Los tonos mayores: ser la antena, ser la señal

Los tonos mayores regala la oportunidad de revisitar el portal entre la niñez y la adolescencia al resguardo de lugares comunes. El viaje está cifrado en el cuerpo y el cuerpo está cifrado en la música. Como todo buen paseo, su valor no está en el final sino en las texturas, los ritmos, los claroscuros vibrantes del recorrido.

Una película puede tener la virtud de ofrecer exactamente lo que su tiempo necesita. Hay, mejor dicho, puede haber una comunicación metafísica entre el cine y los seres de una época. Si esa alquimia acontece, nace una pieza capaz de desplegarse, para encontrar en cada pliegue mensajes cifrados que sirvan como guías, marcas que hablen de lo que fue, pero sobre todo, de lo que puede ser todavía.

La película comienza despacio, con el cielo de una niña en mutación: papá despega estrellitas del techo. Empieza a reducir ese paisaje de luces fluorescentes a un verdadero cielo raso adolescente. Una hoja en blanco. Un espacio donde escribir. Los tonos mayores tiene mucho que ver con eso que está en mutación. Ana acaba de cumplir 14 años y desde hace un par de días, sucede algo extraño. Está recibiendo, desde adentro del cuerpo, un patrón sonoro que su amiga Lepi traduce en blancas, negras, corcheas y semicorcheas. Después, inventa una melodía para ese pulso y la interpreta en el piano. Liviana, sin esfuerzo, toca esa música que viene ¿de dónde? La película indaga en esa búsqueda. Ana saldrá a buscar el origen del mensaje cifrado en su cuerpo.

Los tonos mayores es un canto a la perseverancia: ahí donde el mensaje parece no tener sentido, Ana insiste en buscar. Y el destino la ayuda (como no podría ser de otra forma). Un joven suboficial estudiante conocido por pura obra del azar se suma a la labor de Ana que oscila entre el contacto médium, la filología y la traducción telegráfica. Los tonos mayores es una película sobre los aliados inesperados, pero también sobre los bordes. Ana está en el borde: geográficamente, después de la General Paz; íntimamente, antes del primer beso.

En esa liminalidad es que Ingrid Pokropek construye su ópera prima que sí, efectivamente, es una película de amor, pero no de amor romántico: Los tonos mayores nos habla de otros amores. El amor por los amores perdidos para siempre, el amor de las amigas que vienen y van, el amor por los desconocidos que nos tuercen el camino, y el amor por la búsqueda, el intento por develar la conexión entre el mensaje que viene de adentro y el mundo que tenemos afuera.

La película retrata el instante previo al paso irreversible hacia afuera de la niñez. Ese momento en el que poco a poco se empieza a ser extranjera en los lugares más propios y una amiga se vuelve una total desconocida, ya nadie quiere jugar nuestro juego, y la propia casa se transforma en una isla cuyo idioma se desconoce.

Sin embargo, el film nos protege de los lugares comunes: sucesivamente se arrima a ellos y con mucha habilidad los evita. Entonces no hay amiga traidora, ni pobre huerfanita, ni padre mujeriego, ni policía malo o policía bueno. Hay situaciones y personajes tridimensionales, porosos, abordados sin prejuicios ni tontas simplificaciones. No se empujan sobre ellos ni miedos ni dramatismos que no les pertenezcan; al contrario, cada personaje está en un presente absoluto, sostenido por sí mismo, ocupándose tan sólo de lo que debe ocuparse. Esto proyecta una posibilidad de liberación dramática, distiende y le devuelve a los personajes una frescura indispensable para que la historia se despliegue con autonomía y autenticidad. En cada escena, la película logra respirar cierta vitalidad que la hace liviana, y aún en el clímax, donde es casi imposible no emocionarse, sostiene el resplandor y la ligereza tan propias de la niñez y de la primera adolescencia. La película encuentra un modo muy propio de hacer lo que dice. Su forma y su fondo están felizmente articulados, y es posible entonces deslizarse en esa partitura, compleja en su simplicidad orgánica. La sustracción de diálogos explicativos deviene en escenas sostenidas a través de miradas y silencios, donde el drama se entrelaza con una gestualidad ocurrente y deja espacios para el azar: el milagro del encuentro entre dos extraños, la ilusión de la espera, un camarero desconocido transformado de pronto en padre amoroso de una niña angustiada. El film juega, danza entre lo real y lo fantástico, viaja de pista en pista, insiste, con ternura y sin sobresaltos, montándose en un modo de recorrer la ciudad con los ojos y la sensibilidad de una adolescente.

El gesto precioso es quedarse ahí, en el instante previo al quiebre, en el minuto antes, en la sospecha, la intuición. Elige quedarse, como otro bálsamo necesario para el nuestro, un tiempo en fuga. Quedarse antes de la madurez, antes del beso, antes de que llegue la respuesta al acertijo. Los tonos mayores queda suspendida en lo fugaz de un instante donde todavía es posible jugar, en la llama chiquita de los fósforos que Ana enciende en su pieza donde, de a poco, dejan de brillar las luces fluorescentes de la infancia para que puedan aparecer los curiosos y cambiantes fantasmas de la adolescencia por venir.

Resulta gratificante el respeto que sostiene la película –a través de todos sus personajes– por esa mensajería interna que experimenta la protagonista. Así, liberada de la necesidad de dar explicaciones, aparecen otras posibilidades narrativas. El viaje se establece como un motivo sobre el cual se despliega toda la precariedad de la adolescencia: las fronteras del tiempo, los trenes que no pasan, los taxis que no cruzan la General Paz. Pero también aparece el misterio, las fiestas, los aliados, los parques y las estatuas con mensajes cifrados que sólo Ana puede decodificar. El film se vuelve un venturoso escenario de lo fortuito.

El cierre de Los tonos mayores se abre a la circularidad de las flores. Así, la película no se mueve hacia nosotros sino que encuentra la forma de hacernos ir hacia ella. Nos ofrece una nueva capa del acertijo renovando la posibilidad de imaginar. Un final circular donde no nos da nada nuevo, sino que más bien deja que nos acerquemos a seguir desplegando el juego de fantasía, pistas y elucubraciones.

Que una directora de 30 años haya estrenado una película como esta, es un evento más que relevante. Con estreno mundial en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata 2023 y selección en Berlín 2024, premiada además en el Festival Internacional de Jeonju, en Málaga y Seattle, la ópera prima de Ingrid Pokropek no se cansa de agotar funciones: permanece ahora en la cartelera del Cine Arte Cacodelphia. Ahí, en el subsuelo cinéfilo de la Ciudad de Buenos Aires, decenas de espectadores aplauden a sala llena cada fin de semana. 

Hay que ver Los tonos mayores. Y hay que aplaudirla, disfrutarla. No todos los días se encuentra una pieza con tal capacidad de mostrar sin juzgar, y menos aún, caminando el territorio pantanoso del drama adolescente. Esta película es un lugar seguro donde desplegar los sentidos con la certeza de que no se nos dirá qué pensar o qué sentir, ni siquiera se nos limitará al lenguaje verbal. En este film hablan también las partituras, los cuerpos, los fantasmas, los puntos y las líneas y, como ya debe ser claro a esta altura… también hablan los silencios.

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Yexalen Aquino

Colaboradora