Vivir su película

Este ensayo es un poco como esas películas que no sabés muy bien por qué pero suelen ser la plantilla perfecta para explicar, contar y pensar lo que no vive adentro de ellas.

En el medio de una conversación por Whatsapp, empiezo a grabar un audio. Cosa extraña: los audios son muchas veces un incordio de escuchar, y es una condición que parece valer para los ajenos y los propios. Un audio es casi un compromiso en nuestra comunicación virtual. No necesito siquiera ejercitar la tortura de enviarlo y volver a escucharlo porque ya durante el registro me oigo a mí misma diciendo “es como esa escena de (500) días con ella en la que…” Suelto el dedo del botón del micrófono. Vuelvo a apretarlo. Llego a esa parte y agrego la introducción “como me cuesta pensar las cosas como si no fueran partes de películas, esto es como esa escena de…”, y sé perfectamente que mi destinataria comparte esta patología. Incluso me atrevería a arriesgar que quien lee este ensayo se sintió asaltadx más de una vez por la sensación de pensar y/o explicar sucesos puntuales y potenciales de su vida acudiendo al acervo ficcional que cultivó en los años que lleva de consumidorx de imágenes. Lx que no, que tire la primera piedra.

¿Estamos condenadxs a tener una hermenéutica fictiva? Bueno, por suerte hay (mucha) gente que se sentó a pensar sobre esto desde diferentes disciplinas y momentos temporales. No solo intelectuales: la ficción misma abunda en personajes que deciden activamente el curso de sus historias, dialogando con narradores externos para torcer sus destinos, o brindando opiniones más o menos meta para tener injerencia en el devenir de sus mundos. Más que lexicalizada está la expresión de “hacerse la película”, y no está tan lejos del gesto que inaugura el texto: la agencia en los sucesos reales se tematiza una y otra vez en términos de ficción, y ahí es donde es difícil trazar el límite entre imaginación y ficción. O, lo que es peor, qué ficción usamos para imaginar.

Pero quizás lo más hermoso que puede decirse sobre este fenómeno es que es prácticamente imposible desligarlo de la afectividad. Hace unos años leí un texto que sacudió tantas cosas en los estantes de estas reflexiones que aguardo siempre el momento justo para recomendárselo a la mayor cantidad de gente posible, y es ¡Qué emoción! ¿Qué emoción? de Georges Didi-Huberman. El eje es la pregunta acuciante por el origen de las emociones, y una buena parte está dedicada a asediar la teoría de que las emociones son innatas, y (de comprobarse esa premisa) cuáles lo serían y por qué. En un recorrido precioso y enriquecedor, Didi-Huberman recopila consideraciones filosóficas en torno a lo difícil que es asir las emociones, lo cual constata, en primera instancia, que es algo externo. En uno de los momentos más bellos del libro dirá “Es un movimiento afectivo que nos ‘posee’ pero que nosotros no ‘poseemos’ en su totalidad, en la medida en que nos resulta en gran parte desconocido” (p. 35). Didi-Huberman captura esa extranjeridad de las emociones aventurando que replicamos gestos y emociones fosilizados en nuestra cultura, y que gran parte de esa transmisión está garantizada por las ficciones que consumimos. Aprendemos las emociones (y a emocionarnos) de, en y por la ficción. ¿Cómo vamos a resistir la tentación de emparentar nuestras luchas con el deber con la reticencia de ser la princesa de Genovia de Anne Hathaway en El diario de la princesa? ¿Cómo no vamos a darnos cuenta, incluso después de hacer o pensar algo, que siempre tuvimos una imagen muy precisa en nuestra mente, como le pasa al pobre Tom Cruise en Vanilla Sky mientras está freezado re-creando su vida?

Lo queramos o no, hay un gesto que parece imponerse en todo esto, y es el de la imitación. Oscar Wilde, el más anti-mimético de todxs nosotrxs, ya lo dijo mejor que nadie: “la vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida”. Y los ejemplos pululan, no solo en nosotrxs, sino, de vuelta, en la misma ficción. Baste pensar en Bob Fosse pergeñando el musical de su muerte en All that Jazz. Y en los estudios meta-fictivos también: ¿qué tan lejos de la idea de imitación está la de tecnología de género de Teresa de Lauretis, que nos invita a pensar que apre(he)ndemos a comportarnos según nuestro género a partir de cómo se representa en los medios que nos rodean? Un filósofo de la ficción, Gregory Currie, dice en Narratives and narrators: A Philosophy of Stories que es casi un requisito, para ingresar en los “marcos” de las ficciones, imitar comportamientos, pensamientos y disposiciones involucradas en las historias. Es que, como lo indica una miríada de experimentos que Currie compila, el acto de imitar está en la base de gran parte de nuestra sociabilidad. A veces inmediato, a veces tardío y tantas veces inconsciente, nos descubrimos repitiendo, citando, reviviendo fragmentos de experiencias varias veces al día. Son más las conversaciones en las que yo u otrx interlocutorx desliza un diálogo de una película que las que no (y admito que los de las películas de Disney tienen un lugar especial en mi generación, para no adentrarme en todo el aparato de referencias a Los Simpsons). Nuestra imaginación va tan lejos que hasta inventamos algunas partes de películas (y a veces más que películas) en el ejercicio de apropiárnoslas, una involuntariedad preciosa que aborda esta nota. Y va adoptando formas nuevas y más diversas a medida que el tiempo avanza: ¿qué es, si no, el boom de videos de POV en TikTok?

Esgrimir una suerte de jerarquía para explicar esta tendencia solo me suena a un acto de pretensión de control de algo que se nos escapa: nadie puede responder que explicamos el mundo mediante ficciones “porque las películas son mejores que la realidad”. Determinar cuánto hay de ficción y cuánto de realidad en nuestra hermenéutica colapsada de imágenes es un proyecto condenado al fracaso. Antes que poner una cosa sobre la otra, creo que el acto más justo es pensar que no hay un símbolo de mayor o menor entre esos términos, sino más bien una función biyectiva: necesitamos tanto de la ficción para moldear la experiencia como la experiencia misma se cuela en la ficción. Porque vincularse con una ficción, casi como grabar o escuchar un audio, es definitivamente un compromiso: es saber que, tarde o temprano, podemos terminar hablando de nosotrxs como personajes de esa peli que enganchaste un día en el cable, que ni te acordás el nombre, pero que se convirtió en el modo de ver justo lo que te está pasando.

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