Una modesta utopía

La larga y negra noche del fin de la historia debe considerarse una oportunidad inmejorable. (…) El evento más sutil es capaz de abrir un enorme agujero en el telón gris y reaccionario que ha cubierto los horizontes de posibilidad bajo el realismo capitalista.

Mark Fisher

Podríamos decir que la pertenencia es aquello que experimentamos cuando conocemos un lugar y sentimos que somos parte de él. Así como los objetos perdidos pueden tener alguna etiqueta que indique “en caso de extravío, por favor devolver a X”, la pertenencia connota una idea del retorno. Cuando fuimos a ver Puan (nosotras, Julia y Ofelia), la película de Benjamin Naishat y María Alché, pensamos en cuánto (y sobre todo qué y cómo) podía decirse de la casa de estudios en la que cursamos durante tantos años y de la que hasta ahora, por distintos motivos, nunca nos fuimos. A su vez, nos entusiasmaba la referencia cercana: ¿qué podía decirles a otras personas una película que habla de nosotrxs, lxs bien delimitadxs “puanners”? Descubrimos que la iconicidad de nuestra facultad –los pasillos empapelados, el pino, la escalera– tenía mucho para decir y que ahí estaba el punto, que esa pertenencia tal vez podía contagiarse. Lejos de una cholulez frívola, algo conmovedor sucede al ver a gente conocida actuando y sentir que los galardones son cercanos. Que Argentina (y su cine) puede ser más que cinismo despolitizado frente al mundo. Y que, si hay una lección que nos dejó el mundial, es que si no podemos creer en todo, al menos podemos volvernos a ilusionar. 

Existe una cierta tendencia del cine argentino contemporáneo for export (todos sabemos que los grandes festivales quieren que los latinoamericanos hagan lo que se espera de ellos) que hace continuamente una explotación de la figura del misántropo (sí, ese personaje que encarna Darín sin importar qué peli se te venga a la cabeza, o muchos de los que protagonizan las películas de Cohn y Duprat). Hablamos de un personaje frustrado y solitario que tiene su desarrollo narrativo en los márgenes de la sociedad a la que tiene que ajusticiar por mano propia o, de algún modo, salvarse solo. Una especie de antihéroe (casi siempre masculino) que en el camino se transforma en un héroe de las luchas cotidianas frente a, por ejemplo, el sistema burocrático. Entre películas con mejor o peor resultado, se encuentra una constante: el cinismo. Un cinismo que se ubica como la base misma del pretendido sentido común de la sociedad. Un personaje porteño y cansado que “habla por todos los cansados”, que no encuentra (o no busca) una salida política común porque eso directamente no aparece como posibilidad. 

El cinismo hace del hombre un sujeto impotente: lo torna intransigente, triste e incapaz de ser afectado en su encuentro con otros. Si pensamos lo político como un campo de juego, el cínico es el que no juega porque ya da el juego por perdido de antemano. La falta de involucramiento narrativo de estos personajes muchas veces lleva a una despolitización de las imágenes, que sólo nos afectan en la medida en que producen una catarsis liberadora e inmediata: la purga vengativa que sentimos cuando Bombita (en Relatos Salvajes, de Damian Szifrón, 2014) finalmente decide accionar y volar la oficina por los aires. Esta inmediatez es una especie de cura instantánea, no hay mundo posterior que se le revele al espectador, ni siquiera como proyecto a construir, como final abierto que nos deje un lugar a la imaginación, sino meramente un relato que cercena cualquier posibilidad de pensar lo político con el otro, con el de al lado, en colectivo. Estas películas, estos personajes, nos hablan de un tejido social ya totalmente fracturado, resignado. 

En la película de Naishtat y Alché, la cátedra de Filosofía Política de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA queda acéfala luego del fallecimiento repentino de Caselli, el jefe de cátedra. Todo su círculo –académico y familiar– se ve afectado por esta muerte inesperada, pero sobre todo deja a Marcelo (interpretado por un increíble Marcelo Subiotto) sin su mentor, amigo y referente principal. En medio de ese panorama, se llama a concurso para darle continuidad a la cátedra, y serán el propio Marcelo y Rafael Sujarchuk (Leonardo Sbaraglia) quienes deban disputarse el puesto. 

La película se ocupa de trazar algunas oposiciones binarias entre estos dos personajes: Marcelo se parece más al antihéroe que describíamos antes, aunque se dibuja sobre él una sensibilidad no muy frecuente en personajes masculinos que rondan los 60: es un personaje nostálgico, tímido, sensible, un poco torpe. Su pensamiento filosófico se ha desarrollado bajo el ala clásica, hegeliana, de Caselli, y de alguna manera se siente el portavoz, continuador de esa línea de pensamiento, que debe encarnar el legado de su amigo y mentor. Como contrapartida, Sujarchuk es un tipo contemporáneo, viajado; tiempo atrás estudió la carrera con Marcelo pero está recién llegado de Europa influido por las ideas de Spinoza y sus lecturas contemporáneas. Es fachero, seductor y carismático, y por si fuera poco, sale con la estrella del momento (Lali Espósito); se muestra siempre despreocupado. Su objetivo es traer cierto “aire renovado” a los contenidos de la cátedra. Todo esto, por supuesto, constituye una amenaza para Marcelo, no sólo en términos profesionales sino directamente personales. Uno es la antítesis del otro. 

La película transcurre mayormente en el desarrollo de esos caminos paralelos que van teniendo encontronazos. Marcelo parece empezar a conocerse a sí mismo a partir del duelo, se debate internamente entre el deberse a su mentor y trazar un camino propio. En ese devenir se toma todo “muy en serio”, está más atado al pasado, a darle continuidad a la tradición de pensamiento. Sujarchuk se va mostrando en las tangentes que tocan la línea narrativa de Marcelo, va apareciendo para marcar todo lo que Marcelo no es, la falta, y al mismo tiempo para marcar esas instancias que a Marcelo lo desestabilizan. Es esa inestabilidad, a veces caricaturizada, lo que conforma los momentos más cómicos de la película, alivianando lo que podría ser una sobrecarga solemne de duelo y filosofía.

En ese vaivén entre un personaje y otro, entre el duelo, el concurso, la continuidad y la ruptura, aparecen muchos otros personajes. Vemos a los estudiantes colmando las aulas, una facultad habitada, asistimos a las clases, entre ellas a la clase donde Marcelo cuenta la fábula de los puercoespines (atribuida a Schopenhauer): ante el helado frío, los puercoespines supieron que debían juntarse para compartir del calor de los cuerpos; al acercarse, se daban cuenta de que se lastimaban por sus espinas. ¿Cuál sería, entonces, la distancia ideal para garantizar la convivencia entre las individualidades y las condiciones del contexto? Con estas preguntas vamos oscilando de la filosofía política a la subjetividad de Marcelo, de lo individual a lo colectivo en el ejercicio de su profesión. Ese lugar de la docencia parece ser el único que le da sentido a su vida: en su individualidad se muestra como un personaje impotente, su hijo de 10 años es más adulto y maduro que él; es en su accionar docente donde aparece su potencia, así sea humilde: generar una pregunta, posibilitar un nuevo pensamiento. La utopía de Marcelo se construye en la universidad pública, frente al curso; fuera del aula, dándole clases particulares a domicilio a una señora rica y paqueta, su vida no tiene sentido, no tiene propósito.

El momento del concurso, que la película construye en principio como el más importante, summum de la tensión narrativa, sucede fuera de escena, indicando que lo importante en el film en realidad no estaba ahí sino que puede estar en otro lado. En una elipsis sabemos que Marcelo ha perdido el concurso frente a Sujarchuk. Sin embargo, eso ya no importa, porque este último, ahora al mando de la materia, decide darle una continuidad a todo el equipo anterior y allí Marcelo y los contenidos de Caselli tendrán un lugar preponderante.

El problema central, como decíamos, llega luego, es externo, es político, es colectivo, es más importante que los forcejeos del ego intelectual de uno y otro personaje: ante la amenaza del desfinanciamiento total de la universidad que se va materializando (las referencias nos tocan de cerca, por supuesto), se decide llevar las clases a la calle. La universidad pública empieza a convertirse en una trinchera unida en todas sus tensiones, unida en sus diferencias.

¿Cómo se construye hoy una narrativa heroica? ¿Cómo y con qué materiales se podría dar forma hoy a una utopía política? Hace rato han caído las grandes narrativas, imposible creer hoy en algún relato totalizante; hablar de identidades pasó de moda, y las utopías no están resonando demasiado sino en sus versiones distópicas y catastróficas. Las luchas que dan a ver las ficciones de las que hablábamos antes son las que se forjan contra la inoperancia burocrática (que, ojo, quizás también merecen su lugar en la ficción: celebramos, cada tanto, una catarsis festivalera de los bajos instintos), pero entendemos que no es ahí donde están las luchas que permiten pensar en el conjunto, pensar un pasito adelante en la reconstrucción de un tejido en común, de un objetivo colectivo en una trama que nos involucre. Tal vez, como Marcelo, estamos aún duelando un pasado que ya no existe, con los ojos tapados por el miedo y la amenaza de ver lo nuevo, eso que tal vez aún resulta disonante –¿tal vez las ideas de Sujarchuk?–; quizás nos asusta la posibilidad de asimilar lo nuevo, lo que surge, y usarlo para pensar un futuro, un futurito no más, un proyecto cuyo centro sea el encuentro sensible con el otro.

Es en la narrativa de la película donde ambas posiciones –lo “viejo” y lo “nuevo”– tienen su momento agónico que da lugar a algo que no estaba ahí antes, donde ambas se superan en pos de un objetivo más grande, pero modesto. Un objetivo que defiende una individualidad, ya que Marcelo también puede liberarse del peso de un legado heredado para empezar a construir el propio, pero no individualista. “Haga algo que siembre amistad” le dice la profesora boliviana sobre el final, mientras Marcelo canta el tango que siempre quiso compartir y tuvo atragantado hasta ahora. Es allí, en tender un puente con el otro, con la diferencia, donde Puan se constituye en una película profundamente política. Es allí además cuando realiza su importantísimo y discreto gesto: sacar a la universidad de su nicho para mostrarla y reconocerla como un espacio vital del pensamiento que sobrevivirá mientras cambie y resista.

Por ahora, de la casa hacia el aula, del aula hacia la universidad, de la universidad a la calle, pasito a pasito Puan genera una forma posible, una modesta utopía.

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