COLORÍN COLORADO, ESTA HISTORIA NO SE HA CONTADO

Los cuentos de los hermanos Grimm son el palimpsesto que contiene las una y mil versiones de sus relatos. Vimos transposiciones de Cenicienta, Hansel y Gretel o Rapunzel en películas animadas de Disney o en series como Once Upon a Time. Over the Garden Wall (Patrick McHale, 2014) se acerca muy respetuosamente a estos relatos y les rinde homenaje, pero en ese mismo acto también los discute: genera una tensión constante entre lo que ya sabemos y entre aquello que tenemos que descubrir, lo que está más allá del muro.

 

En Over the Garden Wall hay algo que ya vimos. O que ya escuchamos. O que hace varias generaciones venimos viendo y escuchando. Bosques encantados, niñxs perdidxs, madrastras malvadas… la serie de Patrick McHale nos lleva directamente a nuestra infancia. Nos retrotrae al momento tan ansiado en que algunx familiar agarraba ese libro gigante de cuentos clásicos y nos leía las miles de versiones de Hansel y Gretel, Caperucita y el lobo o Cenicienta. Cuentos que conocemos de memoria incluso desde antes de aprender a leer. Casi todas estas historias tienen su origen en las compilaciones de los hermanos Grimm. De su puño y letra registraron un número enorme de relatos orales alemanes, que también fueron narrados y escuchados de generación en generación. Y que funcionaron (y lo siguen haciendo) como base de la cultura occidental.

El primer capítulo de Over the Garden Wall se abre como uno de estos cuentos. Ya por la estética del intertítulo que anuncia el nombre del episodio sentimos esa reminiscencia. La tipografía gótica es la que nos acostumbramos a ver en representaciones modernas de los relatos tradicionales. Nuestra impresión inmediata es que esa apertura parece el comienzo de la Cenicienta de Disney, que intenta captar en su presentación el estilo de un gran libro medieval para niñxs.

Esta conexión se refuerza con la rápida aparición de una voz en off masculina que inaugura la serie diciendo 

“En un lugar perdido en los anales de la historia hay un sitio que pocos han visto, un lugar misterioso, lo desconocido, donde viejas historias han sido reveladas a aquellos que andan por el bosque”.

La sensación de estar ante un relato de la infancia aumenta con la mención a ese pasado desconocido e indefinido, a ese tiempo muy muy lejano, en el que parece enmarcarse la acción. Y, para coronar esa frase inaugural, la voz menciona el elemento paradigmático en el que transcurre la historia infantil: el bosque. 

Pero, segundos después, la escena nos descoloca. Los dos personajes que aparecen están, efectivamente, en el bosque; aunque nada de su contexto se nos explica. No sabemos de dónde vienen ni hacia dónde se dirigen, tampoco conocemos su vínculo, aunque todo indica que son hermanos. No podemos comprender qué significado tienen sus atuendos que rozan lo surrealista (sin ir más lejos, uno de los niños lleva una tetera en la cabeza). El narrador desaparece y ya no vemos una semejanza con ningún relato tradicional porque aquellas historias sí tenían una voluntad de ubicarnos no solo en la intencionalidad de los personajes sino también en su rol ético en la historia. Ya no nos encontramos con una Cenicienta buena, huérfana y víctima ni con una madrastra mala, envidiosa y egoísta. Las explicaciones sobre el tiempo de la historia también se pierden porque, aunque el relator del inicio sugiere un pasado remoto como marco, no ofrece ninguna aclaración sobre el pasado inmediato de los personajes. La serie comienza in medias res y eso imposibilita que los hechos se ordenen en un diagrama similar al del cuento tradicional. Aunque desde la primera escena se nos ofrecen constantemente elementos que nos remiten a aquellas historias (uno de los niños hasta propone tirar caramelos para registrar de su camino tal como lo hacían Hansel y Gretel con sus migas de pan), aquí se introducen gestos que implican un distanciamiento de esas narrativas.

Este vaivén entre las reglas del cuento tradicional y su desacato se puede ver en el capítulo “El repicar de la campana”, que comienza con los hermanos nuevamente caminando hacia un destino que parece estar cada vez más lejos. Repentinamente, se cruzan con un personaje estereotípico dentro del bosque: el leñador. El hombre busca advertirles sobre un posible terror, pero si Caperucita y el lobo nos enseñó algo, es que no debemos confiar en extraños. Wirt, el hermano más grande, es plenamente consciente de esto y corre junto a Greg, su hermano pequeño. La enseñanza fue comprendida y puesta en práctica. Luego de su rápida escapatoria, la imagen de una casa abandonada en medio del bosque aparece sorpresivamente, y por supuesto los hermanos no dudan en ir a ocuparla. Hasta aquí no hay novedades: leímos suficientes cuentos como para saber que nada bueno puede salir de una casa abandonada. O hay fantasmas o hay una bruja malvada.

Los niños entran y allí conocen a una joven llamada Lorna. Inocente, frágil y buena, les cuenta a los hermanos que la Tía Susurros la tiene encerrada, obligándola a limpiar la casa (¡bingo!, tenemos una bruja malvada). En oposición al pequeño tamaño y fragilidad de la chica, la tía llega y su aspecto brujeril, inmenso y con una voz grave asusta a Greg y a Wirt (y un poco a nosotras también). No solo eso, sino que también lleva consigo una campana mágica que le permite controlar a la joven. Pero esta historia ya la vimos: Cenicienta era explotada por su madrastra, Rapunzel fue encerrada en una torre por una malvada bruja y la bella durmiente yace por años dentro del castillo hasta que el príncipe la besa y la rescata. Y ese es el rol que asume Wirt cuando pretende que se escapen juntxs. Mientras todo parece ir en esta dirección, hay un giro inesperado: Lorna y los hermanos son descubiertxs por la malvada bruja y, en su desesperación, se esconden en una habitación oscura. La pantalla negra nos adelanta el terror. Fuimos engañadxs por la apariencia de la pequeña y frágil joven. Todo lo que creíamos saber después de haber leído miles de veces esos cuentos, y de conocer de memoria la representación de estos estereotipos, queda inhabilitado. Cruzando el muro las lógicas se tensionan y se revierten. Lorna se convierte en una suerte de espíritu malvado, de aspecto mucho más terrorífico que su tía. La casa ya no es el refugio donde la doncella se protege de peligros externos, porque ella misma es el peligro. La bruja ya no la encierra por maldad o porque su belleza sea amenazante, ahora lo hace para cuidar a lxs extranjerxs. Wirt no lucha contra viento y marea para liberar a la princesa, sino que se escapa de ella. Si inicialmente los niños entraron a la casa buscando un refugio, en este momento salen huyendo desesperados. Ahora el peligro está en el interior del hogar y, frente a esa criatura que aparentaba ser una pobre víctima, lo único que los puede cobijar es la oscuridad de lo desconocido.

El personaje de Greg tal vez sea el que concentra más explícitamente esta ruptura. Wirt, su hermano mayor, desea reinsertarse en la sociedad conocida y su entrada a la adolescencia conlleva una actitud normativa y lógica. De hecho, este personaje es acusado de obedecer a lo que los demás le ordenan y exigen. Greg, en cambio, recibe todas las situaciones absurdas que se presentan en su camino y sus reacciones rompen constantemente con cualquier reglamento civilizatorio. La mayoría de sus respuestas escapan a la racionalidad que esperamos del niño que protagoniza una historia de aparente aprendizaje. 

Un episodio que representa a la perfección esta actitud es el titulado “Cantos en Ranalandia”. En este capítulo, los protagonistas se encuentran en un barco en el que una comunidad de ranas, vestidas con atuendos de estilo victoriano, conversa y baila al son de una orquesta festiva. Naturalmente, la serie no nos ofrece ninguna explicación acerca de cómo llegaron los personajes hasta ahí y estos no se muestran sorprendidos por el comportamiento de las criaturas que los rodean. Ante esa situación, Greg parece entregarse por completo al sinsentido y se pregunta por qué su rana (un compañero animal que acompaña a los hermanos desde el inicio del recorrido y cuyo nombre el niño  decide modificar repetidas veces a lo largo del camino) no está vestida. Este gesto, el de contagiarse del absurdo haciendo esa pregunta, en lugar de cuestionar por qué las otras ranas llevan trajes aparentemente salidos del siglo XIX, es el que marca el quiebre que Over the Garden Wall propone respecto de los cuentos infantiles clásicos. Podríamos pensar que en esta historia se recupera el componente maravilloso que define a historias como las de los Grimm, con esta inclusión de animales y criaturas sobrenaturales que se personifican. Sin embargo, este homenaje a su vez presenta un desvío: aquí, la personificación no tiene una función moral. No sigue el esquema de la fábula, en la que el animal representa las virtudes y los defectos humanos sobre los que lxs niñxs deben aprender, sino que la aparición de estas figuras solamente entra en el relato en favor de la diversión que produce lo irracional.

En la apertura de la serie se hace mención a un elemento que es la clave para entender la obra: lo desconocido. Ese es el universo al que entran Wirt y Greg, pero también es el espacio al que nosotrxs nos sumergimos como espectadorxs. No podemos empatizar con la búsqueda de los personajes. La narración no lineal nos descoloca, ramifica los caminos y nos dice que todo es posible más allá del muro. No nos deja descifrar lo que vendrá, no sabemos por qué Greg y Wirt están perdidos, no hay una justificación lógica a lxs esqueletos/calabazas festejando, o a las ranas que se visten de gala y luego duermen en el barro. Over the Garden Wall está lejos de replicar el espíritu que subyace a las historias tradicionales moralistas, cuyo carácter de entretenimiento está a merced de una enseñanza o moraleja final, de la reproducción de valores últimos que la niñez debe incorporar. Sus capítulos son episodios de ruptura, donde el absurdo mueve a los personajes y los conflictos son inesperados, en el sentido de que escapan a un tipo de problema clásico. Mediante la inserción de lo desconocido la serie (nos) da lugar al ocio, a lo improductivo, al juego libre representado minuciosamente en el personaje de Greg. Podríamos decir que Over the Garden Wall finalmente sí nos deja una enseñanza… si el sueño no es real, ¿entonces por qué no jugar?.

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