La arena movediza

Es por el medio que las cosas crecen. 

Gilles Deleuze

¿Alguien más siente últimamente que estamos entrampados? ¿que la política (en su sentido tradicional) no interpela, la (ciencia) ficción no propone imaginaciones de posteridad, no parece haber ninguna alegría colectiva después del horizonte?

Durante siglos –agudizándose en las últimas décadas– se nos hizo creer que podíamos solos, que éramos individuos separados y que nos podíamos salvar solos si seguíamos ciertos pasos. La cosmovisión moderna occidental zanjó la idea de que la cultura era una cosa y la naturaleza otra, el cuerpo era una cosa (literalmente: una res extensa) y el alma otra, entidades segmentadas e independientes. Las disciplinas científicas y no científicas fueron separadas en esferas de paredes rígidas: la política por un lado, la economía por otro; los sentimientos por un lado –idealmente escondidos bajo el velo doméstico– y el arte por allá lejos y sólo para disfrutar en el tiempo –también segmentado– del ocio. Ahora bien, llegados a este punto, la sensación es de fracaso. Tenemos enfrente un muro que dice en letras grandes “no podés pagar un alquiler; ni pienses en tener hijos porque en este mundo no vale la pena pensar en el futuro, no te comprometas con nada: no vale la pena; no hay nada de qué quejarse: sos libre de consumir (siempre y cuando trabajes duro)”. Mark Fisher definió esta época como realismo capitalista, y nos instó de manera aguda (la historia conocida cierra poética e irónicamente con su propio suicidio) a (re)politizar el ámbito de la salud mental. El malestar llega como síntoma de una ideología a la que se le ven los bordes, la cúpula de cristal que protegía al capitalismo como el único sistema social, político y económico viable –pienso acá en la icónica estructura de vidrio que cubre Springfield en la peli de Los Simpsons– se está fracturando. El esquema mental individualista y segmentado con que procesábamos el mundo está llegando a su límite y ese es el malestar de la época, la máscara grotesca hace mucho ruido mientras cae.  

Reconozco al escribir que mi lenguaje se puebla de adjetivos, adverbios y oraciones interminables mientras intento avizorar alguna punta desde la cual comenzar a deshilar esta maraña. Para colmo, ya pasó de moda criticar al capitalismo y cada vez que leemos algo al respecto nuestros ojos ruedan para atrás… es que aunque intentemos buscar otras expresiones, su modo de ser es tan pegajoso… Si quieren lo podemos reemplazar por Antropoceno, o por realismo capitalista y ya. Timothy Morton llamó “hiperobjetos” a esas entidades de escala espacial y/o temporal tan grande con referencia a la escala humana (la naturaleza, el Sistema solar, internet, por citar algunos) que al pensarlos inquietan el lenguaje: primero nos dejan mudos y luego nos impiden poner el punto final. 

En la película Nope (2022) de Jordan Peele, la aparición de una monstruosidad amorfa y desconocida hecha de nubes deja al protagonista al borde de la palabra, pudiendo únicamente pronunciar un ahogado “nop”, como si al hacerlo la amenaza pudiera retroceder y finalmente, desaparecer. El otro día leí un artículo de un escritor que había estado durante un tiempo viviendo en Groenlandia en el 2016, un año crítico en lo que respecta al derretimiento de los polos; él relataba su propia experiencia en el hielo comentando la dificultad, al escribir, de que el lenguaje se adhiriera a lo que él observaba; la evidencia tan manifiesta y palpable de la catástrofe hacía de la búsqueda de palabras una odisea esquiva. Según Sianne Ngai, una crítica literaria que este autor retoma en su artículo, ante la vivencia de ciertas experiencias viscerales como lo espantoso (como podríamos pensar aquellas ligadas a las manifestaciones cada vez más frecuentes del cambio climático) el lenguaje se engrosa (thickens), se densifica y hasta se vuelve pegajoso (yo diría, por preferencia fanática, que se barroquiza): después de la pausa forzada como intento comprensivo de la experiencia llega un desborde verbal y una proliferación de pensamientos en-red-ados, así como la sensación de que “todo está conectado con todo” y de que no sabemos ni por dónde empezar a pensar la complejidad de los problemas. Es que ser testigos de un fenómeno abismal capaz de cambiar el futuro para siempre deja en evidencia que nada es tan lineal ni unicausal como pretendemos pensar a veces. 

Hace poco volví a ver ese tweet reposteadísimo que dice “De niño pensaba que la arena movediza iba a ser un problema mucho más relevante en mi vida”. Si lo pensamos dos veces, hay en realidad una potencia metafórica en la idea de la arena movediza. Pensémosla como un hiperobjeto: en ese caso yo diría que la arena movediza es un problema muchísimo más frecuente de lo que pensamos, quizás demasiado. Cada tanto tengo esa sensación, la de que nos hundimos impotentemente mientras todo alrededor se mueve vertiginosamente y el sustrato sobre el que crecimos se hunde y nos succiona. Ningún dibujito noventoso se atrevió a tanto.

Pero, ¿qué onda estas “nuevas” materialidades (nubes, arena, hielo, vegetación, hongos) amenazantes que comienzan a poblar los imaginarios de un presente histórico que se percibe como el último de los presentes, como la tríada de puntos suspensivos que nos coloca apenas al borde del futuro? 

Parece haber, además de confusión, una serie de búsquedas estéticas por parte de la ciencia ficción que intenta darle forma a la crisis socio-ambiental que estamos experimentando. Podríamos decir que estas búsquedas apuntan a un desborde de materia: un hecho tan impensable, tan amenazante para nuestras psiquis ya fragilizadas, que aún no lo podemos procesar en un lenguaje claro ni encontramos la actividad de nuestros sentidos propensa a esa experiencia. ¿Cuál es el modo de ser de la crisis, cuál es la estética de la catástrofe? ¿Cómo se ve, cómo se huele, cómo se siente? ¿Qué le pasa al lenguaje cuando se enfrenta a estos fenómenos, a los hiperobjetos? En principio, como decía Macfarlane (el escritor que cité antes) aparece el tropiezo, la tartamudez del lenguaje, que luego da paso a su engrosamiento. Como la otra cara del lenguaje, el exceso de materia puebla las ficciones actuales: hongos y vegetación sobre las ruinas de la civilización, basurales, restos tecnológicos de una ciencia que fracasa en su proyección de un futuro más igualitario, zombies, extraterrestres y robots reemplazan a humanos en los aspectos que creíamos irreductibles a la humanidad. Incluso las noticias están repletas hoy de extraterrestres, como si la amenaza no estuviese en nosotros mismos

En 1982 John Carpenter despertó de manera premonitoria el miedo hacia aquello oculto bajo el hielo polar: como el permafrost de hoy, La Cosa estaba ahí, proveniente de otro planeta, desde hacía mucho tiempo, como amenaza que acecha esperando el mejor momento. La Cosa está ahí y en todos lados, puede ir mutando, va tragando todo a su paso para hacer crecer al monstruo. Si algo de este mecanismo nos recuerda al realismo capitalista no es casualidad.

Diferente del abismo de la naturaleza manifestada en la experiencia de lo sublime de los paisajes románticos, o del pintoresquismo de una naturaleza conciliada con la humanidad, las formas actuales del abismo adquieren otro carácter. En el caso de Nope es la nube hiperobjetual que, al igual que La Cosa, puede engullir cualquier cosa a su paso. El antídoto para esta amenaza es evitar el contacto visual directo, de esta manera, fingir demencia y seguir…

Ahora bien, si la lógica de este Antropoceno, realismo capitalista, capitalismo 4.0 –como más nos guste denominarlo– es la del pegote, la viscosidad, quizás necesitemos también un pensamiento pegajoso. Hago una conexión que puede parecer arbitraria (aunque como habrán notado a esta altura soy pro-pensamiento rizomático): Milei habla de economía como si 2+2 fuese igual a 4, como si cualquier situación pudiera reducirse a una ecuación simple, ni siquiera a una ecuación sino a un simple cálculo aritmético. No. Frente a los discursos simplistas que pretenden explicar la vida como una ciencia exacta, como un conjunto de sintagmas que fluye, necesitamos más que nunca el pensamiento de red para atender a la complejidad de los problemas. Creo que ahí puede haber una trinchera.

La sospecha sistemática que caracterizaba al pensamiento moderno (que explicaba el inconsciente como la cara oculta de la conciencia, la plusvalía como la cara oculta del capitalismo), un pensamiento binario y positivista en el cual las ecuaciones se resolvían al despejar las X y encontrar equivalencias, se desgrana hoy frente a la aparición de problemas complejos y enredados, que demandan para su inteligibilidad un pensamiento igual de complejo, igual de enredado, una tolerancia a las contradicciones (sé que esto es mucho pedir, soy de aries y no me caracteriza la tolerancia), perder el miedo a los callejones sin salida, barajar y dar de nuevo, tomar lo que nos sirva de este sistema, como el Antropófago de Oswald de Andrade, y volver a diseñar las ideas que sí necesitamos.

Este rapto de optimismo insospechado va a cuenta de un podcast de El gato & la caja que escuché recientemente y de mis charlas con Mili. De ahí extraje una conclusión fundamental, al menos para mí en este momento histórico tan oportuno que estamos atravesando: necesitamos rediseñar un nuevo humanismo (para estar a tono lo podemos llamar, por ahora, posthumanismo o transhumanismo), uno que se componga múltiples materiales, una alianza de naturaleza, tecnología y humanidad ensambladas para el futuro que queremos diseñar. Por el lenguaje no nos preocupemos todavía: en su agencia irá mutando hasta encontrar algunas formas estables y nuevos consensos sobre los que eventualmente nos pondremos de acuerdo.

Generemos encuentros de trinchera, que desenmascaren –aunque sea incómodo y pegajoso– las ideologías vigentes y que nos permitan diseñar nuevas, más alegres, menos individualistas. Como dice Alessandro Baricco, estamos atravesando una mutación tecnológica que en su origen (allá por Silicon Valley) sólo fue pensada como un mecanismo para reducir la distancia entre los usuarios y las soluciones a sus necesidades. Esta génesis careció, entonces, de una filosofía, de un diseño social, distributivo y democrático, ya que sólo se concentró en el diseño de la herramienta: esa omisión está a nuestro favor, empapémonos de la viscosidad de esa canción (metáfora para estar a tono con el clima político de estos días) que aún no fue compuesta.

Empecemos por algún lado:

Lo interesante nunca es la manera como alguien empieza o termina. Lo interesante es el medio, aquello que ocurre en el medio. No es casual que la velocidad más grande esté en el medio. La gente sueña a menudo con empezar o volver a empezar de cero; y además tienen miedo del punto de llegada, de su punto de caída. Piensan en términos de futuro o de pasado, pero el pasado e incluso el futuro es la historia. Lo importante, por el contrario, es el devenir: devenir-revolucionario, y no el futuro o el pasado de la revolución.

(Gilles Deleuze, Un manifiesto menos)

No pensemos que ya llegamos demasiado tarde a la proyección, todavía hay mucho por pensar y hacer, así sea que comencemos tartamudeando un “nop”.

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