Como si fuera mentiroso y nudista, en taxi voy, Hotel Savoy y bailamos. Y ya no sé si es hoy, ayer o mañana. Buenos Aires se me figura, después de ver El Jockey (2024), como un territorio de disputa entre realidad y fantasía. Así la configuran las vanguardias literarias, con realismo y cuento fantástico, y el rock nacional, con brillos y asperezas. Se va tejiendo un mito. En cercanía de estos imaginarios, se coloca la película de Luis Ortega, que cuenta una historia de transformación y adquiere una forma de narrar que implica entregarse a lo que pueda surgir. ¿Qué fuerzas impulsan esta metamorfosis? ¿Cómo aquello que ya conocemos, identificamos y transitamos puede volverse condición de posibilidad para lo mutable?
–Morir y volver a nacer de nuevo.
–Bueno.
Escuchamos los primeros acordes de “Fumemos un cigarrillo” que, con su cadencia, remiten al desierto del wéstern. La armónica de la canción se fusiona con la que alguien toca en el bar de mala muerte que rodea la primera escena. Unos hombres vienen a los fustazos a llevarse a Remo Manfredini, un jockey que se toma la falopa de los caballos y se queda dormido por ahí, montado con casco y todo, con la boca abierta. No podés desaparecer a cada rato, le dicen. Acorde al humor de la película, este Lou Reed rioplatense no sólo se retoba, sino que reacciona con una obediencia exagerada.
¿Qué tengo que hacer para que me sigas amando?, le pregunta a Abril, su pareja, jocketa ganadora, y ella contesta Morir y volver a nacer de nuevo. Él la mira a los ojos, le dice Bueno y la besa. Cumple. O eso parece: se toma una petaca escondida, sale a competir, va ganando, pero se desvía de la pista contra el enrejado del Hipódromo de Palermo. ¿Hacia la calle? No podemos determinarlo porque, aunque la cámara nos coloca detrás del lomo del caballo, a la altura de su adrenalina, el montaje corta en el momento previo a un posible impacto y nos devuelve al espacio de un aparente renacer, el Hospital de Clínicas.
Remo despierta con un vendaje que lo acerca a una criatura outer space y con un ojo diferente al otro, toma la ropa de una paciente y sale. Pero es a partir de un cambio en lo agudo de su voz que comprendemos que se transforma en otro, en otra, en Dolores. Como parte de su metamorfosis, la vemos aparecer a cada rato en distintos puntos de la Ciudad. En una esquina de Microcentro, en la Boca, entra en el subte, sale en el Hipódromo y vuelve a las escaleras mecánicas. ¿Cómo se traslada a esos lugares? ¿Están conectados de manera secreta? ¿Muere y vuelve a nacer? La elipsis y la fragmentación, unidas a la hipérbole general, estimulan nuestra imaginación, habilitan lo imposible sin que podamos afirmar la concreción de un suceso mágico, pero tampoco negarlo del todo.
–El don del caballo es la velocidad.
Dolores vagabundea por calles intermedias, pasillos, pasadizos, rincones, mayormente durante la noche. Se vuelve difícil de encontrar para quienes son enviados a buscarla. Su andar por la ciudad es desde la estrechez y la continuidad, semejante a la vista restringida del animal que compite, o a la idea de pasaje, el desplazamiento de un marco verosímil por la aparición de lo sobrenatural.
En el Hipódromo, Remo pasa por un túnel, arrastra y golpea la fusta contra el techo, genera, a través de la repetición y la interrupción de los sonidos, un ritmo. Acelerado, brusco, vibrante. Los sintetizadores y las guitarras del soundtrack siguen ese eco y guían la flexibilidad y la rigidez de los cuerpos en la pantalla. Después del accidente, en un espacio que se va abriendo, se escucha un bandoneón pausado, cuyas notas parecen estirarse, predominan pianos suaves, boleros de épicos melodramas, un coro. En ciertos momentos de oscuridad hay aturdimiento agudo y, cerca del final, retorna el beat campante de la década de los 60.
¿Vos creés que estoy acá?, pregunta Dolores y su amigo responde Nadie está acá. Estamos vivos. Si no, no nos querrían matar. En otra escena, ella explica que los caballos han sido domesticados sobre todo para la huida porque su don para la supervivencia es la velocidad. A través de cómo se transita la ciudad, se explora otra función de esa virtud. Si el instinto de Remo es evadir la realidad, la velocidad permite subrayarla, recorrerla insistentemente y, de esta manera, cambiar la percepción. Sobrevivir implica andar al compás de la persecución, vivir debe tener otro ritmo.
Lo sonoro marca el pulso de la narración, produce una atmósfera envolvente que permite que lo fantástico se integre con lo cotidiano de forma dinámica, como si ambos registros fueran de la misma naturaleza. Una sensación de atemporalidad y un fluir constante, como si se tradujera la forma lineal de la pista de carreras. Y es lo sonoro, con la presencia insistente de canciones y sonidos reconocibles, populares, asociados a la tradición local, incluso a la masculinidad de galanes, gauchos, dandis modernos y compadritos, resaltado por los movimientos de caminata, baile y desfile, aquello que logra invertir sentidos.
–Nadie aprende a amar.
–Vos sí.
¿Cómo se trasciende el umbral del extrañamiento al cambio? Abril reconoce con un nombre la transición de Remo a Dolores. Como si agradeciera, Dolores le dice vos sí aprendiste a amar. “Hay que aprender a amar” es el título de un parágrafo de La gaya ciencia. En esta obra, Nietzsche compara al amor con escuchar música. Para aprender a apreciar la singularidad de la música, para distinguir sus notas y lograr entregarnos enteramente a ella, se requiere un esfuerzo para soportarla (…) y tener paciencia con su aspecto y con su forma de expresarse. Lo sonoro capta repentinamente nuestros sentidos, pero eso no significa que su escucha no demande una conciencia. Nos acostumbramos a su complejidad al punto de esperarla y de producir una realidad en la que lo raro sería que no estuviera allí. Apreciamos la dificultad con una apertura cuidadosa a lo distinto, con ternura hacia lo extraño, hasta que esta se transforma en una belleza nueva inefable; hasta transformarnos.
Al imponer su forma, la música habilita que nos relacionemos más con cómo es que con cómo debería ser. Menos limitada por lo moralizante, la noción nietzscheana del amor se aleja de la idea de conocer mejor al otro, propone un olvido. Esa es la ética amatoria de Abril. Julia González Narvarte analiza la canción de Virus —banda que aparece en el soundtrack de manera contundente— “Transeúnte sin identidad” como la condensación de la fantasía del viaje como proceso que posibilita una transmutación, una búsqueda queer de des-identificación. El Jockey literaliza el deseo de ser otro a partir de un pedido que se hace desde un amor que no juzga ni impone una corrección a las conductas. Remo no hace un camino para volver a casa, ni lo espera una Penélope, no es un héroe. Desanda su trayectoria, deja en el olvido al campeón, se vuelve Dolores, impide cualquier modelo ejemplar para desplegar su singularidad, su diferencia ingobernable y rodearla de afecto.
Colaboradora