Sofía Checchi
Codirectora
En el fondo de una canción también suenan cosas, y puede que esas cosas que suenan sean nuestras voces: de las maneras en las que el trap le hace lugar a la recepción.
Capas: siempre se habla de una base y, sobre eso, todo. El trap, el freestyle, y sus vecinos de más cerca y más lejos no escapan de pensarse como composiciones que conjugan niveles varios. Esos niveles, en la edición, se materializan en pistas de audio, y buceando en tutoriales y análisis de YouTube se lee una etiqueta que aparece también en (una suerte de) versión analógica del editor de sonido, la partitura: ad lib.
Ad lib viene del latín ad libitum y se traduce en algo parecido a lo que hoy asociamos con el préstamo del italiano a piacere. “A placer”, “a voluntad”, aunque esa apertura puede operar sobre distintos tipos de contenido cuando figura en una partitura: la alteración del tempo, la improvisación de una línea melódica, la cantidad de veces que se toca un pasaje, o incluso la opcionalidad de una porción completa. Como sea: la indicación abre el juego. Invita al intérprete a elegir su propia aventura, a apropiarse de al menos un fragmento de una obra mayor y tomar una decisión según sus posibilidades y preferencias. Un hiato casi lúdico en un formato que ostenta en el ideario popular cierta fama de complejidad y estrictez. Una interpelación.
En otros campos, lo que sobrevive de la expresión ad lib es fundamentalmente el carácter de improvisación. Muchas veces leemos en las trivias de IMDb que lxs artistas ad-libean sus líneas de diálogo, e incluso hoy existe la sección Mad Libs en el talk show de Jimmy Fallon en la que lxs invitadxs responden aleatoriamente a categorías muy variadas (desde “un lapso de tiempo” a “lo que menos querrías que te dijera unx mozx de un bar”) y luego esas respuestas se insertan en una secuencia que deviene sketch.
Ahora bien, ¿qué es el ad lib en el trap? Desde algunos acercamientos teóricos, sacamos en limpio que se erige como un rasgo constitutivo del género, y que vagamente le da nombre a esos sonidos que no son parte de la letra de una canción sino que la acompañan o complementan de alguna manera: los famosos “wooo”, “yeahhh” que se escuchan más de una vez en casi cualquier trap. La definición no da más de imprecisa, pero es muy claro a lo que me refiero. Es una de esas cosas que son difíciles de poner en palabras pero que al mismo tiempo registramos e identificamos cuando estamos en presencia de ellas.
Las itálicas del párrafo anterior no son tan gratuitas: ¿qué es que no sean parte de la letra? En términos levemente eruditos, podemos pensar que quedan por fuera de la cadena de palabras que tienen un significado convencional (no existe una entrada de diccionario para “woo”), o, incluso si lo tuviera, no añade un significado esencial a los fines de “comprender” la letra (intento zafarme de cualquier afirmación taxativa sobre la recepción estética con esas comillas). Posiblemente la misma letra sin los ad libs podría estar en una canción y al menos una buena porción del contenido comunicativo persistiría. ¿Qué agregan, entonces, esos sonidos que no son palabras?
La filiación entre el freestyle y el trap es insoslayable. Muchos de los nombres que pueblan las listas y tops de Spotify salieron de El Quinto Escalón, la competencia de batallas que YSY A organizaba en el Parque Rivadavia, y revientan de reproducciones en YouTube las participaciones de lxs hoy traperxs en eventos más masivos como las Batallas de los Gallos, la God Level, entre muchas otras. En esas batallas, dos personas o equipos se disputan en función de su desempeño al improvisar rimas en distintos formatos. Algo fascinante de estos enfrentamientos es que son espacios discursivos en los que parecen no existir límites morales, pero que, aunque todxs sabemos que es parte de la performance, el contenido de las barras puede incluir información de la vida profesional de lxs competidores como también, claramente, comentarios metatextuales sobre lo que efectivamente está sucediendo en ese encuentro.
Si hay algo que no es para nada improvisado, igualmente, es el espectáculo mismo: de manera transversal, desde celebraciones barriales a estadios multitudinarios, las batallas tienen reglas, convenciones, presentadores y, principalmente, un público que hace mucho más que solo escuchar. El ritual de las batallas necesariamente supone un grupo de espectadores que arenga, baila y festeja la elocuencia de quienes se están batiendo a duelo. Y si bien nunca pierde el condimento de lo espontáneo, de lo inmediato, no por eso está menos codificado: lxs jóvenes cantantes dejan un espacio, miran a su público, saben que ellxs son tan parte de lo que está pasando como la rima misma.
Parte de esa codificación está también en cómo se celebran las respuestas ingeniosas. Porque el festejo, breve, eufórico, toma una forma muy cercana al vitoreo, un vitoreo cimentado en las tradiciones del hip hop y otros antecedentes del trap. El jolgorio posterior a una rima significativa se materializa en un “woo” colectivo que suena con fuerza. Un “woo” para el que no hay lugar en el diccionario, pero que suma una fuerza expresiva arrolladora. Un “woo” que de tan cristalizado pasa a formar parte de la grabación de estudio.
Esas interjecciones, entonces, están ligadas a lo que Roman Jakobson llamó la función emotiva del lenguaje: determinadas por la subjetividad del hablante, no alteran lo que más arriba llamé el “contenido comunicativo” de lo que se dice, pero brindan información sobre el estado interno de quienes las emiten. El trap se apropia de estas respuestas expresivas de su audiencia y las agrega como una capa más en una canción en la que el público no está. Incluso hay tutoriales que, al mejor estilo Migos, enseñan cómo hacer para que suenen como si se escucharan por teléfono, enfatizando una forma de polifonía que dialoga con las mil y una alteraciones que introduce el autotune.
Hay algo que, al escuchar un capítulo de Tangente, despertó mi interés por pensar la genealogía de los ad libs. Desde los poemas homéricos hasta el Martín Fierro, la poesía incorpora estas formas onomatopéyicas como parte de los versos. Y así también lxs traperxs: no solo se escuchan de fondo estos sonidos no lingüísticos, a veces constituyen parte del fraseo indispensable para mantener la métrica. De hecho, muchas veces —en las canciones grabadas y en el freestyle— lxs cantantes mismxs reproducen esos sonidos, podríamos pensar, como una forma de auto-arenga.
Una vez más, la recepción ingresa de lleno en la obra de arte. La interpelación recoge sus frutos y la hace carne. Pero esa carne, esa materialidad sonora sin significado convencional, tampoco es novedad: vive desde hace siglos inscripta en las distintas formas de la literatura oral. Porque parece que, aunque el tiempo pase, seguimos siendo un grupo de humanos que grita alrededor del fuego.
Codirectora