“Nunca más voy a estar sola. No de verdad. Sentí terror y alegría”. Así se cierra el primer párrafo de la novela de Jazmina Barrera, Línea nigra, un diario sin fechas cuya temporalidad la marca un cuerpo: las fases del embarazo, el parto y la etapa de lactancia de los primeros meses de su bebé. En esos dos sentimientos oximorónicos, terror y alegría, se cifra una sensación estimulante y parcial, de soledad y acompañamiento, que recorre el texto permanentemente. El relato personal y autorreflexivo parte del cuerpo y de su transformación, donde la experiencia de extrañamiento le permite conectar lo individual con lo colectivo, lo universal con lo particular. Cuerpo y relato establecen un vínculo con otras formas de la autorrepresentación, que recorren la historia de las mujeres y su relación con la maternidad, tanto de las que la eligen como de las que no.
A través de su relato, la novela de Barrera denuncia una deuda originaria de la literatura respecto de la maternidad. En su propio camino de gestar, la incomodidad de la transformación del propio cuerpo busca respuestas en una literatura que está escondida. De los temas universales, de los que la literatura se nutre (la muerte, el amor, la enfermedad, etc.) faltaba uno: dar vida. “Me cuesta lidiar con la idea de que media humanidad ha pasado por esto. Es lo más común del mundo y me parece tan distinto, incómodo y desconcertante”. El desconocimiento del propio cuerpo da pie a una investigación por los saberes, los sentimientos, los estar en situación de otras. A través del diario, la búsqueda por este canon escondido articula la novela, ampliando el espectro de la representación, alejándose solamente de la literatura, y buscando apoyo en visualidades. Por eso, la narradora se pliega y se apoya sobre pinturas, esculturas, escenas de películas, cómics, que hablen de la maternidad, de gestar. Frente a la incomodidad y el desconcierto, la búsqueda de una misma puede ser a través de las otras, que son muchas: Diane Arbus, Louise Bourgeois, Paula Modersohn Becker, Frida Kahlo, Tina Modotti, etc. En autorretratarse, o retratar a otras (que en este caso podrían funcionar como equiparables), hay una vuelta al cuerpo por parte de estas mujeres donde se cifra la autoridad de sus voces.
¿Qué potencia diferencial existe en el autorretrato en oposición de otras formas de retratar? O mejor dicho, ¿qué puede un autorretrato? La valentía de autorretratarse es, en este caso, respuesta a esa deuda originaria del arte para con la representación de dar vida. El autorretrato femenino surge como respuesta a la no representación, al hurto de la representación, o a la mala representación. En ese sentido, Jazmina Barrera se ocupa de construir un recorrido del retrato mientras arma el propio, apoyándose no sobre la certeza, sino sobre la incongruencia con una misma.
Su propio retrato empieza por los retratos de alguien más: su propia madre, pintora, cuyos cuadros escriben la historia que su hija retoma, a propósito de su propio embarazo. Sin embargo, durante la gestación de la protagonista, ocurre un importante terremoto en México, que deja sepultada bajo los escombros una gran cantidad de pinturas de su madre. La metáfora recuerda los postulados de Adrienne Rich: no hay geografía más cercana que el cuerpo. El caos es doblemente identitario: sobre el mismo cuerpo, que sufre una transformación, pero también sobre el territorio, que funciona a su vez en su interpretación originaria, histórica: mis raíces. Por eso, en su recorrido por palabras e imágenes de otras mujeres, la novela retoma una frase de Meghan O’Rourke: “la madre está más allá de cualquier noción de comienzo. Eso es lo que la hace una madre: no puedes comenzar la historia”. En la acción de intentar rescatar los cuadros (o lo que queda de ellos) se cifra la acción de rescatar la identidad histórica de las mujeres-madres.
En ese sentido, es representativo que el primer cuadro que se rescata de los escombros es uno que retrata las manos de la abuela de la protagonista (la madre de la madre). La figura de la abuela representada resurge de la tierra como lo ancestral, como aquella que carga con la memoria, naturalmente: “un cuadrado pequeño que enmarca a escala natural sus manos huesudas, largas, arrugadas y fuertes, pintadas en blanco y negro, una sobre otra”. La simpleza del retrato de las manos de la abuela trae calma en la supervivencia del linaje, acompañamiento, la certeza de saber que las mujeres hacen esto hace siglos.
Recogiendo esos restos se encuentra la narradora de la novela, que bucea entre representaciones de mujeres. Como decíamos, las visualidades que le interesan giran entre dos géneros: el autorretrato, por sobre todas las cosas, y el retrato de mujeres por otras mujeres. Una misma como musa o la musa de mis amigas, mis confidentes, otras madres. La maternidad no puede no ser concebida como un relato coral, como una pluralidad de voces que escriben o se autorretratan para entender ese proceso. En ese sentido, es especialmente interesante que la narradora se obsesione con la figura de Luz Jiménez, una mujer indígena nahua que ejerció como modelo de muchos artistas mexicanos para sus obras, sobre todo de Diego Rivera, José Clemente Orozco y Jean Charlot. El caso de Luz es paradigmático, ya que su trabajo como modelo y musa no se limitó solamente a eso, la pose, sino que fue una puerta de entrada a una batalla cultural mexicana (defendiendo el pasado indígena en representación a través del arte), además de convertirse en una importante lingüista y traductora del náhuatl.
Sin embargo, a la protagonista no le obsesionan los famosos retratos masculinos de Luz, sino que se detiene en unas fotos que Tina Modotti le tomó a Luz y a su hija Conchita. Lo curioso de esta fotografía es que no se detiene en los rostros, sino que parece ser más una abstracción: la acción de amamantar. El encuadre no permite reconocer nada, más que algunos rasgos del ropaje que nos permiten ver que se trata de una mujer indígena. Nada más allá que eso: misma pose que cualquier bebé, mismos ojos entrecerrados o entreabiertos. Ningún rasgo de la fotografía nos permite identificar a Luz, si de ella se trata, solamente si nos es mencionada o marcada como tal. A modo de punctum -lo que Barthes entendió como el pinchazo de la fotografía, esa marca del azar que afecta nuestras emociones subjetivamente cuando observamos la imagen- en la fotografía nada hay que identifique a Luz del resto de millones de mujeres que diariamente realizan esta acción. Podría proponer una pregunta: ¿por qué obsesiona esta fotografía? ¿Qué hay de incómodo en ella? Después de tanta agua por debajo del puente, ¿las acciones de parir y amamantar siguen luchando con la idea de lo antinatural?
Por otro lado, existe la mención de unas imágenes de la novela contrastables a las imágenes mencionadas, al recorrido por las visualidades entre mujeres. Siguiendo unos rumores acerca del médico que atendió su parto, la narradora encuentra al obstetra en Twitter. Al colocar la fecha del parto de su hijo, encuentra fotos de su propio parto, tomadas sin su consentimiento, con los hashtags “#partorespetado #PartoHumanizado #loveandcompassion”. Naturalmente, se enfurece, y escribe: “Casi me explota la cabeza de coraje”. Coraje, en el español mexicanizado, cumple dos significados: enojo y rabia intensa, pero también valentía, como en el resto de Latinoamérica.
En el recorrido textual que hace la novela, donde la noción del autorretrato cumple un rol fundamental, la foto extraña y hurtada por la modernidad genera un shock automático. El enojo esperado se transforma, lingüísticamente, también en valentía. Por lo tanto, en ese doble significado, se cifra la verdadera acción valiente que la novela está intentando describir: el autorretrato femenino, en reacción tanto a la falta como al hurto de la representación, o directamente a la mala representación.
Convirtiendo el tabú en tótem, Jazmina Barrera desea, al final de su novela, generar un canon sobre la maternidad, sin darse cuenta (o completamente consciente) de que ella misma generó un canon, por lo menos el propio, el personal, al mismo tiempo que se generó el universal, del que ella misma participa como autora. Sin embargo, creo que la hipótesis de la novela también dialoga con la posibilidad de insertarse en la discusión actual sobre la autoficción. Haciendo oídos sordos a los detractores de la denominada “literatura del yo”, la novela nos pregunta en qué instancias el autorretrato es, quizás, no, necesario, mejor: inevitable. No solo cuándo es inevitable autorretratarse, sino también que si el autorretrato se inscribe en una pluralidad de voces, ¿sigue siendo un autorretrato?
Al final del libro, Jazmina le pide a su madre que le saque una foto con su bebé. “Tengo el camisón abierto, una trenza sobre el hombro derecho, y parece que tengo los ojos cerrados pero es porque estoy viendo a Silvestre. Él está sobre un cojín, con una piyama blanca, y agarra con la mano la tela del camisón. No se alcanza a ver en la foto, pero yo sé que él sí tiene los ojos cerrados”. Dialogando directamente con la foto de Tina Modotti a Luz Jiménez, se inscribe a ella misma dentro del cánon de retratos de lo olvidado y natural, de los secretos de la maternidad.
Colaboradora