Esta es una nota sobre la ambigüedad y el erotismo que recubren la singularísima estética de Federico Moura y la mí(s)tica de los años 80 en Argentina. Pero sobre todo, y para quien no experimentó aquella década, es una nota desde y sobre la nostalgia.
Hace algunas semanas visité la muestra “Los 80: el rock en la calle”, en el Museo Histórico Nacional. El espacio destinado al recorrido se cubría exhaustivamente de posters, discos, ropa, instrumentos, imágenes y anécdotas del rock, el pop y el punk argentinos de aquella década de destape luego de años de silencio. Aquel universo se presentaba ante mí como algo particularmente excesivo: escandaloso desde lo visual, ruidoso desde lo sonoro, pero, paradójicamente, subterráneo y ambiguo. Mi experiencia estuvo teñida, sobre todo, por un sentimiento de nostalgia y, a la vez, por un impulso retromaníaco de experimentar la época ya ausente a través de la permanencia de sus objetos estéticos. Así, me obsesioné poco a poco con un objeto en particular.
Superficies de placer (1987) es el último disco de la banda argentina Virus que cuenta con la presencia de Federico Moura, figura singular y central para el pop-rock argentino de los años 80, quien moriría al año siguiente a la grabación tras su diagnóstico de VIH. El disco —el séptimo en la historia de la banda— se grabó en un estudio de la ciudad de Río de Janeiro y es un disco sin hits, pero una de las obras cumbres de la música argentina. Su búsqueda es conceptual, experimental, a diferencia de la marcada tendencia pop y hitera que caracterizaba su discografía anterior. Hoy, con el diario del lunes, Superficies de placer se configura como una pieza de la historia, una suerte de augurio testimonial de Federico Moura y de la música argentina de ese momento particular, que vuelve y reverbera una y otra vez entre la tendencia retromaníaca de mi generación.
Cada vez que escucho este disco me adviene un sentimiento de falta, como si hubiese sido privada injustamente de una experiencia de época por haber nacido unos años más tarde, y por haber consolidado mi universo musical en torno a fantasmas de figuras que la historia arrebató (Moura, Miguel Abuelo, Pappo, Spinetta). Se trata de una nostalgia que no puedo más que calificar de insólita, por un lado, justamente porque no experimenté aquella década, y por otro, porque lejos estoy de pensar que se trató de un tiempo ideal.
Sin embargo, esa sensación vuelve una y otra vez a colarse en mi encuentro con las sonoridades y las letras de Superficies de placer, como si algo de la textura de ese tiempo histórico aún perviviera y fuese capaz de atravesar los casi 40 años que nos separan de su aparición, a través de esos “mínimos toques de eternidad” que surgen de cada canción. El disco traza un recorrido cuya atmósfera condensa con exactitud mi imaginario en torno a las virtudes y derrotas que caracterizaron el final de una década tan icónica y explosiva como fueron los 80 en Argentina, esa transición entre los últimos años del acelerado siglo XX que se apagaba y el acecho del nuevo siglo. La nostalgia aparece como un elemento necesariamente caprichoso, como un deseo de volver a donde nunca se estuvo, a una época en que surge algo icónico que se arrastra hasta el presente pero que sólo sobrevive a través de sus ruinas, de sus fragmentos desconectados y fetichizados. Superficies de placer se configura como una pieza estética, como vaso comunicante entre la historia social de los 80 y el presente. Hoy, pareciera que sólo es posible experimentarlo a través del sentimiento de falta que caracteriza al gesto nostálgico.
Si tuviera que condensar el concepto de este disco en pocas palabras, diría que es moderno, veloz y acelerado… diría que los adjetivos son dignos de su tiempo. Pero también, y paradójicamente, diría que es profundamente reflexivo. El viaje sonoro comienza con “Mirada speed”: una rítmica rápida y persuasiva, unos acordes latosos en un órgano y otros en guitarra que llaman a que nadie quede afuera de la experiencia musical. Al llegar al estribillo estoy ya plenamente hechizada, bailando presa de una melodía mucho más pop: “me balanceo hasta acabar junto a esta mágica adolescente sin edad”… el erotismo se hace inmediatamente explícito, mientras queda un resto oculto, en las sombras, algo de ese objeto de deseo (la “extraña figura de poder”, la “adolescente sin edad”) que permanece en el anonimato, como velado.
Algunos temas después, Moura canta, en el mismo paradigma de velocidad y movimiento: “las cosas se alejan de mí y es difícil poder tocarlas”… quién sabe cuánto de su enfermedad se entrevera en estas palabras de imposibilidad que suenan tan distintas de aquel “me hace feliz y la dicha invade mi felicidad, me estoy sintiendo bien de cuerpo y alma”. La canción se titula —elocuentemente— Ausencia, la que “vuelve a traer el recuerdo de cada día”. Hacia afuera, el pop, por dentro, la enfermedad, y en el intersticio, nosotrxs, oyentes de otro tiempo, intentando una comprensión del tiempo que, como diría Ricoeur, sólo es posible a través de la operación poética, de la metáfora.
Cada uno de los once temas que conforman el disco se basa en la emisión de una voz lejana pero clarísima, como un eco cuyos destellos llegan hasta el presente… como si la voz de Moura nos hablara de un más allá, mientras sigue “vibrando en el diapasón” ese lenguaje de la historia hecho de significantes musicales, sonoros. Cada letra, a pesar de que en muchos casos es explícita y escandalosa, empalma respetuosamente con la música, y en esa hermandad es que nos bañamos en el río musical.
Aflójate / Sonríe fugaz / Mi cuerpo astral tomará tu ser
Dice Federico en un torbellino de notas sintéticas, inorgánicas, salpicadas por texturas percutidas y golpes de pequeño peso. Un sonido de océano lejano y fluyente…Otra vez la fugacidad y el movimiento dialogan con melodías suaves que llenan el aire. Los sintetizadores y la singular claridad de la voz de Moura son los protagonistas generadores de esas texturas, de esas superficies de placer. Los sintetizadores están emancipados, como si tuvieran vida propia: si bien emulan sonidos de instrumentos y golpes de percusión, son sobre todo una celebración declarada de la síntesis artificial de cada sonido. Las texturas son así vibrantes, suaves y estriadas, pero sobre todo electrónicas.
Por un lado, Moura canta:
Viajo todo el tiempo / Por cualquier lugar / Soy dueño de hacer lo que pueda complacerme / I’m a lucky man
Mientras que, por otro, un estigma recubre todo el álbum: esa omnipotencia lucha con lo desgarrador de un diagnóstico terminal. Río de Janeiro ya no es el sitio de la felicidad sino el de la despedida. La vitalidad carioca sobrevive a través del potente sonido que proyectan esos pulmones enfermos. Lo ambiguo del erotismo tiene entonces como protagonista a la música: por un lado el dolor, por el otro, la satisfacción:
Música un continente vasto / Para mi imaginación / Vago dolor / Que impregna cada espacio / Dándome satisfacción / Veloz…
La sensación ambigua entre lo suave y lo vibrante se refleja también en el arte de tapa de este disco, la figura resaltada de esos glúteos que son como un médano arenoso en constante variación, donde los colores saturados vibran y contrastan evocando el mismo movimiento que evoca la música. Los sonidos, sujetos a un principio de variabilidad constante, no permanecen más allá de las reverberancias, todo se proyecta en un cambio y una fluidez infinitas que nos llevan de viaje por las superficies y texturas en los cambios de patrones sonoros, las modulaciones y los ritmos.
Incierta pasión nace en mi alma / Presintiendo un oyente ideal
Esa voz que da forma al pasado parece ya proyectarse para seguir resonando en la perpetuidad: no soy la oyente ideal pero acá estoy, bañada por el río musical que esta sonoridad trae cada vez. La nostalgia tiene que ver, así, con la sensación de falta, de una incompletud constitutiva propia de la experiencia del ser en el tiempo, pero que encuentra consuelo en un trozo —estético— de la historia.
La canción que da nombre al disco presenta el equilibrio perfecto entre la seriedad de lo solemne y la no finalidad del juego. La sonoridad latina de la marimba y su carácter más profundo y orgánico establecen una base sonora que se conjuga con chasquidos de manos, golpeteos de lenguas y gritos agudos y perfectamente timeados al mejor estilo Michael Jackson. Pero la afirmación juguetona de esta canción es inmediatamente confrontada por el deseo que caracteriza “Transeúnte sin identidad”, que condensa la fantasía del viaje como proceso que posibilita una transmutación, la búsqueda queer de des-identificación:
Sobre un barco no tengo identidad / Inmediata pasión
El viaje reúne así la fantasía de ser otrx, transmutando desde el anonimato, por medio del no-lugar que habilita la movilidad del viaje. Otra vez la fluidez ochentosa, la revuelta frente al estancamiento. El afecto nostálgico que experimento en mi encuentro con este disco se configura como un vaso comunicante entre mi historia y esa otra historia que jamás viví, como si la sensorialidad experimentada generara un nuevo reconocimiento sobre aquella historia teñida de la mística de lo ya ausente y, de alguna manera, me permitiera procesarla, reconocerla y encontrar mi lugar en ella.
Pareciera, al fin y al cabo, que el único consuelo que nos queda a lxs retromaníacxs es la experiencia inmanente, el encuentro abierto y sensible ante el objeto estético que nos llama desde otra temporalidad. La nostalgia es, entonces, un gesto del deseo que pretende restituir un pasado que ya se sabe perdido, una manera de asir el tiempo a través de la experiencia poética.
Codirectora