Mizoguchi y la experiencia japonesa

Mizoguchi conforma a nivel estético algo íntimamente ligado a un trazo. En las sutilezas, en los bordes, en las puntillas. Las hojas negras que rodean un plano, la circularidad de las ondas en el agua, el viento que hace mover las cortaderas. La composición de un haiku.

Un gobernador es expulsado por defender sus principios: será separado de su familia y enviado lejos a modo de castigo. Antes de partir se dirige a su hijo mayor, Zushio, y le regala una lección que será su amuleto. Con la serenidad de los sabios, dice: “sin compasión, el hombre es una bestia. Aún siendo duro contigo mismo, sé compasivo con otros”. ¿Es compasión el significante correcto? Barthes nos advierte en El imperio de los signos que lo que él llama el “imperio de los significantes” del japonés es tan vasto, exquisito, que resultaría algo difícil apropiarse de una traducción precisa. Sospecho que algo más se escapa deliciosamente.

Barthes habla del japonés en términos de lengua muy extranjera; su estructura, sugiere, le representa la organización de un sujeto diferente. Su expresión se despliega en aspectos tan variados como la manera de comer, de preparar un plato, de jugar, de asumir una postura, trazar un signo —gesto que debe, necesariamente, tender a lo perfecto—. Mizoguchi conforma a nivel estético algo íntimamente ligado a un trazo. En las sutilezas, en los bordes, en las puntillas. Las hojas negras que rodean un plano, la circularidad de las ondas en el agua, el viento que hace mover las cortaderas. La composición de un haiku.

i.

Separación

Vestido de escarcha cubierto de viento 

un niño abandonado

-Basho

Una escena que confecciona —como un haiku— sutil un peligro y una derrota inminentes: los cuatro, madre, hijos y sirvienta, caminan despacio por un campo de cortaderas. El viento no se hace oír, las cortaderas bailan. De fondo, el mar. El agua será el símbolo de advertencia que Mizoguchi usa como aviso de una tragedia. Los diálogos están teñidos de una delicadeza absoluta. Nadie alza la voz, nadie hace retumbar la fonética. Como en los peores casos, el silencio y la paz anuncian el desastre. Si Mizoguchi se destaca en algo es en la composición de un peligro que surge a partir de lo tranquilo.

La tragedia está ya pactada. Como consecuencia de haber confiado en una extraña, la familia es separada por un grupo de contrabandistas. Todo se derrumba. Los hijos son vendidos como esclavos al intendente Sansho.

ii.

Muerte

Lluvia de flores 

un cuervo busca en vano 

su nido 

-Basho

Los hijos, Zushio y Anju, deberán abandonar sus viejas identidades y tomar otros nombres con nuevos significados. En otro plano, la madre se ve sometida al trabajo de cortesana. Piensa en sus hijos, quiere escapar pero jamás lo logra. Sus captores la castigan físicamente para impedirle volver a caminar: el amor cortado por los tendones.

Mientras a Zushio se le desdibuja la compasión, Anju busca por cualquier medio recordarle esas virtudes. Sabe además que su madre está viva, porque —fineza de las cosas que se van compartiendo— escucha de otra esclava una canción que incluye sus nombres en la letra. La autora no puede ser otra que la madre, que sigue viva y esperando.

Un día se les encomienda a los hermanos una tarea cruel. Tienen que abandonar en la montaña a una de las esclavas que está gravemente enferma. Zushio, en un principio, obedece, desoyendo a su hermana que busca hacer brotar su clemencia. Zushio ignora ahora el axioma paterno. El dolor lo conmovió tanto que ya no responde a la misericordia.

De repente, el viento les hace llegar la canción de su madre. Resurge el recuerdo de sus nombres propios. La voz de la madre les devuelve humanidad y compasión, les despierta el deseo de huir.

En el haiku, dice Barthes, “el símbolo, la metáfora, la lección, no cuestan casi nada; apenas unas palabras, una imagen, un sentimiento”. En su sencillez y brevedad garantiza lo puro, ese núcleo sobre el cual gira el Zen: “la brevedad del haiku no es formal; el haiku no es un pensamiento rico reducido a una forma breve, sino un acontecimiento breve que encuentra de golpe su forma justa”. Acaso como el viento que susurra —recuerda— sus nombres.

Anju se sacrifica para que su hermano logre escaparse (juntos los habrían capturado rápidamente). Zushio huye cargando a la enferma condenada a morir en la montaña en sus espaldas: primer gesto que da cuenta de un retorno de la compasión. Vuelta al lugar de esclavitud, logra escabullirse de los guardias, pero en lugar de escapar para reunirse con su hermano, camina despacio —como en aquel campo de cortaderas— en silencio, sosegada, hacia un estanque. De nuevo la tranquilidad total anuncia la tragedia. De nuevo el agua que antecede el evento trágico.

Si una muerte puede componerse hermosa, Mizoguchi lo hace: Anju se sumerge lenta y noblemente en un estanque.

iii.

Encuentro

Se extingue el día 

pero no el canto 

de la alondra

-Basho

Zushio emprenderá la búsqueda de su madre, sabiendo solo su nombre y el pueblo donde supuestamente está. Lo vemos caminando por una playa imperturbable. Siempre el agua como un aviso. Esta vez la tranquilidad y el silencio son el anuncio de un reencuentro. 

Ve a su madre, ciega, vieja y abandonada, cantando todavía la canción que compuso para sus hijos. Le entrega la estatua de su padre, símbolo corpóreo de su sabiduría y, desgarrado, le ruega que lo perdone, porque ha fallado a las enseñanzas paternas. Ella, en paz, le responde que se equivoca, porque gracias a que Zushio demostró un justo aprendizaje de la compasión ellos ahora pueden reencontrarse.

Abrazo añorado.

El haiku no busca fundamentar nada, no apunta a la multiplicidad de capas de sentido, sino más bien lo opuesto: busca una detención del lenguaje. La pureza, dirá Barthes, de una nota musical.

Visité Japón hace algunos años. En el templo Ryōan-ji, en Kyoto, hay un jardín con quince grandes piedras separadas en tres grupos que descansan sobre un lechito de musgo. Las piedras grandes están rodeadas de un piso de piedritas blancas peinadas en círculos alrededor de las piedras grandes (como círculos de agua). Como hacía calor, me senté un momento a mirar el jardín. Sin que me diera cuenta, a mi izquierda se sentó Mineko, nuestra guía durante los días de Kyoto. Al principio no dijo nada, después suspiró y susurró muy bajito: “paz”. En español. Cuando la miré de reojo tenía en la cara una sonrisa sutil que me recordó la sonrisa arcaica de algunas estatuas griegas. Lo que normalmente me hubiese parecido un gesto forzado, falso, de imitación, no me resultó así para nada. Le creí. Con Mizoguchi sucede algo parecido. Un haiku en el que creo.

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Sofia Brucco

Colaboradora