundaria el liceo clásico Torquato Tasso —hubiese sido difícil escapar a la tradición familiar: su padre es un experto en antigüedad clásica y su madre profesora de letras—, época en la cual filmó, con una Super-8, su primer cortometraje. Ya en esa cortísima producción se lanzaba sobre uno de sus temas favoritos: el militante del ’68 que atraviesa una fuerte crisis personal.

Más tarde empezaría con los largometrajes. Primero, Io sono un autarchico (1976), donde debuta su personaje emblemático, Michele Apicella, que aparece en cinco films distintos, siempre con una historia de vida y una profesión diferentes (jugador profesional de waterpolo, profesor de liceo, estudiante, director de cine), y siempre encarnado por el propio Nanni. La autorreferencia es obvia y Moretti juega con eso: su vida personal, sus puntos flacos, sus dudas, su caída ideológica y también las del Partido Comunista italiano. Sus películas, que van desde 1976 hasta 2015, sirven como una historización del derrumbe de la izquierda en Italia, siempre con un irremediable sentido del humor.

En Moretti, como en Godard, el cine lo es todo. Lo extra-cinematográfico, la realidad política y el contexto histórico, se materializan en la película de cine. En Godard asistimos al desasosiego de una generación que vio traicionados los ideales del ‘68 en carne propia, en Moretti vemos la desesperanza de una izquierda italiana que sufrió sus consecuencias. El ‘68 duró diez años en Italia, sostiene Bifo Berardi, y es justamente aquella década hecha de victoria, tensión, represión y terrorismo la que Moretti transita en su juventud. Si Godard es el mártir del ‘68, Moretti lo es de una izquierda italiana castrada que fracasa en la toma del poder el día del secuestro de Aldo Moro.

Moro mismo había sido Primer Ministro dos veces por aquel partido que se erguía como dique de contención contra los avances del Partido Comunista más grande de Europa. Pero hacia el ocaso de su vida, había apoyado un compromiso histórico con Enrico Berlinguer, Secretario General del Partido Comunista Italiano, para conformar un gobierno de coalición como intento de domeñar aquella bestia roja que había conquistado en las elecciones de 1976 todas las grandes ciudades italianas. Moro fue secuestrado en 1978 por las Brigate Rosse, un grupo guerrillero comunista que había optado como su homólogo alemán Baader-Meinhof por la lucha armada y que veía en aquel acuerdo un compromiso con la democracia representativa burguesa.

Estas reyertas aparecen en el cine de Moretti acompañadas también por una fina porción de cinismo. Sus personajes comunistas son anfibios derrotados, consumidores de café resignados a una determinación epocal que los ha dejado irremediablemente de lado. Y, a pesar de ello, se percibe casi siempre un trasfondo de alegría, incluso ternura, que no deja que la narrativa se transforme en algo más procaz. 

En Palombella Rossa Michele Apicella, Moretti mismo, es un jugador de waterpolo comunista que no puede o no sabe cómo enfrentar un partido decisivo. La película transcurre siguiendo los debates internos de Apicella, su parloteo neurótico y su ansiedad algo delirante. Esos momentos de un nivel de inquietud y sufrimiento personal casi insoportable no caen jamás en una autocompasión insufrible: ahí de vuelta el humor. Cuando su equipo está perdiendo sin remedio el partido, en medio del caos, del palabrerío que no para y las instrucciones a los gritos del entrenador, en la radio, que alguien tiene apoyada en las gradas, suena en medio de todo ese cloro un tema de Bruce Springsteen. El mundo se detiene para escuchar el emblemático sonido, se sonríen.

Moretti es particularmente ingenioso al no recurrir a polarismos soporíferos. Por eso opta por desnudar sus peores vicios y, a la vez, mostrar cierta fisonomía de la ternura. Si Moretti es pasoliniano es porque Pasolini se consideraba a sí mismo un perdedor, porque creía que había cierta nobleza en la derrota. ¿Y acaso no es una virtud muy italiana saberse perdedor y sobrellevarlo con humor? Nanni Moretti es la personificación de esas potencias: un cineasta de lo cotidiano y la vulnerabilidad, zonas de la experiencia que supuran humor. Moretti le rinde homenaje a Pasolini en Caro Diario cuando, hojeando la colección de tapas de diarios que reportaban su asesinato, decide finalmente emprender un peregrinaje a Ostia, ciudad en la periferia de Roma donde fue hallado su cuerpo. Al visitar aquel conurbano que en Pasolini aparecía siempre plagado de villas miserias, Nanni replica en moto aquellas largas caminatas que los personajes pasolinianos solían realizar. Como el paseo de Anna Magnani en Mamma Roma, uno de los pocos planos secuencia de la filmografía de Pasolini, donde la cámara sigue a la ex-prostituta monologante, abordada por actores no profesionales que entran y salen del plano. Prostitutas, ladrones, policías, proletarios, los personajes pasolinianos caminan, dirigiéndose siempre hacia aquel trágico desenlace que los espera y que los castiga por sus intentos de evasión. 

Por otro lado, si bien el rescate del humor como virtud parece una obviedad, no está de más recordar la importancia de la risa. Sobre todo cuando, en ocasiones, el humor es víctima de la asfixia. Moretti siempre nos recuerda que hay pocas cosas tan opresivas como una moral que pretende arrebatarnos el favor de la risa: el chiste despierta al durmiente, dice J. A. Miller, y su juego está hecho con la materialidad de la sorpresa. Al igual que la poesía, el chiste es del orden de lo sorpresivo. Es esto lo que Moretti deja tendido en sus películas. No se trata de una solemnidad tediosa ni de una burla desentendida o grosera, sino de un efecto que se desprende del buen humor.

Aprile (1998) es una suerte de filmación íntima donde Moretti nos muestra los desafíos de ser padre primerizo y, al mismo tiempo, ser comunista en la Italia de los 90, ya fagocitada por los absurdos de il Cavaliere y la derecha. “Cuando ganó la derecha, por primera vez en mi vida, me armé un porro”. Así empieza Aprile: con la derrota absoluta, la humillación. El 25 de abril de ese año la marcha por el aniversario de la Liberación está opacada por la lluvia. Moretti se acerca a la plaza solo para ver rostros tapados por paraguas de colores y, empapado y algo cabizbajo entre la multitud, la bandera de Il manifesto, el diario comunista italiano por excelencia.

Es el punto de inflexión que lleva a Italia a la ruina política y comienza una era de demostraciones de poder disparatadas que podría ser fácilmente hermanada con el menemismo: autos muy rápidos y de color rojo, partidos de fútbol un poco arreglados, mujeres desnudas en el programa televisivo de las ocho de la noche.

Aprile también muestra los embates de la primera paternidad y los desafíos profesionales: qué película filmar, qué narrativa tomar, un Mundial para elegir el nombre del nene, consultas a la madre, un montón de café, siete tipos diferentes de zapatitos de bebé, el repaso minucioso —e ineficaz— de los pasos del parto. Son momentos de fragilidad y vulnerabilidad señalados por la ironía y la verborragia simpática. En abril vuelve a ganar la izquierda y nace Pietro, su primer hijo, y por eso en una de las escenas finales vemos a Moretti en su motorino, festejando con los brazos en alto y mirando a otros festejantes desconocidos.

Como comunistas estamos acostumbrados al fracaso, y hemos aprendido a tomárnoslo con humor. El mismo humor que le permite a Nanni, en la última escena de  Aprile, distraerse del deber histórico de filmar un documental sobre el ascenso de la extrema derecha, fantaseando con hacer un musical: “un pastelero trotskista. Aislado. Calumniado. Solo en su laboratorio, entre sus bizcochos y sus tortas, es feliz. Y se olvida. Y baila”. El pastelero, con un pañuelo rojo soviético atado a su uniforme, baila torpemente rodeado de bailarines profesionales al ritmo de un mambo cubano en medio de una cocina saturada de colores pastel. Detrás de los bailarines, alineados en coreografía y uniforme, el equipo de filmación los mira. Acompañan la música y el baile con un movimiento acompasado de caderas.

¿Son el baile y la risa del orden de lo mismo? El cine de Nanni Moretti es italiano en la medida en que nos muestra que, ante el abismo y el desasosiego, nos queda la risa.

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Sofía Brucco

Colaboradora