Algo más grande que nosotros mismos

Gente en Buenos Aires tuvo su primer estreno en 1974, pero el pasado lunes 29 de mayo se reestrenó en la ciudad que lleva su nombre, proyectándose en el cine Gaumont. Como una buena parte de nuestro cine, estaba “perdida”, es decir, estaba en YouTube; en la mejor calidad posible, que es, casi siempre, bastante mala, obtenida muchas veces de algún ripeo de la televisión. En este caso, la copia de 35mm que se nos ofreció en la sala Leonardo Favio está “virada al rojo”, o al magenta, un signo de degradación del material fílmico. De las tres capas de color que tiene una película de acetato de celulosa, prevalece con los años la que es de color magenta. El resto de los colores se pierden y la película carga durante su hora y media con una gama de tonos rosado, rojo y hasta por momentos fucsia. Este proceso sobre la cinta es irreversible a su condición original. 

Esa falla en absoluto imperceptible habla de la historia de nuestro cine nacional, o mejor dicho, de nuestro presente en relación con esa historia. Como una huella, la película de Eva Landeck lleva consigo impresas las marcas de un deterioro producto de la desidia. Nuestra cinemateca nacional, “contemplada” desde 1957, “reafirmada” en 1965, “renombrada” en 1968 y “actualizada” en 2001, abusa de las palabras para autoafirmarse en el espacio de lo burocrático, mientras que su sentido material permanece ausente: no cuenta aún con un espacio físico, un edificio, un hogar que contenga, preserve y conserve las multitudes de fílmico, cintas, latas, esa presencia tangible que también son las películas, aunque lo olvidemos. Sin eso, las palabras quedan en el aire.

Pero la huella de nuestra historia trunca se evidencia en ese magenta aleccionador, que nos recuerda lo que perdimos pero también lo que persistió. Durante la proyección, las autoridades institucionales que presentaron la película agradecieron la posibilidad de que la película sea proyectada. Paula Félix Didier, directora del Museo del Cine, fue la única que apostó por el pesimismo ineludible de la situación: “Llegamos un poco tarde. Aunque el deseo es que no se pierda nada más, estamos perdiendo. Todos los días estamos perdiendo. Por eso necesitamos de ustedes, que son el público de cine, para que el Estado siga adelante con las políticas públicas, y las reforcemos”. A raíz del pedido de Paula, pienso sobre el lugar del espectador. ¿En qué medida nosotros, público de cine, podemos, a través del aparentemente humilde gesto del visionado de películas, contribuir a la preservación del cine nacional? Si Rancière tenía un punto, y la emancipación del espectador comienza cuando se cuestiona la oposición entre mirar y actuar, y el espectador se emancipa al componer un poema con los elementos del poema que tiene adelante, compongamos nuestro propio poema de Gente en Buenos Aires, a ver si nos acercamos, aunque sea burocráticamente, al acto de salvarla.

Pablo (Luis Brandoni) se nos presenta como un protagonista que es prisionero de su propia vida: en blanco y negro, sueña que su trabajo (vendedor de hebillas para cinturón) es la respuesta a su otro deber (un examen la Facultad de Ingeniería). Por manifestarse con sus compañeros por el derecho a “VIVIR HOY”, unos matones lo asesinan. Al despertar y pasar al color, la vida por la que se manifestaba en el sueño es una tan precarizada que no le permite siquiera darse un baño. La escena por fragmentos aletarga su tórrida vida: intercalando entre tomas a la flor de la ducha, que le regala unas míseras gotas que no alcanzan a construir ningún curso de agua, se ofrece casi desde abajo, con hartazgo, a esa poca agua que le regalan desde el más allá, con el que alcanza a lavarse solamente la cara. Prisionero de sus obligaciones, calcula cuántas horas de esas 24 que dura el día le quedan para vivir. Consulta su reloj mientras espera a cruzar alguna calle del centro de Buenos Aires, mientras vehículos y personas interrumpen su relación con la cámara. Pablo sufre de la “enfermedad de la ciudad, llegar demasiado pronto a ningún lugar”, como sentencia un personaje de Apenas un delincuente (1949, Hugo Fregonese). No tan elegantemente, de él afirma “ese tipo vive apurado” un compañero de trabajo de Inés (Irene Morack), para contener a su compañera que pretende molestarlo haciéndolo esperar. Al igual que Pablo, Inés tampoco lleva una vida rimbombante: estudia, trabaja, acompaña a velorios. Vive en una pensión con otras chicas y extraña a su familia, que le manda cartas desde el interior. Nuestras dos gentes en Buenos Aires se conocen, sí, pero como nos conocemos los urbanos, de paso, de vista, en ese anonimato permisible propio de las ciudades que son de todos y de nadie. Y refuerzo el en porque esa mísera preposición del título construye la frontera: ambos están desplazados, como migrantes pero también de sí mismos, y navegan la ciudad por la fuerza.

Pablo e Inés pasarán de ser Gente en Buenos Aires a Gente de Buenos Aires cuando se conecten a través de algo más grande que ellos mismos. Pablo, aburrido, anota el teléfono de Inés que encuentra entre los papeles de la esposa de uno de sus amigos. Y más tarde, la llama, mientras de fondo suena la séptima de Beethoven, aparentemente extradiegética. La cámara lo sigue mientras la voz de Inés en el teléfono permanece en off, confundida, y pregunta quién habla. Él, a quien continuamos viendo, afirmará que el nombre no importa. Solo se nos mostrará ella en la conversación de espaldas, y en el fondo del plano su compañera de la pensión que sale y entra de la habitación esperando poder usar el único teléfono de la casa. Una privacidad a medias, opuesta a la que intenta transgredir en la llamada con ese otro desconocido, que finalmente se presenta, sin decirle el nombre, sino reduciéndose a datos: la edad, la profesión. Pero agrega, mientras lo vemos incómodo, su sentir. Arrastrando las palabras, afirma: “me siento solo, tenía ganas de hablar con alguien, y ese alguien podías ser vos”. La cámara permanece inmóvil ante un brevísimo silencio. No se moverá cuando la voz de ella, bajando el escudo, pregunte qué estudiás; tampoco se moverá con su respuesta pomposa y oficial, porque no hará que se conecten. Sólo se moverá cuando ella logre escuchar a través de las respuestas, a través del teléfono y a través de él mismo: “¿estás escuchando Beethoven?”. A partir de la pregunta, la cámara se acerca al rostro de Pablo, que sonríe por la identificación, mientras la música suena más fuerte y pasa a formar parte del universo ficcional. Un cable a tierra. 

Una vez que Pablo e Inés cortan el teléfono con la promesa de hablar al otro día, Inés se va a su cuarto de la pensión y la cámara toma sus manos casi a oscuras, en un pequeño pero importante gesto que podría pasar desapercibido. Las manos de Inés agarran la radio portátil y sintonizan con el dial. Pasan por varias estaciones hasta que encuentran la que buscan: una que está reproduciendo la séptima de Beethoven. La radio, por si lo olvidamos los más jóvenes, es un instrumento del territorio. Sintoniza frecuencias que están en determinado aire. Así, Inés y Pablo se anclan a la ciudad. A través del teléfono, pero también de la radio, ya no se sentirán desplazados, sino en casa. ¿Cómo lo hicieron? Lo que era de él ahora es de ella: se trata de algo más grande que ellos mismos. Solo así podrán disfrutar la ciudad, compartiendo un universo en común, escapando de la vida cotidiana a través de la belleza. Por eso y solo eso, cuando finalmente se vean en persona, su punto de encuentro será un museo, más específicamente el Museo Nacional de Bellas Artes, reconocible por los porteños de hoy y los de siempre. Por eso también, para introducir la escena del encuentro, primero se nos muestra el cuadro “Figura o retrato de muchacho”, de Lino Enea Spilimbergo, un muchachito en tonalidades ocre y naranjas, y la cámara se aleja hasta dejar en evidencia que Pablo, que mira el cuadro con campante curiosidad, también lleva puesto un llamativo suéter naranja, extraño para su personaje eminentemente trajeado. Mientras espera a Inés nervioso, se alejará del cuadro de sí mismo; un plano cenital lo coloca en el extremo derecho del plano y el resto de la toma lo ocupa, sí, el arte, la seguidilla de pinturas. Inés llega desde otra sala por el medio, entre las obras, y la cámara la seguirá, virando hasta que se detenga en un cuadro, que es, claramente, el del chico con el suéter naranja. Pablo está tan incómodo de observarla observando a su fantasma que parte de su cuerpo abandona completamente el plano: es desplazado. En ese único momento, él tiene la posibilidad de ser nosotros, la posibilidad de verla a ella sin ser visto, de ser espectador. También lo es desde el punto de vista del guión: él la ve sin ser visto, sabe quién es ella pero ella no sabe quién es él. En este juego de miradas, se nos regala a los espectadores el último lugar, el último punto de vista desde donde podríamos estar: la perspectiva del chico del cuadro, que observa a uno observando al otro. Se nos regala el lugar del arte. Por eso, cuando Inés reconoce a Pablo, tiene que volver a mirar el cuadro para cerciorarse que es él, para identificarlo. Es a partir de su conexión con algo más grande que ellos mismos que dejarán de estar desplazados y podrán recorrer, por fin, esa ciudad que les fue negada al deseo y les fue permitida solamente en la obligación. La ciudad, esa inmensidad que los juntaba y separaba caprichosamente, cuya masa se les interponía, que solo era capaz de ofrecerles desencuentros, podrá ser transitada de una vez. Solamente cuando descubran que son atentos lectores del otro, y compartan el ejercicio de la visión.  

Antes de la proyección, un cortometraje llamado En foco – Eva Landeck, construido a partir de fragmentos de sus películas, imágenes de archivo y entrevistas a la directora, se proyectó ante nosotros a modo de prólogo. En el corto, una Eva ya anciana comenta la historia de Este loco amor loco (1979), una película duramente castigada por la censura de la dictadura, que sufrió tijeretazos al corte final, cambios de argumento en el medio del rodaje, entre otros atropellos dignos de un gobierno militar. A su amigo Guillermo Álamo, Eva le dice que no quiere volver a verla nunca más, porque “la película tiene lastimaduras, tiene heridas”. Y el amigo le contesta que así, con las heridas y todo, hay que mostrarla. Eva no parece muy convencida con la respuesta (“sufro mucho por verla, porque yo sé lo que tenía que ser y lo que fue”). Al igual que Este loco amor loco, Gente de Buenos Aires está herida. Pero está. Quizás nosotros, con el germen de la reflexión de Guillermo Álamo, podríamos contestarle a Eva con la pregunta que tan bien supo sintetizar La máquina de hacer pájaros: “¿qué se puede hacer//salvo ver películas?”. Y refugiarnos en aquello que es más grande que nosotros mismos.

Como coda, esa canción tiene, dentro suyo, un diálogo de la película Casa de muñecas (1943, Ernesto Arancibia) entre Delia Garces y Pedro Jorge Rigato Delissetche, donde éste último le afirma cocorito “Tal vez mis palabras te hayan parecido egoístas//Pero piensa que era mi honor el que estaba en peligro”. A pesar de estar contemplándonos, reafirmándonos, renombrándonos y actualizándonos a través de palabras vacías, nuestro honor como espectadores continúa en peligro. Casa de muñecas puede verse, al igual que Gente en Buenos Aires y muchas otras del Estudio San Miguel, como no podía ser de otra manera, en YouTube. Pero les advierto: porta heridas. Pero está. Por ahora.

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Lucía Requejo

Lucía Requejo

Colaboradora