¿Quién le teme a las chicas?

El último libro de Judith Butler ¿Quién le teme al género? (2024) intenta comprender la base ideológica de los movimientos “anti ideología de género”, movimientos políticos vinculados a las nuevas derechas radicales, que en Argentina vienen creciendo desde los días de debate por el aborto legal, cuando se consolidó una militancia de pañuelos celestes con la línea de “salvemos las dos vidas”. Estos movimientos postulan que el aborto es asesinato de niños, militan contra la Educación Sexual Integral, niegan los derechos políticos de personas trans y travestis y consideran que la homosexualidad es una aberración. Todo esto en defensa de la vida de la familia heterosexual amparada por Dios, la “Biología” y el Capitalismo, grandes paraguas que justifican la verdad de sus postulados. 

Butler, en su intento de comprender y sistematizar el funcionamiento de estos movimientos, propone que estos se construyen a través de “escenas fantaseadas”, escenas que ocultan y desplazan miedos inabordables por la conciencia, como puede ser la precariedad general de la vida por consecuencia del avance del capitalismo neoliberal. La sensación de precariedad e inestabilidad se traduce en miedo a lo que parece desestabilizarnos, sea real o fantasioso: así es que el “género” se presenta como un sentido cargado (y “sobredeterminado’’, dice Butler) que permite unificar pasiones políticas contra personas, cuerpos e ideas que se presentan desestabilizadoras del estatus quo. De esta forma es que las identidades trans, travestis, queers, homosexuales o las militantes feministas ocupan las posiciones fantasmales que pondrían en riesgo la vida de la familia heterosexual. ¿Son aquellas personas y sus ideas las culpables de la precarización de la vida? Me animo a afirmar que no. Pero, ¿acaso estos cuerpos visibilizan la inestabilidad de ciertos sentidos unívocos sobre los que se asienta la subjetividad occidental? Sí, definitivamente sí. 

Tanto por las militancias que exponen las fisuras y contradicciones del sistema moderno, como por la misma existencia de estos cuerpos llamados “otros”, la problemática del género pone en cuestión el fundamento supuestamente “natural” que justificaría la forma de vida heterosexual. Hay una relación compleja y dual entre los sentidos y formas de vida que el capital desarma en su forma líquida y aquellos que las militancias feministas y de género construyen con sus críticas a los modelos binarios de la modernidad. Estos dos movimientos, con objetivos y motivaciones bien diferentes, confluyen en la pérdida de poder simbólico del modelo de familia heterosexual que ordenaba la vida desde los comienzos del capitalismo. En ese sentido, quizás sí es interesante pensar que las subjetividades fuertemente agarradas a estos endebles relatos sobre la familia, el matrimonio y la sexualidad deban temer al “género”.

El título del libro juega con dos intertextos: ¿Quién le teme al grande y malvado lobo? (1933), título del corto animado de Disney que presenta la fábula infantil de los tres chanchitos, historia que nos enseña que hay que trabajar duro o el lobo nos va a comer. Y por otro lado ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, película de 1966 (basada en la obra de 1962), que cuenta la noche fatídica en la que el matrimonio de Martha (Elizabeth Taylor) y George (Richard Burton) se desintegra frente a la mirada fascinada de sus invitados, Nick y Honey, una joven pareja recién casada. Me imagino que se preguntarán, ¿qué tienen en común el “género”, el “lobo malvado” y Virginia Woolf? Bueno, en principio que cada uno funciona, dentro de su contexto, como una “fantasía” que condensa y oculta miedos y ansiedades sobre otras cosas. O, dicho de otra manera, que son los significantes materiales que hacen visibles sentidos o experiencias del miedo.

El lobo es un clásico significante de las fábulas moralizantes. Los tres chanchitos tienen que construir sus casas para defenderse del lobo, pero los dos primeros construyen casas endebles porque no quieren esforzarse tanto; en cambio, el tercer chanchito construye una casa fuerte de ladrillos (y seguro también de buenos valores familiares) que lo mantienen a salvo cuando el lobo viene a soplar a su puerta.

Virginia Woolf, aparte de ser una de las escritoras más importantes del siglo XX, fue convertida en un ícono de la frustración femenina en el hogar y el matrimonio. A través de sus textos ella hizo inteligible este malestar de la cultura que luego estalló políticamente en los años sesenta con la Segunda Ola Feminista. La obra de Edward Albee es de 1962 y la película es de 1966, años en que temerle a “Virginia Woolf” y sus denuncias al matrimonio como el peor de los mundos posibles podía ser muy razonable. Fue una época en la que las mujeres volvieron público y político su malestar haciendo tambalear los cimientos de tan mentada institución (cualquier coincidencia con la contemporaneidad no es casualidad.) 

Históricamente lo femenino ha funcionado como catalizador de miedos y ansiedades sociales. Personificados en la figura de la femme fatale (versión pop de las míticas brujas, ménades y sirenas), el terror al poder destructivo de lo femenino condensó los miedos y ansiedades de un patriarcado en decadencia durante el siglo XX. Desde las vamps de los años veinte hasta las atractivas ejecutivas fatales de los ochenta, la figura de mujer desquiciada y desquiciante atraviesa la cultura popular para dar forma al miedo masculino frente un proceso indigerible: la caída de la figura del patriarca, del “macho”, del padre. 

El capitalismo líquido y transparente que nos venden, donde existe la “libertad” de consumir lo que quiero (o de morir de hambre) y trabajar desde casa siendo “mi propio jefe”, vino de la mano de la caída de las grandes instituciones modernas, incluida la del patriarca y su familia nuclear. Ya lo decía Mark Fisher en Realismo Capitalista: el duro y fálico capitalismo disciplinador de la vida común dejó lugar a un capitalismo financiero globalizado y sin fronteras, burlándose del Padre que afirma los límites. Zygmunt Bauman propone que el desvanecimiento de las instituciones modernas deja una sensación dispersa del miedo, que queda flotando sin anclas, pero Sara Ahmed postula que los afectos tienen la cualidad de pegotearse a las cosas, y el miedo es un afecto muy pegajoso. De esta forma, el miedo, en tanto afecto político, se pega a objetos y cuerpos. En la cultura popular el cuerpo femenino está pegoteado al miedo de maneras diversas, pueden presentar las expresiones del miedo o ser las imágenes que lo producen de manera fascinante. Si la inestabilidad del sistema moderno comienza a percibirse en los años de posguerra y estalla en los sesenta, ¿cómo podía hacerse visible lo percibido?

En ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (1966) Martha se muestra riendo, comiendo, tomando, fumando o gritando, su boca se extiende a lo largo y ancho en los primeros planos obscenos sobre su rostro, parece que va a engullirnos enteros. Personificando las míticas figuras de las ménades, Martha es la mujer que devora a los hombres. Desde una lectura psicoanalítica, lo femenino funciona sobre la apertura y lo diverso, sobre lo heterogéneo que se ramifica y disgrega. Así, la apertura de lo femenino siempre tiene la potencia de contaminar el terreno de lo masculino. La masculinidad dominante sólo existe si puede sostenerse sobre sí: cerrada, homogénea y sin fisuras. La boca femenina que lo engulle destruye esos límites, no hay más frontera entre sus cuerpos. 

Martha se presenta como una agente del caos, la loca que desquicia a todos los presentes con sus gritos, su forma de beber y sus intentos explícitos de conquistar al joven vecino. Como estas masculinidades engullidas no pueden afirmarse sobre sí mismas y esto es verdaderamente terrorífico, Martha se convierte en el cuerpo que condensa los conflictos de estos hombres y especialmente los de su marido. Él vive frustrado por sus fracasos profesionales en la universidad y por la presencia omnipresente del padre de Martha que preside la institución y existe para humillarlo. Martha, que expresa sus propias frustraciones, constantemente le recuerda que él es un fracasado, convirtiéndose así ella en una fantasía masculina que no solo se expone para su mirada sino que en sus estallidos devoradores pone en escena los miedos y ansiedades del patriarca fracasado. Igual que Virginia Woolf, el lobo malvado y el “género”.

Cuando Butler propone que el “género” se construye como una “escena fantaseada”, un fenómeno psicosocial que oculta condiciones materiales y los desplaza por dimensiones fantasmales, podemos caer en el peligro de entender que el problema con estos movimientos “anti-género” es que están equivocados. Claro, es una discusión fácilmente empantanable porque coloquialmente hablar de ideología, fantasía e imaginación suele vincularse a hablar de mentiras. Es decir, si algo es fantasía es porque no es, consecuencia de la distinción moderna que separa el mundo de la Ilusión y el de la Verdad. De hecho, para los movimientos “anti ideología de género”, la noción de que el género no está definido biológicamente (dimensión entendida por ellos como material, real y transparente) es una mentira, por eso la llaman “ideología”, que se quiere imponer con malvadas intenciones sobre sus cuerpos y los de sus hijos. Es decir que el movimiento al que señalamos por estar plagado de fantasmas ideológicos es el mismo que postula que lo que amenaza su estabilidad, es una fantasía que les quieren imponer. 

La distinción entre Verdad e Ilusión está en el centro de la disputa por la democracia contemporánea y nos trae muchos problemas porque no logramos descentrarnos de la dicotomía. Seguimos explicando que la derecha inventa y fantasea amenazas, entramos al mismo terreno de discusión que nos proponen. Pero entiendo que cuando buscamos disputar verdad o mentira, razón o ilusión, perdemos de vista la verdad intrínseca de la fantasía. Permítanme ilustrar esta idea con el devastador final de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? Después de toda una noche de brutales ataques verbales entre la pareja protagonista y el intento de Martha de acostarse con el vecino, George, con su imagen totalmente destruida, asesta un golpe final al corazón de Martha y mata al hijo que comparten. 

Mientras George cuenta la historia de un telegrama que llegó informando la muerte del pequeño Sunny, ella repite y repite que él no puede hacer esto, que no tiene el derecho. El tema es que Sunny es un hijo imaginario, un hijo que se narran para suplir la imposibilidad de procrear. Las reacciones del cuerpo de Martha, un cuerpo vivo, sexual, deseante y violento, se desarman en el obsceno exceso melodramático que da forma a la angustia femenina en el cine. Esta reacción expone la afección del cuerpo que no puede eludir los embates de la fantasía. El cuerpo de Martha es la superficie sobre la que la película disputa la insoportable “realidad”: el cuerpo en tanto material es ineludiblemente verdadero. Porque al final, la muerte del hijo imaginado es igualmente la muerte del hijo, esa es la potencia performativa de la fantasía que la película desangra sobre los espasmos llorosos de Martha. La imaginación tiene potencia performativa y opera concreta y materialmente sobre los cuerpos. La ilusión y la fantasía son las formas que tenemos de hacer inteligible aquello que nos elude.  

La distinción entre Verdad e Ilusión parece ser todavía más difícil de borronear en el marco de las clases medias universitarias y progresistas, donde el sostén de la razón se presenta como último bastión de defensa frente a la “locura”. ¿Quién le teme a Virginia Woolf? trabaja sobre el desborde de palabrería pomposa de George como miembro de las clases ilustradas universitarias, pero este utiliza sus diálogos eruditos para ensartar aguijones en el cuerpo de Martha. En cambio, la clase media universitaria antifascista y progresista se pretende a sí misma por fuera de los marcos de la violencia que pertenece a la derecha pasional, ellos por otra parte representan la racionalidad democrática del encuentro y el debate. En 2017 la directora Sally Potter estrena The Party, la que yo entiendo como una actualización de ¿Quién le teme a…? y que lleva al paroxismo el exceso de confianza en la palabra de la clase media intelectual.

The Party narra la noche de festejo por el nombramiento de Janet (Kristin Scott Thomas), como ministra de salud de Inglaterra, la fiesta es una cena en su casa con su marido Bill (Timothy Spall) y amigos. Esta fiesta también se desmadra desde la destrucción del matrimonio protagonista cuando Bill revela que va a dejar a Janet porque está enfermo terminal y quiere pasar el tiempo que le queda con su amante. La primera reacción de ella es darle dos cachetadas que lo dejan sangrando (no es la respuesta del debate democrático que su partido incitaría). Cuando está por propinarle una tercera se contiene y se pregunta qué le está pasando, a lo que su amiga April le responde “Venganza”: “No, no creo en la venganza, nunca lo he hecho. No, no, no. He dado discursos sobre eso a lo largo del mundo: verdad y reconciliación. Yo creo en Verdad y Reconciliación.” Acto seguido, sale un agudo alarido desde el fondo de su garganta y se muerde a sí misma.

La psicoanalista Constanza Michelson dice que “lo que no se puede nombrar retorna como acto. Aunque la cultura insista en que todo es líquido, el odio es real y sólido.” La escena de The Party expresa ese cruce donde lo que afirmamos como Verdad se devela como Ilusión performativa de nuestra vida. Nuevamente es sobre el cuerpo donde se hace visible este choque entre la fantasía y la realidad, pero ahora la potencia devoradora de la mujer desquiciante se vuelve contra sí misma.   

Lo que estas películas exponen es que la narración puede estar más o menos plagada de fantasmas, pero el afecto opera sobre y entre los cuerpos de manera materialmente verdadera. Si los estudios de los afectos enseñan a romper la dicotomía razón/pasión, nos toma enfrentar la de verdad/ilusión, hay que asumir la experiencia de la imaginación y la fantasía dentro de la disputa política no como mentira a desentrañar, sino como verdad a disputar, porque si algo nos muestran estos fenómenos de “nuevas derechas” es que las distancias entre verdad e ilusión se presentan irrelevantes.

Contra esto estamos enfrentándonos hoy, con nuestra concepción de que los ideales democráticos, el debate y la racionalidad pueden todavía llevarnos a buen puerto… y entonces se nos presenta Bill con su amante. O, bueno, diputadas que visitan genocidas, se excusan diciendo que desconocían su verdadera identidad, y terminan filtrando los chats del armado fascista de la visita (y de su partido), enmarcados en un fondo de pantalla rosa que dice “Vive, Ríe, Ama”. La imposibilidad de abordar esto que se materializa solo parece dejarnos una respuesta: igual que Janet, comernos a nosotros mismos. 

Antes de terminar, dejo una nota de optimismo. Este año Taylor Swift sacó un tema titulado Who’s afraid of little old me? que podemos intentar traducir como: ¿Quién le teme a la conocida y pequeña yo?. Me resulta divertido (y elocuente) que las dos rubias norteamericanas saquen textos en el 2024 con la fórmula del ¿Quién le teme…?, ambas hartas de ser receptoras de ansiedades sociales fantasiosas que las ubican en narrativas moralizantes donde les exigen expiar sus culpas. Pero Taylor tuerce la fórmula clásica y como Janet la vuelve sobre sí: ahora es ella la que dice que es la bruja que se desprende de la soga para ir a buscar a quienes la cuelgan y gritarles “¿Quién me teme? Porque deberían.”

Y quizás deberían. Siguiendo a Verónica Gago en su reseña del libro de Butler, es importante contextualizar los movimientos de derecha en las postrimerías de las avanzadas feministas de los últimos años. No porque el supuesto extremismo de las políticas llamadas “progresistas” haya causado las derrotas actuales, sino porque nos dan un parámetro para reconocer lo logrado: “en la intensidad de la reacción-restauración, podemos leer la profundidad de lo que se puso en cuestión”. En otras palabras, podemos entender el miedo al género como una reformulación del miedo que muchos tienen a que su mundo cambie, miedo a su vez derivado de que efectivamente tuvimos y tenemos la capacidad de cambiarlo.

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Mili Villar

Codirectora