Makoto Shinkai: Maestro de las pequeñas cosas delicadas

El japonés Makoto Shinkai se afianza como uno de los grandes directores de animación contemporáneos. Con un estilo inconfundible, combina vastas atmósferas, animaciones minuciosas y un tono conmovedor pero sobrio. En sus películas cohabitan dioses, estaciones y desastres naturales, junto con la percepción del mundo desde vidas singulares, objetos cotidianos y espacios abandonados. Y es de esa alianza entre lo inconmensurable y lo íntimo que brota el rayo violento de la fascinación.

Ya en su primer cortometraje, Ella y su gato (1999), Shinkai condensó el núcleo autoral que años más tarde lo consagraría con Tu nombre (2016). En apenas cinco minutos, Shinkai construye un relato sencillo pero cargado de afecto: la historia de una chica y su gatito, al cual el mismo Shinkai da voz. Realizado íntegramente por él en un pequeño departamento, recurrió a composiciones simples en escala de grises para poder llevarlo a cabo sin ayuda externa. Pero más que un paso calculado hacia una carrera como director, Ella y su gato nació como un gesto íntimo: un regalo a una persona amada que pasaba por una crisis. Por medio de la chica y su gatito, Shinkai buscaba transmitirle que estaba bien vivir así, atravesar la fragilidad, la desorientación y encontrar apoyo en las cosas mínimas. Las imágenes no tienen profundidad simbólica, muestran lo que son: un hogar desordenado, la vida compartida, las estaciones del año. Muchas parten del punto de vista del gato, el mundo visto desde su mundo, en un juego de mamushkas que va del apartamento al cosmos.

Ella y su gato (1999)

El universo de Shinkai también incorpora elementos de la historia reciente de Japón: el Gran Terremoto de Kanto, el tsunami de Tōhoku, anomalías climáticas y el abandono de espacios semiurbanos. Al mismo tiempo, aborda temas que atraviesan a la sociedad japonesa actual: la pérdida de tradiciones, la distancia entre ciudad y campo, y jóvenes que lidian con pérdidas, violencias, desorientación y deseos de transformación. Los planos detalle de objetos y escenarios reconocibles –un reloj Casio, electrodomésticos genéricos, revistas, desorden, paisajes urbanos vacíos– transmiten gran familiaridad. Pero incluso cuando trata temas de gran escala, Shinkai lo hace siempre desde la mirada subjetiva de sus protagonistas. No persigue el gran relato, sino que apuesta por pequeñas historias que otorgan sentido a una realidad fragmentada, sin buscar armonía.

Esa comunión de fragmentos forma la superficie material de sus obras. Shinkai exhibe vastos cielos con estrellas relampagueantes y atardeceres urbanos teñidos de azules profundos y púrpuras brillantes, que ya son su marca registrada. Los contrastes entre luces y sombras crean un efecto inmersivo, como si los contornos del marco se desvanecieran. Estas vistas están enmarcadas desde un punto de vista que nos revela a los personajes observando lo que nosotros vemos. Ya sea en una naturaleza sobrecogedora o en una ciudad vertiginosa, los espacios no son meros escenarios, sino entornos afectivos que nos sumergen en el tono emocional de la historia.

Esta preponderancia de la mirada subjetiva también se refleja en la gestión de lo cercano y lo lejano entre los protagonistas: una dulce distancia que mantiene unidas sus vidas en Ella y su gato, 5 centímetros por segundo (2007) y El jardín de las palabras (2013) a través de los escenarios. La trama avanza con lentitud, respetando los tiempos de los protagonistas, quienes mueven la narrativa. A la vez, la ambientación musical aporta profundidad afectiva que se extiende tanto en los momentos dramáticos como a instantes aparentemente insignificantes: trasnochar dibujando, trenzar cuerdas tradicionales, diseñar zapatos o permanecer en un tren detenido por la nieve. Cuando no se trata de canciones, la banda sonora incorpora melodías que evocan lo natural y lo ritual –como el goteo del agua, una reverberación sugiere profundidad espacial, o tintineos brillantes. Algo misterioso, atrapante y profundamente emocional surge de la conjunción entre imagen y sonido. A ello se suman composiciones armónicas complejas que alternan acordes mayores con tensiones menores. Así, Shinkai construye atmósferas que llegan al espectador sin recurrir a un simbolismo que cargue las imágenes de significado explícito.

Al ver sus películas, llama la atención cómo los primeros planos otorgan a los objetos un protagonismo insólito. Shinkai amplifica las cosas hasta revelar sus detalles más íntimos, logrando una mirada poco habitual, donde los objetos que suelen ser accesorios se transforman en el núcleo alrededor del cual gira la escena. Esto no es un mero capricho estético: si la puesta en relieve de lo objetual contiene un sentido estético, es ahí mismo donde se encuentra y dialoga con su dimensión ética. Se trata de los márgenes, muchas veces minimizados, de una humanidad que se desplaza más allá de sus límites. En otras palabras, estos procedimientos difuminan los contornos entre la humanidad de los protagonistas y el mundo “externo”. ¿No está Mitsuha –Tu nombre– incompleta sin el mundo de cuerdas, lazos y dioses antiguos que forman parte de su vida? ¿Es posible quitarle a Suzume –Suzume (2023)– su banquito estropeado de tres patas? ¿Se puede hablar de Takao –El jardín de las palabras– sin su pasión por los zapatos? En efecto, existe todo un mundo objetual que les da sentido a los protagonistas. Más allá de sus límites, personajes como Mitsuha, Suzume, Takao y Taki coexisten con esa constelación de objetos curiosos que los rodean.

El jardín de las palabras (2013)

Aunque no todas sus películas incluyen una fuerte presencia de la religión shintoísta, un hilo rojo recorre toda su filmografía: la presencia de un mundo más que humano. La tríada formada por los filmes Tu nombre, El tiempo contigo (2019) y Suzume hacen de la naturaleza el vaso comunicante entre el mundo humano y el divino. Cuando no está directamente tematizado –como en Tu nombre con el mito shintoísta del hilo rojo–, estas películas proponen diversas experiencias-umbral donde el shinto conecta con los protagonistas, como un torii sobre un edificio, un espacio reservado al dios Musubi o puertas que conducen al más allá. Estas van más allá de una función ilustrativa: son la materialidad visual y los recursos objetuales-afectivos que operan como espacio liminal al superponer el mundo humano con el divino. Y si decimos objetual-afectivo es porque son cosas y espacios cargados de una vida emocional: el rezo de Hina por un cielo despejado para su madre, el pedido de Taki a los dioses por el regreso de Mitsuha o el viaje de Suzume al mundo de los espíritus donde estaría su difunta madre. Puertas, toris, arroyos y cuevas son esos umbrales que los protagonistas atraviesan y, por un juego de la cámara, también participamos del movimiento, ya sea cruzando detrás de los personajes o asumiendo su punto de vista. El umbral, espacio de separación pero también de vínculo, aproxima mundos.

Las tres películas emplean el umbral como punto de conexión entre planos espaciales y temporales, en sintonía con la cosmovisión shintoísta. Uno de esos umbrales es el vínculo entre el sueño y la vigilia, cuyos límites Shinkai desdibuja: incluso si los sueños ofrecen solo fragmentos inconexos, reclaman su lugar en lo real. Estos pasajes también permiten el cruce entre distintos momentos, propiciando encuentros entre pasados, presentes y porvenires posibles. La ambigüedad entre planos de realidad y temporalidades atraviesa toda la tríada. ¿Era un sueño o es el futuro? ¿Lo imaginó durmiendo o lo vivió? ¿Soñó con ser otro o en verdad lo fue? Aunque son los personajes quienes cruzan, esa temporalidad extraña se inscribe también en los objetos que los rodean: la cuerda que une a Taki y Mitsuha –Tu nombre– es su mismo lazo temporal, y el banquito que acompaña a Suzume –Suzume– atraviesa el tiempo, los sueños y el amor con ella.

Suzume (2023)

De este modo, Shinkai logra una cohabitación de tiempos y planos distintos de la realidad, con el trasfondo shintoísta que sirve de marco. En esta tríada, el shinto aparece en una faceta enigmática, siempre desde la experiencia de protagonistas que desconocen o han olvidado viejas tradiciones. Sin embargo, cada uno se abre camino para tocar y conmover la superficie etérea de los dioses. Las recetas guardan un ingrediente común: la atención. Malebranche decía que la atención es la oración natural del alma. Una mirada en el momento justo, una curiosidad implacable hacia lo desconocido, o atender a lo que nadie ve. No sabemos si Shinkai reza, pero su obra otorga una gentil atención a todo, desde pequeñas criaturas y objetos inanimados hasta dioses arcaicos que aún se asoman en nuestro tiempo.

Se dice que los cronistas medievales daban cuenta de todos los eventos, sin distinguir entre grandes y pequeños. Visto hoy, de esa práctica emana no solo una igualdad entre los hechos, sino una forma de mirar que deja convivir lo disonante sin someterlo a una armonía forzada. Algo de ese gesto aparece en el cine de Makoto Shinkai. Las cosas aparentemente insignificantes reciben el mismo cuidado que los grandes momentos de la trama, dejando florecer –como un verdadero maestro– las pequeñas cosas delicadas.

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