La palabra misterio ya no explica nada.
(El misterio no es nada y la nada no se explica por sí misma)
Ricardo Zelarayán
“Una prisa sin sentido, siempre el apuro, el apuro, ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Dónde quieren llegar? ¿A dónde van? Casi todos trabajan, sueñan, estudian, producen estimulados por el ritmo agitado de la ciudad, pero algunos quedan prisioneros de esa mala fiebre, de esa impaciencia por llegar demasiado rápido, de tenerlo todo”. La premisa de Apenas un delincuente de Hugo Fregonese (1949) es un punto de partida en Los delincuentes de Rodrigo Moreno (2023), película que representará a Argentina en la próxima edición de los Premios Óscar.
En el plan trazado por José Morán, el oficinista que protagoniza Apenas un delincuente (1949), la pena de castigo en la cárcel ya estaba incluida: seis años de encierro por robar una cantidad de plata que le costaría 166 años ahorrar. En Los delincuentes (2023), José Morán se ve representado en Morán, un empleado de un banco que decide robar 650 mil dólares y que le propone a un compañero de trabajo esconderlos mientras él cumple una pena de prisión de tres años y medio con buena conducta. Al cumplirse ese plazo, cada uno se quedará con la mitad del dinero y podrán dejar de trabajar el resto de sus vidas.
Apenas un delincuente también es el nombre que lleva uno de los libros imprescindibles para conocer la historia de las cárceles en Argentina, escrito por la historiadora Lila Caimari. La película surgió a fines de la década del cuarenta, una época en que se producían transformaciones profundas en el sistema penitenciario de la mano del gobierno peronista y del Director General de Institutos Penales, Roberto Pettinato: la justicia social también debía llegar a las cárceles. La película planteó el delito como una práctica que podía tener altos grados de racionalidad, alejándose de los discursos vinculados con la moral o la maldad, y de los discursos que desde una perspectiva lombrosiana identificaban la peligrosidad incluso en características biológicas. También acercó la infraestructura de una cárcel emblemática como La Penitenciaría (hoy Parque Las Heras de la ciudad de Buenos Aires) a los ojos de cientos de espectadores que hasta entonces sólo podían imaginarla.
Las representaciones de la cárcel como escenario de interacción que va mucho más allá del delito y el castigo, dialogan y se suman a un imaginario construido en buena medida por los medios y el cine, que nos pone delante un lugar invisible o desconocido por la mayoría de los habitantes. Morán encontrará en la cárcel de Los delincuentes que hay una estructura jerárquica y un jefe de pabellón a quien respetar y a quien paga por protección. De hecho, una decisión interesante es que el mismo actor –Germán de Silva– es quien interpreta tanto al jefe del banco como al capo del pabellón, quien embiste una autoridad formal en un espacio e informal en otro, aunque no por ello menos tangible.
Filmada en la ex cárcel de Caseros, la cárcel de Los delincuentes no busca ser realista y por eso se parece muy poco a una cárcel argentina, donde no tenemos uniformes numerados ni overoles sino que las remeras de clubes de fútbol, los tatuajes, las zapatillas expresan identidades que están muy lejos de la homogeneización. “No podíamos filmar una cárcel real y es muy interesante lo que pasa con la cárcel de Caseros, porque funciona como una suerte de estudio de televisión” cuenta Rodrigo Moreno. “Además de que está en ruinas, todo lo que queda de cárcel es lo que hicieron los escenógrafos de Tumberos, de El Marginal, inscripciones en la pared o incluso rejas que nunca estuvieron en Caseros, es interesante cómo la ficción se apoderó del espacio”.
“Tampoco me interesa la representación tumbera, me parece un poco estigmatizante generalizar lo que es la población carcelaria, que es muy variada” dice Moreno. La película, entonces, propone más bien una fábula: “Así apareció la propuesta de los uniformes precisamente para seguir despegándolo de esos referentes más directos de la realidad y jugar como si estuviésemos filmando en el Partenón hoy, en unas ruinas griegas”.
En la cárcel se maneja otra temporalidad (de hecho, al referirnos a ella hablamos de detenidos y detenidas, personas cuyos roles previos a la condena –trabajadores, estudiantes, vecinas, hermanos, tíos, amigas, novias– se detienen o transforman) y el relato nos propone una cárcel quieta pero algo violenta, donde Morán aparece con heridas que representan el sacrificio que hace para concretar su plan. Si la película está atravesada por la discusión sobre la libertad, la cárcel nos muestra el extremo opuesto (la privación de la libertad administrada por el Estado), donde un grupo de presos se pregunta por la libertad ya no encarnada en ellos mismos –en lo que harán el día que salgan–, sino en una pregunta amplia sobre los usos del tiempo. El jefe del pabellón-jefe de un banco representa un discurso nostálgico sobre las épocas en que se fumaba dentro de los aviones y no había siempre un mensaje pendiente por responder en el celular. En la lectura de “La gran salina”, una poesía de La obsesión del espacio de Ricardo Zelarayán, pasan los años con algo de paz para los presos hasta el día en que Morán termina de cumplir la condena.
Sin embargo, Los delincuentes no es una película sobre la libertad después de la cárcel. Podríamos decir que, más bien, trata sobre la libertad después del trabajo. El viaje de los protagonistas a la sierra cordobesa nos da una pista sobre lo que haríamos si el trabajo no estructurase nuestra rutina. Morán critica nuestro rol en el engranaje productivo de las ciudades: viajamos quince días de los 365 del año, muchas veces sin terminar de desconectar de demandas o preocupaciones en las vacaciones. Cuando Morán y Román están en la sierra el tiempo se altera. Al salir de la automaticidad aflora la disponibilidad para una conversación con desconocidos, para admirar las flores silvestres, para caminar pensando en qué piedra hay que pisar para no perder el equilibrio. La película trabaja constantemente la dualidad de Morán y Román, dos personas que coinciden en la vida como compañeros de trabajo y cuyos destinos son parecidos: al caer la noche se desvelan con un cigarrillo, descubren en su viaje a la montaña la potencia del tiempo improductivo y comparten el enamoramiento por un mismo personaje, Norma (parte del juego de anagramas entre los personajes Morán, Román, Norma, Morna y Ramón). El personaje de Norma transmite un aire de libertad: trabaja lo justo y necesario para subsistir, en su tiempo libre toma vino al sol y se sumerge en el agua brillante, y sin embargo es ella quien desactiva la atmósfera densa y romántica que se va creando cuando le dice a Román “vos sos un pobre tipo y tu amigo es un demente”.
Uno de sus fuertes reside en las preguntas de orden existencial que abre para las y los espectadores, preguntas que llegan en tiempos donde discutimos el derecho a la desconexión, los proyectos de reducción de la jornada laboral y la doble jornada que realizan quienes luego de cumplir con su horario de trabajo llegan a su casa y continúan trabajando (pensemos que nuestro mercado de trabajo y nuestra economía se estructura en una carga desigual de tareas de cuidado que recae en las mujeres). Se nos presenta una narrativa que conecta con las dudas e incertidumbres de una audiencia trabajadora que seguramente en algún momento se pregunta cosas como: “a dónde estoy yendo en este lugar”. Sobre todo, con cierto grado de optimismo podemos pensar que hay condiciones para un cambio cultural en el ámbito laboral que se toca con discusiones sobre nuestra forma de vivir en una ciudad y nuestra forma de vivir en general en un mundo capitalista.
El trabajo en un banco es el ejemplo del trabajo estandarizado y rutinario: después del robo, confirmamos que los trabajadores tienen largas trayectorias construidas en ese lugar. ¿Hace cuánto trabajás acá? “17 años”, “25 años”, “toda una vida”. Si bien la película deja afuera una dimensión del trabajo ya no como provisión económica sino como forma de realización personal y de aporte a una vida en común –pienso en quienes encuentran una dimensión de goce en su trabajo–, el acento está puesto en lo rutinario, el apuro y la automaticidad. Una de las trabajadoras dice que “hay personas que tienen la misma vida” y podemos pensar en las rutinas compartidas como clase media (madrugar, trabajar al menos la mitad del tiempo en el que estamos despiertas, ir al gimnasio, cocinar con la televisión de fondo, etcétera). En este sentido, Moreno piensa: “De lo que Morán se está liberando tiene que ver con el yugo, el yugo es ese trabajo que uno hace para la supervivencia. Los artistas también tenemos que trabajar y sobrevivir dando cursos y todo, es lo más parecido al yugo, pero en realidad somos unos privilegiados porque tratamos de trabajar y de vivir de lo que más nos gusta hacer. Yo tengo mis dudas de si el tipo que trabaja en el banco es lo que más le gusta hacer”.
Es una película generosa en tanto abre historias por todas partes. Podemos navegar por las experiencias de cada personaje, por mínimo que sea, desde un agente de seguridad del banco angustiado por perder su trabajo, un estudiante que obsesivamente toma tres vasos de agua seguidos (una curiosidad: es el hijo del director de la película), un cineasta que se maravilla al hablar de los jardines y su pretensión de ocultar el diseño humano.
“Está buenísimo el contexto en el que sale la película”, dice Rodrigo Moreno en relación con las elecciones presidenciales, donde la reivindicación de la libertad por parte del presidente electo, Javier Milei, marca una disputa sobre su sentido llevándolo hacia el individualismo y una pedagogía del sálvese quien pueda. “Lo que se habla ahí es de la libertad de mercado, la libertad de las empresas. La película habla de la idea de la liberación del individuo del yugo, de la opresión del capital, del ejercicio pleno de libertad individual como ser humano, del acceso a los derechos más básicos. Ellos hablan de que las empresas hagan lo que quieran: explotación, despedir a cualquier laburante como sea, eso es lo que defiende el liberalismo. La película trata de poner en el centro de la escena el valor de la libertad en otro sentido”, explica. Los delincuentes nos invita a reapropiarnos del sentido de esta palabra y su potencia para construir vidas valiosas de ser vividas. El robo al banco y el bolso con los dólares ya no importan porque todo lo que los protagonistas hacen no requiere de grandes sumas de dinero. Los afectos, el disfrute por un disco de Pappo, la emoción por una poesía de Juan Laurentino Ortiz o la montaña un día soleado se nos presentan como cosas que no están demasiado lejos de nosotros (es decir, de nuestras ciudades). En definitiva, no es una película sobre lo que haríamos si fuésemos millonarios, sino sobre lo que haríamos si tuviésemos más tiempo improductivo.
Colaboradora