Parte del paisaje

Cruzando géneros. Un recorrido por el cine de Lucrecia Martel (2024) de Fernanda Alarcón es un libro que apuesta por una escritura botánica sobre el cine donde las imágenes tienen la potencia de perturbar las jerarquías de poder. ¿Cuánto se puede ver en películas que se resisten a los determinismos del pensamiento?

“¿Se puede decir algo nuevo sobre Lucrecia Martel?” es una pregunta que atraviesa el libro Cruzando géneros.: Un recorrido por el cine de Lucrecia Martel (2024) de Fernanda Alarcón, publicado por la editorial EUDEBA. La pregunta encabeza la contratapa y a la vez se va desplazando a lo largo de los cuatro capítulos que componen esta apuesta por una escritura botánica sobre el cine. La respuesta queda en manos de un posible lector que vaya dejándose seducir por una sensualidad formal propia del mundo de las plantas, donde lo que está ahí no es “lo que parece”, sino lo que puede aparecer en tanto acontecimiento único, en tanto pura explosión perceptiva. Allí la mirada de Alarcón encuentra su punto más alto y sus descripciones los trazos más precisos. Allí donde aparentemente se ha dicho mucho, ella vuelve a mirar y repara en paisajes, en sensaciones, en posibles acoplamientos de elementos que no saltan en una visita superficial, pero tensan desde los bordes. Con esa incomodidad punzante, se alimenta el deseo de mirar de nuevo acompañados de una lectura que no nos dice lo que tenemos que ver, sino que nos muestra la forma de sus ojos. 

Un aspecto clave del libro, que parece pasar directamente de las manos de la autora a los posibles futuros lectores, es su curiosa dimensión temporal. Cada capítulo es una exploración a fondo de alguna película que despliega todo un universo a su alrededor. Quienes tenemos el gusto de haber visto algo del recorrido previo a su publicación, sabemos que Fernanda arma constelaciones de sentido al pensar y encuentra figuras para compartir generosamente aquello que está viendo. El libro, a su vez, se detiene minuciosamente en el análisis de imágenes que recuerdan al propio modo de filmar de Lucrecia Martel, tan abierto a distintas lecturas como minucioso con sus formas de usar el lenguaje. La Niña Santa (2004), La ciénaga (2001), La mujer sin cabeza (2008), y el camino hacia Zama (2017) van trazando capítulo a capítulo un camino no lineal ni cronológico de las películas, sino más bien una suerte de estela afectiva de cómo fueron apareciendo ante la atenta mirada de la autora.

Como indica el título, el libro propone un cruce entre dos dimensiones del género para pensar el cine: la de los géneros sexuales y la de los géneros discursivos. Esa mirada a doble lente permite echar una nueva luz sobre aquello que Fernanda observa en el cine de Martel. En un primer momento, esto nos habla de una metodología de análisis que parte de un encuentro con las películas, en la cual estas aparecen antes que cualquier perspectiva teórica. Es en ese primer encuentro comunitario, incómodo y cariñoso que describe la autora donde se da un primer acercamiento hacia un cine que no se deja atrapar del todo. En un segundo momento, este movimiento indócil muestra una apuesta ensayística y una opción por la belleza de las palabras que van a describir aquello que está siendo mirado. En ese sentido, la de Alarcón es una escritura que, como la mirada misma, se mueve en tiempo presente, casi como si pudiésemos verla en acción trazando las líneas de sus observaciones sobre el cine. Allí la sorpresa es clave y abre un espacio donde el libro se encuentra con lo fantástico como forma de perturbar los límites de las distintas jerarquías de poder: sexo, raza, clase, lenguaje.

Podríamos decir que Cruzando géneros sugiere que un lugar para el asombro es un lugar para la apertura. De ahí que los cruces que su autora hace con las películas de terror japonés, con el cine clase B, con la jardinería y con la historia del arte aparecen como formas nuevas de pensar las potencias de un cine que perturba, que incomoda y que, a la vez, no se puede resistir a la tentación de seguir mirando. La doble perspectiva de género de Alarcón vuelve a pasar por esos límites difusos y se detiene en cómo esos contornos hacen contacto con otros mundos, con otros seres, con otras formas de habitar el mundo.

Si bien el horror, la quietud y la inacción son partes del universo “marteliano”, Fernanda encuentra planos, imágenes y paisajes en los que por un momento esos mundos podrían no estar condenados a una fatalidad anunciada, es decir, instantes en los que la temporalidad circula de otra manera. Allí el libro encuentra su apuesta propia y profundiza en una crítica social que no habla de un determinismo naturalista que se limitaría a ilustrar un estado de podredumbre de las cosas, sino que, por el contrario, encuentra en ese mismo estado pantanoso otras formas de vida microscópicas, donde los acoples pueden ser otros, donde el miedo puede cambiar de lado y las víctimas pueden convertirse en espectros que acechan y deambulan haciendo temblar los fundamentos sobre los que se construye la sociedad blanca y occidental. En ese tambaleo de las certezas, una adolescente puede atormentar al adulto que abusó de ella, un conquistador español se mezcla con la colonia calurosa y un jardín tapa sólo parcialmente los secretos de una clase alta que oculta horrores sin nombre.

El libro de Alarcón repara en esa tierra que no puede terminar de sepultar los secretos, porque como bien lo sabe su escritura botánica, la tierra es vida y no muerte. Allí donde se quiere ocultar, en realidad se devela, se planta algo que va a volver transformado. Retomando la pregunta inicial, podríamos concluir que lo nuevo está en quien mira, en una autora que puede encontrar otra luz para mirar un cine que, pese a su consagración en el campo cultural, se mantiene indomable para las teorizaciones abstractas. Alarcón encuentra en el jardín, en la selva, en los pimientos de La ciénaga espacios privilegiados para la aparición de los fantasmas insepultos de una sociedad violenta, racista y cómplice, pero que, sin embargo, no puede terminar de extinguir la diversidad de lenguas, de pieles, de formas de vida minúsculas y rebeldes que hacen pie con otras para seguir existiendo. Cruzando géneros es una apuesta valiosísima por transitar esos mundos, por mirar esas formas de resistencia vital en lo que no puede ser capturado por ningún determinismo del pensamiento. El libro es, fundamentalmente, una apuesta valiente por mirar con ojos que invitan a germinar otras formas de vida en las imágenes. 

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Ofelia Meza

Codirectora