Océanos de tiempo

¿Vampiros enamorados vs. sujetos cool desinteresados? En un mundo que invita a la desafección sistemática, el cine sigue estrenando películas sobre las pasiones del conde Drácula y nos invita a preguntarnos qué pueden decirnos hoy los vampiros sobre el amor.

Hace unas semanas vi los ojos cristalizados de Caleb Landry Jones haciendo del conde Drácula en la última película de Luc Besson. La pantalla grande del cine y la oscuridad de la sala hacían que esos ojos tuvieran una inmensidad oceánica. Ante ellos, me asaltó una pregunta recurrente: ¿acaso hay algo más lindo que ver a un vampiro enamorado? Es difícil no suspirar con sus corazones rotos, con su imposibilidad de soltar, con la elegancia desmedida que se sostiene como el último eslabón de un mundo en decadencia. En ese mundo que se desvanece, el amor y la imposibilidad de morir son las únicas constantes. Quizás porque al vivir eternamente nos permiten imaginar que el amor, también, puede ser eterno.

En los últimos meses se estrenaron películas como Nosferatu (2025), de Robert Eggers, y la mencionada versión de Drácula (2025), de Luc Besson, además de una próxima adaptación de la historia del famoso conde de Transilvania a manos del director rumano Radu Jude. Actualmente, el cine comparte este desborde de pasiones góticas con otras artes como la música, la literatura y la pintura, que también bucean en estos universos oscuros donde nada de lo humano –y casi humano– nos es ajeno.

Esta especie de fiebre vampírica actual me hizo pensar: ¿por qué ahora? ¿Qué está pasando en el campo de la representación que nos pide, desesperadamente, ver la desmesura reflejada en el arte? No es que lo oscuro o lo dark hayan pasado estrictamente de moda en algún momento: siempre hay reversiones y supervivencias de la más diversa índole. Desde el neogótico de los noventa hasta los emo de los dos mil, e incluso ese extraño episodio vampírico que tuvo como protagonistas a la saga Crepúsculo, The Vampire Diaries y True Blood, la oscuridad ha estado presente en los últimos treinta años. Sin embargo, es bastante llamativo que aparezcan, casi simultáneamente, dos adaptaciones cinematográficas de Drácula y la promesa de una tercera.

De nuevo, ¿por qué ahora? La pregunta me lleva a dibujar algunas ideas respecto a qué puede estar afectando la sensibilidad del público en este momento en particular. Sepa el lector disculpar que estas líneas tienen el trazo desordenado de la urgencia que intenta poner en relación unas cosas con otras. Creo que lo particular de estos tiempos es el imperativo de la desafección. El mundo grita todo el tiempo –y desde todos los ángulos– que hay que soltar, que hay que producir, que hay que hacer, hacer y no dejar de hacer: en el trabajo, en la familia, con los amigos. Pero sobre todo, y muy especialmente para pensar el fenómeno vampírico, en el amor.

El otro día, mientras escuchaba a un cantautor que me gusta mucho, pensé que la lógica del scrolleo en redes, en apps de citas, en el famoso –y muchas veces agotador– mundo del networking profesional, hace que todas las interacciones terminen por parecerse entre sí. Entonces, no distinguimos el encuentro amoroso de una transacción comercial, o en qué otro momento fue tan parecido comprar una aspiradora por internet con elegir al próximo amor de tu vida. Los movimientos que hace el cuerpo son los mismos, ¿cómo no confundirse? Es imposible. Deslizar, dar “me gusta”, añadir a listas de favoritos, guardar para más tarde, ahora o nunca. Todo sin ningún tipo de impacto material. No estoy en contra de las apps de citas, tampoco creo que debamos explicaciones de todo lo que hacemos, ni mucho menos gustar de quienes no gustamos. Pero sí creo que detrás del chiste repetido hasta el hartazgo de “simplemente no te quiere” muchas veces se esconde una crueldad que no necesariamente tiene una enseñanza. Como bien nos enseña la vida, a veces el dolor es solo dolor y el desinterés es solo eso: desinterés. Pero si acordamos en que no hay plan maestro ni teoría conspirativa de fondo, todavía nos queda el problema de que lo que se pierde en esas interacciones a mitad de camino entre la posibilidad del amor y una transacción bancaria cualquiera, es que hay personas del otro lado. Ah, ¿pero cómo no olvidarlo con una lista interminable de productos que no estoy segura de si quiero comprar?

Creo que esa disposición contemporánea ante los vínculos no nos da respuestas a preguntas existenciales, pero sí nos da algunas pistas para pensar cosas: ¿cómo hacemos para diferenciar lo amoroso, el trabajo y comprar por internet si las operaciones se han vuelto prácticamente idénticas? En esa lógica, para vencedores y vencidos –que en el juego amoroso sabemos que la inversión de esos roles es solo cuestión de tiempo– el amor se transforma en un trabajo que se hace bien o se hace mal, como si se jugara algún tipo de certificación o ascenso. Emmanuel Carrère dijo alguna vez que la posibilidad del amor es el amor mismo. Así que no me preocupa tanto el cómo lo encontremos; elijamos confiar en que puede estar esperándonos en cualquier esquina, hoy o en diez años. Lo que sí me preocupa es que no podamos diferenciar la esfera amorosa de pedir una aspiradora con envío a domicilio.

Si coincidimos en que hoy el romance es presentado principalmente como una experiencia de consumo mecánico, podríamos decir que el contexto actual traza una extraña familiaridad anacrónica con el surgimiento del gótico, que se elevó como una voz de desacato al mandato iluminista de la razón a fines del siglo XVIII. A lo largo del tiempo, esta grieta en la modernidad racionalista nos presentó a algunos de los personajes más recordados, entre ellos al vampiro más famoso de Transilvania. En esa línea de razonamiento, tendría algo más de sentido esta urgencia actual por volver a hacerle una herida oscura a la subjetividad a través del arte. Entonces, en un mundo desafectado y que impulsa a la desafección sistemática, la intensidad del vampiro aparece como su contracara perfecta. Ahí donde el sujeto cool contemporáneo scrollea al siguiente producto, el vampiro insiste y promete cruzar océanos de tiempo para volver a ver a su amada (Winona Ryder) y admirar al cinematógrafo, como el conde Drácula (Gary Oldman) de Francis Ford Coppola. En este ejemplo maravilloso por lo intenso, pareciera que la pasión y la curiosidad van de la mano, quizás porque ambas son formas de la obsesión.

En la pasión del vampiro el tiempo se detiene, se vuelve táctil y espeso. Es lo contrario a la productividad y a la compulsión. La pasión del vampiro presupone que este no nos pertenece. El tiempo, si quiere, puede dar la sensación de no pasar o de pasar muy rápido. Quizás la temporalidad vampírica sea la más parecida al tiempo amoroso. Obsesivos, amantes, estos seres de la noche deambulan por la eternidad de los placeres porque no tienen la misericordia de morir. Sin embargo, ese tiempo que se les da en exceso es para contemplar la belleza con melancolía y dolor. Luc Besson lo muestra con su Drácula en una deslumbrante secuencia en la que el personaje viaja por distintas épocas en busca de su amada (Zoë Sidel). Entre pestes, guerras y cortes extravagantes, en cada una de estas apariciones, el conde utiliza como elemento un perfume elaborado especialmente para atraer a las mujeres y, así, hacer más fácil el reencuentro con Elisabeta. El plan parece marchar bien hasta que llega a la exuberante corte francesa y, con los ojos cristalizados de impotencia, dice: “No puede creer lo que este mundo ha hecho con el amor”.

Con las recientes adaptaciones cinematográficas de Drácula, pienso que la pasión se esconde en el cine, se refugia de un contexto que impone el ascetismo generalizado. Allí vamos a oscuras a purgar con los vampiros lo que el mundo te dice que sueltes porque es demasiado. El vampiro nos ofrece una imagen contrapuesta a ese imperativo: él no puede adaptarse a los tiempos, es el pasado que retorna, que irrumpe e incomoda. Es aquel que, con su obsesión, interrumpe la temporalidad compulsiva, la cuestiona y la injuria. Quizás por eso su figura sea de los mejores antídotos a la desafección contemporánea, porque nos invita a escondernos del scrolleo eterno en una cajita de música. Quizás esto sea posible al menos el tiempo que dura una película; después vemos el resto.

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Ofelia Meza

Codirectora