¿Qué veríamos si Arnold Schwarzenegger no fuera la única encarnación que cruza los límites entre la tecnología, los seres humanos y los mundos futuros imaginados? ¿Qué significaría si viéramos a Terminator mutando en una reformadora socialista y feminista?
(Donna Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres)
Entro al cine confiando que la sala no estará colmada. Mal. La sala no solo ya está llena sino que la película empezó, más puntual que nunca. Cierto, en el Lorca las películas empiezan a tiempo. Para no interrumpir, mi novio y yo nos sentamos en los escalones del pasillo. Entre las imágenes en movimiento vislumbro un par de asientos vacíos delante, bien delante de la sala. A tientas y torpemente bajamos procurando no molestar a nadie, pero en la total penumbra piso sobre el aire y caigo al vacío de unos 30 centímetros del foso frente a la pantalla. Sin quererlo en absoluto, distraje y a la audiencia que pronunció un alarmado “uhhh”… es que si yo misma hubiera sido testigo –y no víctima– de esa caída, también me hubiera preocupado. Luego todo fue risas.
Esta manera trastabillada de empezar a ver una película pareció a tono con la premisa de Poor things, la última de Lanthimos, en la que Emma Stone da cuerpo a una suerte de mujer-niño-cyborg, criatura prometeica de “Dad”, su creador encarnado en William Dafoe.
Entre tanta torpeza, el comienzo de la peli fue para mí nada más que unos destellos de cuerpos fragmentados y unos ruidos disonantes, todo tropiezo: el mundo como pura resistencia.
Vuelvo a verla, esta vez en mi sillón. Ahora sí, no hay riesgo de caídas. Puedo tomar mis apuntes tranquila.
Luego de unas placas de créditos iniciales que dan más importancia a las imágenes –posibles escenas de alguna historia bordadas sobre una tela sedosa– que a las palabras, en una suerte de prólogo la cámara se acerca a una mujer de espaldas que lleva puesto un vestido azul con generosos pliegues en sus hombros. Desde la baranda de un puente la mujer se arroja al agua, entre un cielo de tonos azules cargado de oscuras nubes de tormenta. Título de la peli. En la escena siguiente, otra vez de espaldas una mujer, seguramente la misma –Bella–, juega con un piano, percutiendo sus teclas vehementemente con manos y pies. Los tonos azulados se perdieron, ahora vemos todo en la escala de grises.
Los artilugios de cámara, los grandes angulares y los ojos de pez que arman estas escenas monocromáticas, permiten abarcar en un solo plano la tridimensionalidad del espacio mostrando los techos de la mansión victoriana donde Bella se encuentra. Los volúmenes y superficies texturadas acotan el espacio encorsetado en el que crece Bella quien, como el Segismundo de La vida es sueño, aún no ha conocido el afuera. A Bella, criatura ya crecida que camina con torpeza, ese espacio le queda chico.
Aunque con un relajamiento de los angulares, esa mirada hacia la profundidad de los espacios se replicará a lo largo de la película, para mostrar ya no los techos de la mansión sino los coloridos cielos en su máxima amplitud, el mundo multicromático en 360° de una nueva criatura que conoce los avatares de un mundo con belleza y, también, calamidades e injusticias.
Pronto sabremos que Bella es resultado de un implante, en el cuerpo de una mujer adulta, del cerebro del feto que ella misma llevaba en el vientre cuando se suicidó arrojándose del puente. Bella responde a la definición foucaultiana de monstruo: un engendro producto de la mezcla de dos reinos, aquella mujer adulta marcada por determinada socialización (que conoceremos una vez avanzada la película) y aquello –feto, humano “incompleto”– que aún no conoció mundo más allá del líquido amniótico. Mixtura entre muerte y vida. Godwin Baxter (“God”) es el cirujano creador. Una suerte de arquetipo de científico del siglo XIX, en el que la ciencia aún no institucionalizada dejaba margen para la experimentación científica, hermanándose más con la alquimia, la magia y la brujería que con la institución instrumental que devino luego. El laboratorio doméstico de God da a luz a sus propias aberraciones: gansos con cabeza de chancho, gallinas que ladran…. Él mismo, con ese cuerpo zurcido a la vista, con cicatrices y cortes, disfuncionalidades y re-funcionalidades orgánicas, es resultado de la experimentación de su padre, también científico old school, y expulsa sus gases estomacales en forma de ruidosos eructos cronenbergianos convertidos en burbujas.
La excesividad monstruosa encarnada por los personajes y demás criaturas del film se incorpora también en su dimensión estética, signada por la proliferación del artificio y la ambigüedad. Esto nos permite pensar Poor things como una lectura, siempre opaca e indirecta, de la incertidumbre contemporánea.
El pliegue, y no simplemente “lo ornamental” o “recargado”, es una figura barroca por excelencia, aquella que no parece tener fin y que va conteniendo cada una de las partes en la anterior. “El rasgo del Barroco es el pliegue que va hasta el infinito”, escribió Deleuze. De esos pliegues iniciales en el hombro del vestido de Bella se irán desplegando otros. Analizarlos es la tarea que me propongo hacer aquí.
La película va tejiendo una intertextualidad singular a partir de mecanismos y nociones estéticas propias del barroco y el gótico que, lejos de circunscribirse a sus orígenes, yacen como espectros entre los pliegues de nuestro presente. Tanto uno como otro son estilos que reflejan las crisis y transformaciones de sus tiempos, que en Europa implicaron el pasaje de la edad media a la modernidad en el caso del gótico, y la “expansión del mundo” (y la pérdida de su centro, tanto cosmológica como geográficamente, como relata Severo Sarduy) a través de la conquista de América en el barroco. Más allá de su anclaje histórico, ambos pueden ser entendidos más como rasgos o mecanismos que como esencias o simplemente estilos, lo que les da la capacidad, en distintos momentos, de interpelar el presente. Con elementos de ambos, pero sin un atisbo de nostalgia sino mirando al futuro, Poor things conforma un ensamble plástico en clave contemporánea. Pero vamos por partes, pliegue sobre pliegue.
“El sujeto humano de la filosofía (…) puede que no sea más que una reliquia de un tiempo pasado, que vive en las ruinas de un mundo que una vez nos atrajo y que ahora mira hacia el olvido: no tanto un ángel de la historia como un fantasma bailando en su propio funeral.”
Jack Halberstam, Criaturas salvajes. El desorden del deseo
Poor things se sitúa en la Europa del siglo XIX, tiempo victoriano de fe plena en el progreso, los grandes inventos y desarrollos tecnológicos y científicos modernos. Es el siglo de la Revolución Industrial, de las Leyes de la Termodinámica y la máquina a vapor, la fotografía, El origen de las especies, los Estados-Nación y, por supuesto, Frankenstein, Drácula y el cine. La ciencia, al servicio del progreso ilimitado, es parte de la cosmovisión de un humanismo positivista y racionalista de la época que rápidamente entró en crisis con los genocidios –holocausto, guerras– del siglo XX. Pero también, en simultáneo, es un siglo en el que la ciencia recorría otras vertientes, como aquella en la cual “despertaba fantasías”, por citar el subtítulo del libro de Soledad Quereilhac que aborda la relación entre ciencia, ocultismo y literatura popular en el siglo XIX .
Dibujo de Vaccari para “La agonía del siglo”, de Francisco Grandmontagne, Caras y caretas n° 66. Extraída de Cuando la ciencia despertaba fantasías (Soledad Quereilhac, 2016)
Con la estética de esa vertiente marginal y espectral de este siglo dialoga Poor things, donde la tracción a sangre convive con los motores, el vapor con la electricidad y la ciencia con el misticismo. Como si el esoterismo del universo de Remedios Varo cobrara vida. Si la ciencia moderna estaba principalmente sujeta a cierta finalidad, a mejorar la eficiencia de las máquinas y la racionalización del trabajo, el personaje de God es antes un mago a lo Meliès que un dios o un científico. ¿De qué sirve crear una mascota híbrida entre chancho y gallina, si no es acaso para jugar a ser un mago? La ciencia juguetona, la gaya ciencia, la que no responde a nada más. Lo que podría ser lineal, funcional, se enrosca en pliegues innecesarios, que proliferan en el artificio de un lenguaje sólo en función del placer. Frente a lo racional de la ciencia, aparecen el desperdicio y el derroche como modos barrocos de amenazar el soporte simbólico de la sociedad.
La invención de las aves (Remedios Varo, 1957)
El carácter de God excede al concepto del científico loco, déspota y autoritario, y se configura como un personaje tierno, permisivo e incluso paternal en el mejor de sus sentidos. Él mismo es, evidentemente, víctima y testimonio vivo de la barbarie científica en manos de su padre, y lo es “en nombre de la ciencia”. Su muerte tiene una dimensión ritual que parece dejar atrás ese viejo régimen, habilitando a Bella a tomar la posta como un nuevo nombre para la ciencia y dando lugar a otro (post)humanismo posible en el que las cartas aún no han sido jugadas.
Inscrita en cierta vertiente de la ciencia ficción que va desde Metrópolis a Ex-Machina, Poor things vuelve a problematizar el miedo gótico a la autonomía de un invento que, lejos de respetar la voluntad de su creador, responde a sus propios fines. Ver esta película hoy y no pensar en los avatares de la inteligencia artificial parece imposible… Sin embargo, lejos de repetir la postulación de un Zeitgeist apocalíptico (tan frecuente en las distopías de la ciencia ficción contemporánea), el cruce de géneros y textu(r)alidades que trae Poor things da cuenta de una mutación en curso desde una mirada que nos acoge de un modo más afable entre la textura mullida de sus pliegues y sus personajes más humanos (categoría que, ojalá, se irá complejizando a lo largo de esta nota). Si la ciencia ficción distópica –pienso en Black mirror, Ex-machina, 2001: Una odisea del espacio, por mencionar algunos emblemas– suele pensar el futuro en clave de cierto higienismo minimalista –espacios amplios, prácticamente abstractos (carentes de historia y de huella humana), donde la tecnología hace agonizar a la humanidad–, acá Lanthimos nos ofrece otra vía posible que, si no amplía las posibilidades de pensar lo humano en su crisis, al menos sí lo hace frente a las posibilidades estéticas de la (ciencia) ficción audiovisual. Y todo esto a partir de una saturación de contradicciones y monstruosidades en las que varios tiempos caben en un mismo pliegue.
2. El futuro es gótico y barroco
Hoy todos somos gente del pasado
y la alucineta es que nadie
quiere volver a ser como antes, no!
Scaramanzia, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota
La plasticidad cromática y las texturas desplegadas por la película responden al modo en que Bella crece en ¿este? mundo con la curiosidad ociosa del infante, mundo que se nos presenta como extrañado producto de una mirada despojada de moralismo, en función de una libido que aún no ha sido capturada por códigos sociales opresivos. La alteridad del monstruo que define a este personaje es al mismo tiempo su condición de posibilidad para deslizarse por inflexiones y modos de ser menos normativos. La idea de que Bella ha “retornado” de la muerte permite pensarla como figura gótica y liminal entre la vida y la muerte, una suerte de espectro encarnado en un cuerpo material que ahora es una nueva potencia, un cuerpo intermedio, un cuerpo “flatline”. ¿Cómo?
La “flatline” es para Mark Fisher una figura gótica que alude a la línea plana del electroencefalograma, es decir, la inactividad cerebral que denota la muerte (o, más ampliamente, la no-vida). Fisher dice que esta línea conecta los espectros, vampiros y otros monstruos del gótico tradicional con las máquinas, robots y algoritmos contemporáneos, donde se esfuma la división entre lo vivo y lo no vivo. Su estudio sobre el “materialismo gótico” corroe aquellas distinciones entre sujeto/objeto, humano/no-humano que generan inquietud en muchas ficciones-teorías contemporáneas. En ese sentido, el materialismo gótico disocia lo gótico de lo meramente sobrenatural o etéreo y “atraviesa la distinción entre lo vivo y lo no vivo, lo animado y lo inanimado”.
Videodrome (David Cronenberg, 1983)
Junto con la inestabilidad propia de la mirada barroca, donde el artificio pone en entredicho la idea misma de realidad, pensar Poor things en clave gótica nos permitiría entenderla como alegoría de la experiencia contemporánea, en la que resuena la disolución de afirmaciones metafísicas como sujeto, naturaleza, identidad, Hombre, humanidad. En este sentido, para Fisher la flatline constituye un espacio dinámico de no distinción entre lo vivo y lo no vivo donde todo puede suceder. Evidentemente Fisher escribe esto antes del cambio de milenio, con el optimismo entusiasta que despertaba entonces la cibernética y que fue perdiendo en los posteriores laberintos del Realismo capitalista. La idea de que “todo puede suceder”, si nos situamos en este mundo en crisis y de cambios acelerados en que la inteligencia artificial es, al mismo tiempo, la esperanza y la amenaza de nuestro cotidiano, es un modo de insistir en la pregunta por los imaginarios que despliega la ficción hoy en día.
En ese sentido, lejos de la visión fatalista o ambigua de obras clásicas del cyberpunk como Blade Runner o Videodrome, que Fisher emparenta con el gótico materialista, Poor things fabricó una suerte de cyborg humanista (en el sentido débil, es decir, fuerte y optimista, del término) y filantrópico que, lejos de la amenaza de aniquilarnos, siembra al pasar un nuevo tipo de humanidad. Y desde la mirada de un personaje despojado de prejuicios morales, señala el carácter contingente de todo fundamento sobre el que se sostiene el poder. Más allá de la excepcionalidad del personaje de Bella, las frecuentes discontinuidades, anacronías y heterotopías que va entrelazando la película cuestionan, mayormente a través del chiste, la totalidad y la entereza con la que se presentan las cosas del mundo. Y la conciencia de esa contingencia va marcando su despertar político, así sea en su unidad mínima: la sensibilidad. Bella construye un mundo dentro del mundo, reúne universos diferentes, junta pliegues con otros pliegues. ¿Por qué no pensarla, entonces, como la figura especulativa de una nueva contingencia, un devenir, una nueva carne?
Ella circula en los ambientes con una ingenuidad curiosa, casi exasperante. El pasaje del blanco y negro inicial (con ese piano disonante que le hace de contrapunto) a la explosión cromática posterior refleja la experiencia del devenir sensible de un personaje que, a tono con su dispersión-expansión, se entiende a sí mismo en tercera persona, alejado de un Yo mayúsculo. Y si bien Bella conforma el centro del relato, este centro va perdiendo autoridad cada vez que la película apuesta por una narrativa coral en la que involucra en contrapunto a todos los personajes que conoce en su viaje, y los modos en que se van afectando mutuamente.
¿Qué destino aguarda fuera de las paredes de su mansión victoriana? Como un sistema informático, Bella evoluciona por feedbacks de información que la reconfiguran en el proceso. Sintiéndose a sí misma conoce el placer del sexo y los bordes de su cuerpo; la distinción, siempre porosa, entre el adentro y el afuera. En su viaje, una suerte de peregrinación épica, Bella conoce la posesión omnipotente de Duncan Wedderburn (Mark Ruffalo), el cinismo y el arte. Conoce cómplices y reconoce antagonistas. Un coming of age sin destino marcado, donde Bella desarrolla una capacidad de empatía, de dolor frente al dolor del otro, y se reconoce entre sus comunes pese a su diferencia de origen. Al final, todos son pobres criaturas.
En esta dimensión aventurera, la película opera un desplazamiento en relación con sus intertextos: si en películas feministas como Locas margaritas (1966) o Sin techo ni ley (1985), las protagonistas resultaban fatalmente aleccionadas por desviarse de su deber ser, acá Lanthimos le ofrece a Bella (sin duda emparentada con las tres protagonistas de dichas películas) un desenlace que no pretende ser apoteótico, sino meramente justo. Luego del intento del (ex-)marido de Bella (al cual ella, por supuesto, desconoce debido al trasplante de cerebro) por devolverla a su lujosa vida anterior gracias al pacto de virilidad entre este y Duncan Wedderburn, Bella parece descubrir algunos de los motivos que la habrían impulsado a arrojarse del puente. El primero de ellos, él mismo: tipo masculino, prepotente y sádico, que teme a los impulsos eróticos de su esposa y pretende anularlos mediante una mutilación genital. El final justiciero vuelve a hacer uso de la ciencia –en su vertiente fantástica– para transformar a este personaje en un híbrido humano-cabra, ahora convertido él también en un engendro que pasta en el jardín mientras Bella estudia y disfruta de un martini con sus amigos. Este desenlace, en el que, podríamos decir que la ciencia es utilizada para un fin moralmente cuestionable, suspende, sin embargo, nuestro juicio moral a partir de un juego impertinente: ¿podemos juzgar algo tan absurdo como esta conversión? Explicar el chiste sería arruinarlo. El sinsentido de esta criatura balando como cabra nos corre de la posición de jueces para disfrutar de algo que, en esencia, no es más que un chiste, un exceso: pliegue innecesario, juego de lenguaje a través de su uso disfuncional
3. Let’s (not) generalize about men
¡Larga vida a la nueva carne!
(Videodrome, David Cronenberg, 1983)
Ante la feminidad excesiva de Bella, aparece la pregunta por el rol que ocupa lo masculino en la película, y más específicamente, la pregunta por lo masculino hoy. Sobrevolemos, entonces, este aspecto.
Respondiendo a su estructura épica, la película presenta no tanto una profundidad de los personajes (excepto, claro, en Bella) sino el desarrollo de arquetipos, sobre todo de los personajes masculinos. Acaso el más interesante es Duncan Wedderburn, por ser entendido como perfecto contrapunto para el desarrollo del personaje de Bella (y porque está interpretado por mi amado Mark Ruffalo). Duncan, el abogado, empieza su personaje como macho alfa omnipotente; presume de su invulnerabilidad ante el amor, y su falo (en el sentido más literal) conforma el eje que lo vincula con el entorno. Toda esa masculinidad impostada tarde o temprano se revela como pantalla al encontrarse con una “mujer” como Bella, que le resulta desquiciante y pulveriza muy rápidamente su fantasía masculina de dominio.
Al tornarse posesivo y manipulador, Duncan pierde el interés de Bella y su máscara de macho se va desdibujando. Casi la mitad de la película asistimos a un catálogo de llantos de varón engañado: ¡no le dieron lo que le prometieron! ¿Acaso estamos ante la presencia de un incel victoriano? Detrás de la virilidad teatralizada de Wedderburn no hay más que vacío y crisis, por lo que su máscara es en realidad el artificio fabricado en respuesta a la angustia del abismo.
La masculinidad, como uno de los baluartes de la Modernidad, muestra su desintegración en distintas piezas dando lugar a otras formas de su ejercicio. Es así que, más allá del patetismo de Duncan Wedderburn, otros personajes como God o Max MacCandless (el discípulo de God y nuevo prometido de Bella) ya no se construyen sobre la pretendida solidez metafísica de la masculinidad. Por el contrario, son hombres relativamente frágiles, cualidad tradicionalmente ligada a lo femenino, capaces de asumir su sensibilidad y vulnerabilidad justamente con “entereza”, y no rompiéndose en pedazos como la virilidad de cristal de Wedderburn.
El caso de God es emblemático porque el film deliberadamente lo dibuja como cuerpo incompleto. Él mismo es un engendro más en su repertorio de criaturas de laboratorio. Un cuerpo adosado de prótesis, cuya organicidad es deficiente y sus funciones fisiológicas están totalmente alteradas. Como mencioné antes, en su relación con Bella, God, el creador, prácticamente no se resiste a su voluntad, sino que se entrega y adscribe al juego de sensibilidad que ella le propone, sin lamentarse por haber perdido algo que supuestamente le correspondía.
De este modo, a pesar de su brumoso anclaje en el siglo XIX, la película frustra, una y otra vez, los impulsos normativos de la modernidad: la mujer victoriana sale a recorrer el mundo, la ciencia no está al servicio del pretendido progreso, lo salvaje (Bella) no es lo primitivo sino una opción de futuro, el lenguaje, repleto de pliegues, chistes y absurdos, ya no comunica linealmente y el hombre pierde patéticamente –y también con dignidad– los fundamentos de sus privilegios. ¿Por qué podría tener sentido esta parodia hoy, en pleno siglo XXI? ¿Qué, de todo esto, podría pregnar en nuestros días, en nuestras geografías?
4. Una ficción entre las ruinas góticas de nuestro planeta
Donde hay peligro, crece también lo que nos salva.
(Holderlin)
Para concluir esta serie de notas un tanto desbordadas sobre Poor things, una pregunta, o reflexión, queda en suspenso: si acordamos en que la película da un lugar importante a cierto idealismo, a cierta ingenuidad y al juego sensible de las formas, ¿podríamos pensar que se trata de fugas que acechan el presente, y dicho presente (llamémoslo realismo capitalista, colapso climático, Gaia, Argentina libertaria o apocalipsis) pretende borrarlas todo el tiempo?
Con demasiada frecuencia nuestro cotidiano nos coloca en la posición del personaje del “Cínico”, aquél que quiere que Bella asuma la realidad tal como es, que la mire de frente, que no crea ingenuamente en la utopía de cambiar el mundo. La película nos muestra que el Cinismo (representado casi como personaje alegórico medieval) puede ser un instante, una etapa en la vida, un personaje más en un repertorio plural de criaturas que no saben bien qué hacer con un presente que los desborda. El cinismo, en la película, aparece como una posición racionalista de la que Bella aprende y sale para no ser sólo quien ya vio todo. Más de una vez, el saber racional se enfrasca en un pragmatismo que pierde su potencia sensible. Ante un presente que se revela opaco y monstruoso, más vale dejar que broten los espectros, los modos de acercarnos de un modo más abierto, sensible y afectivo. De ahí que Bella permite descubrir un conocimiento a partir de la ingenuidad, de la inocencia, del no-saber, y de sentir como propio el dolor del otro. Me atrevo a decir, con otros, que el realismo capitalista, es decir, nuestro día a día, intenta borrar esa vertiente todo el tiempo, anulando la magia, el juego de las formas, el erotismo sin sentido y, más ampliamente, la posibilidad de pensar nuevas utopías. Entre la apatía, la “anhedonia depresiva” y la flatline del constante flujo cultural contemporáneo, creo que esta película brota como un pliegue vitalista que a su vez contiene otros, trae miedos espectrales latentes en la cultura y una proliferación de criaturas sin orden preestablecido que nos potencia desde la risa, el absurdo, la cursilería y el erotismo del lenguaje.
Poor things no deja de ser, además, una alegoría: la tan mentada caída de los fundamentos occidentales –humanidad (reducida a la idea de masculinidad), identidad, naturaleza– trae el vértigo de un foso mucho más profundo que 30 cm. Esto podría ser condición de posibilidad del horror vacui y la multiplicación de una violencia y una angustia impotentes, pero podría resultar, también, la condición de despliegue de una nueva forma vital de humanidad.
Codirectora