En Hombre sin H, el cine se adentra en un territorio donde los límites entre la música, el cuerpo y la identidad se desdibujan. La película repasa toda la vida del icónico intérprete brasileño Ney Matogrosso, y demuestra por qué es un artista que se inventó a sí mismo para poder existir.
Desde la infancia, tal como lo evoca la película, marcada por la opresión familiar y un padre autoritario al que pasará gran parte de su vida intentando perdonar, Ney Matogrsso deja claro que nunca fue un niño como los demás: “No soy un niño, nunca lo fui, ni siquiera cuando lo era”. Esa frase, que resuena como un eco a lo largo de la película, refleja una niñez vivida más como resistencia que como inocencia. Hombre sin H captura ese contexto donde el pequeño Ney ya soñaba con escapar de los moldes rígidos de una sociedad que nunca supo qué hacer con alguien como él. Un mundo que lo asfixiaba.
Antes de convertirse en el artista que incendiaría escenarios, el protagonista atravesó un capítulo de su vida que parece un contrasentido: su paso por el ejército. Un lugar disciplinado, inflexible, donde su esencia parecía no tener espacio. Sin embargo, fue allí donde ocurrió un momento clave: tras años sin verse, Ney se cruza con su padre, ambos uniformados, y solo pueden intercambiar el saludo militar y unas pocas palabras. Esmir Filho retrata ese momento con crudeza, anticipando la larga batalla interna del personaje por reconciliarse con su origen.
El director filma esos entrenamientos militares con un pulso coreográfico que recuerda a Beau Travail (1999) de Claire Denis. En ambos casos, los cuerpos de los soldados son moldeados por la disciplina, la repetición y el esfuerzo físico. Al mismo tiempo, la cámara introduce una tensión latente, casi homoerótica, que subvierte la idea del ejército como espacio exclusivamente viril. La luz sobre la piel revela una sensualidad implícita; los planos del protagonista marchando, sudando bajo el sol, anticipan que ese cuerpo no sería domesticado: en su interior ya habitaba el artista que lo transformaría todo en movimiento y deseo.
Más tarde, en San Pablo, vemos al joven Ney abandonar la estructura castrense y, casi como un acto de rebeldía biológica, descubrir su voz de contratenor. La escena es decisiva. En medio de un ensayo coral, cuando el director pide que solo las mujeres sigan cantando, la voz de Ney sobresale en un registro inusualmente agudo para un hombre. El director interrumpe, sorprendido, y reconoce en ese instante que allí hay una voz muy especial, distinta a cualquier otra. La película representa ese momento como un despertar: por fin aparece una voz tan singular como la persona que la habita. Ese hallazgo no solo marca un quiebre biográfico, sino también la consolidación del personaje que Filho va delineando.
Su fuego interior, entonces, empieza a encenderse a través de la música. Primero con cierta timidez, luego rápidamente indomable, Ney se abre camino en un Brasil que oscila entre la represión y la explosión cultural de los años 70. Como sucedió en muchos países de Latinoamérica, la ascendencia anglo se inmiscuyó en nuestras propias culturas una década antes. En Argentina, aparecieron Charly, el flaco Spinetta, Lito Nebbia; en Uruguay, el negro Rada y Eduardo Mateo; y en Brasil, emergieron grandes figuras como las de Caetano Veloso, Gilberto Gil y Rita Lee con Os Mutantes. Estos artistas cimentaron los comienzos del tropicalismo, un movimiento cultural de vanguardia que rompió los estándares de la época, desafiando a la censura del régimen militar.
Matogrosso compartía con los tropicalistas una época y una energía transgresora ineludible. Aunque no formó parte del núcleo original, su potente presencia escénica y su forma de romper los géneros lo emparentaron con ese movimiento. Como Caetano o Gil, Ney fusionaba influencias extranjeras con raíces brasileñas, pero añadía algo más: el cuerpo como instrumento político y artístico. Hombre sin H transmite esa conexión, mostrando cómo Matogrosso fue una extensión radical del espíritu tropicalista, llevando la fusión cultural hacia territorios de libertad corporal y performativos inéditos para la época.
En esa dirección, primero a través de Secos & Molhados, Ney traza su propia estrella en la cultura brasileña. La banda fue innovadora al mezclar el pop y el rock con elementos de la música popular brasileña (MBP), y por sus extravagantes presentaciones en vivo, el uso de maquillaje y vestuario exótico, inspirados en el teatro kabuki japonés.
La cinta captura su tránsito por escenarios pequeños hasta llegar a convertirse en un fenómeno único: un cantante que, sin pedir permiso, transforma la canción en un ritual de libertad. En ese orden, desde el comienzo, Ney no solo interpretaba canciones: las encarnaba, las desarmaba y las incendiaba. Nunca necesitó a nadie más que a él mismo. De allí su pronta partida de Secos & Molhados. El salto a su propia carrera solista fue una necesidad vital. El protagonista siente que incluso dentro de la ruptura que significaba Secos & Molhados había límites que no estaba dispuesto a aceptar. Al emprender su camino en solitario, diseña un espectáculo que rompe con cualquier norma de la música popular: escenografías teatrales, maquillaje que desafía la masculinidad hegemónica, y una presencia que desafía la gravedad. La película muestra esos primeros shows como actos casi clandestinos, donde la libertad empezaba a ser peligrosa pero también contagiosa. La banda tocaba en escenarios reducidos con moho en las paredes y olor a humedad en el aire.
Matogrosso se maquilla, se viste como odalisca indefinida, mitad clown, mitad diablo, y pisa el escenario con una intensidad que hipnotiza. Lo que logra transmitir Jesuita Barbosa con este papel es notable: da cuerpo y alma a una figura cargada de simbolismos, sin caer en la imitación plana. La cámara captura su ferocidad escénica y su vulnerable humanidad fuera de la misma. La película lo sigue en sus eternas metamorfosis: el cuerpo pintado, los ojos delineados como cuchillas, la sensualidad que desafía géneros y etiquetas. En cada gesto, hay un forajido que se niega a ser domado. Después de que se baja el telón, la película deja espacio para otra versión del protagonista. Las luces se apagan y Ney deja a un lado su máscara. Lejos de la fantasía teatral que lo eleva al rango de mito, vemos al hombre vulnerable, casi frágil, que observa su propia leyenda con una mezcla de distancia y asombro. Detrás de toda su intensidad performativa, habita también un hombre que se permite mirarse desde afuera.
Esmir Filho acierta al revelar que esta también es una historia de perdón. El perdón a su padre, que lo rechazó y lo marcó para siempre; el perdón a un mundo que lo juzgó por atreverse a ser él mismo; y el perdón a la propia vida, que le arrebató tanto, pero nunca pudo apagarlo. La epidemia del sida arrasó tanto con amigos como con amantes. El dolor de sobrevivir cuando tantos quedaron atrás es inmenso. Sin embargo, en cada pérdida, Ney encuentra una nueva piel. En ese gesto, tan metafórico como literal, la película inscribe su mirada.
Este es el retrato de una mutación perpetua, de un artista indomable que convirtió su cuerpo en manifiesto y su vida en resistencia. Una película necesaria para entender que Ney Matogrosso no canta canciones: las transforma en actos de libertad. Su arte arremete, sacude y libera.
Hombre sin H termina recordándonos que Ney nunca se detuvo. Incluso a sus más de 80 años, a su modo, sigue reinventándose, cantando con la misma voz que descubrió en San Pablo y moviéndose ya sin la intensidad de un joven indomable, sino como un hombre sabio que conoce cada herida y cada triunfo de su cuerpo. La película deja una certeza: su existencia entera es una obra en construcción, una coreografía infinita y luminosa que desde su origen desafió las normas y las etiquetas.
Colaborador