La mirada atenta a lecturas y films construidos desde lo íntimo y lo vital tiene la potencia de reponer los diálogos accidentales y susurrados que se tejen entre autorxs que, aun perteneciendo a distintas historias y geografías, funden sus obras en torno a un núcleo compartido. Así es que el film Tengo miedo, torero (2020) me devuelve la imagen del encuentro entre Manuel Puig y Pedro Lemebel, figuras inflexivas para repensar hoy la apuesta crítica de las estéticas populares y desviadas.
Hay un resto vital en el gesto de aquellxs autorxs que nos revelan en la construcción de su obra fragmentos de discursos, miradas y dispositivos, movimiento que habilita cruces y recorridos de otra manera inaccesibles. Pienso en la generosidad de Manuel Puig, cuyo aporte resulta esencial por haber transgredido y echado por tierra las artificiales divisiones entre materiales considerados de “alta” y “baja” cultura, lo cual ubica su obra entre las más grandes expresiones de la pop culture en América Latina. Esto da cuenta del compromiso para con una identidad estética de lo popular que, en lugar de subestimar y estigmatizar a los sujetos que la conforman, pone en funcionamiento sus consumos más entrañables y significativos -el cine clásico de Hollywood, el kitsch, el radioteatro, el tango y el bolero-. Puig inaugura desvíos entre las filas de materiales convencionalmente valiosos para la crítica cultural y los presenta transformados como una suerte de mapa cuya pista resulta enriquecedor perseguir. Su primera novela, La traición de Rita Hayworth (1968), recorta en su título tal vez la manera más precisa de nombrar estos desvíos: el dispositivo estético de Puig es en sí mismo un gesto de traición, un quiebre estructural que habilitó nuevos soportes formales en la literatura. Las novelas de Puig traicionan desde la pluralidad que disuelve al narrador unívoco dándoles lugar a las voces de los márgenes, con el uso de las lenguas grotescas del melodrama y con la construcción de pedagogías sentimentales que, a la manera de un subrayado irónico, se muestran críticas al pacto de seducción y poder establecido por la norma sexo-genérica y pasional-romántica heteronormada propia del consumo cultural occidental.
Si desde su narrativa fragmentaria el eco de la voz de Puig arroja críticas soslayadas al sistema cultural y moral tradicional, hallo al pensar la obra del autor, performer y activista LGTB chileno Pedro Lemebel su doppelgänger, aunque de apuesta crítica más directa y radical. Su única novela Tengo miedo, torero (2001) condensa e intensifica los principales núcleos estéticos del universo Puig y me gusta pensar que, sin dejar de ser tan única y autónoma como es, constituye un fervoroso homenaje al pionero en materia de traiciones.
La reciente adaptación cinematográfica de la novela de Lemebel (bajo la dirección de Rodrigo Sepúlveda, 2020) constituye una propuesta audiovisual sumamente atractiva para dar cuenta de las zona de contacto entre estos dos autores, ya que encarna el carácter híbrido entre el barroco sentimental folletinesco y la belicosidad propia de la traición. La figura principal es la de Loca del frente (Alfredo Castro), una mujer trans habitante del Santiago azotado por la pobreza en los años de la dictadura de Pinochet, cuyos medios de supervivencia son el trabajo sexual en los cines para adultos y los encargos que realiza como costurera para las familias de los altos mandos militares. La puesta en crisis de la pedagogía amorosa heteronormativa se instala en la historia de la Loca con Carlos (Leonardo Ortizgris), militante comunista del Frente Patriótico Manuel Rodriguez.
También el diseño de la banda sonora del film, protagonizado por los boleros y canciones populares que la Loca sintoniza en la radio de su hogar, resuelve un arco tácito con la obra del autor argentino, estrechamente sintonizada con los discursos amorosos del bolero y el tango. Suerte de refugio de la realidad chilena, hostil con su pueblo y particularmente con la comunidad política de las locas -verdadero refugio e identidad para la protagonista de esta historia y para el propio Lemebel-, la radio es para la Loca el cable que conecta su hogar con el show. Las performance de la Loca sostienen la conexión con el universo de las divas -tan propio de Toto en La traición– y, mientras la música suena, en su caserón desmoronado reina la alegría de quien excede un límite. No casualmente, la primera escena de perfo en el film nos presenta a la Loca y a sus compañeras desandar lo lúgubre de un velorio a través del cuerpo en movimiento y la vitalidad del coro que vuelve mantra la canción de Paloma San Basilio: “y me siento libre/ libre/ libre”. También la conectan con la noche, escenario para los juegos de seducción con Carlos. Entre luces tenues, es siempre ella quien domina y recorre el espacio, mientras que el espectador, hechizado, solo puede complementar sus movimientos. El lip sync narra el despliegue erótico de los bailes y en cada uno la Loca ensaya los ademanes de su ser-diva: las sábanas se vuelven biombos para juegos de sombras, los volados de sus polleras enfatizan el ritmo de su danza y a través de los boleros imparte la orden: “Invítame a pecar / invítame, o te invito”.
Esta estética de picardía y exceso estalla finalmente en la escena en que la traición se pone en juego en su mayor potencia: sobre las extensiones que se abren al costado de la ruta donde el FPMR planea llevar a cabo el atentado contra Pinochet, Carlos y la Loca exponen su propia versión del toreo andaluz, significante fundamental de la pasión y la seducción en la tradición literaria y cinematográfica. En clave sudaca, pobre y marica, zurda y guerrillera, arrojando dagas por doquier, la Loca es la femme fatale que, al sonido de las trompetas del himno homónimo a la novela y film “Tengo miedo, torero”, de la artista andaluza Lola Flores, toma la mantilla y lidera el duelo de atracciones que tensiona su vínculo con Carlos. La atmósfera de esta escena, sin dejar de lado cierto tono irónicamente épico, resulta absolutamente íntima. El montaje, de una gran precisión rítmica, intercala planos amplios de la Loca en plena danza, recortada sobre la magnitud del paisaje, con planos cortos de Carlos, destinatario y cófrade de la ficción erótica. Sin embargo, la manera en la que se privilegian e intercalan los primeros planos de ambos hace presente la potencia de una mirada que anula el espacio-tiempo por fuera de ella. Mirada que denuncia que esta traición, sin dejar de ser radicalmente política, está contaminada de juego, y nos volvemos entonces cómplices de una travesura
En el no-espacio fuera de la ciudad se encarnan dos sentencias, particularmente trabajadas desde el guión, que funcionan de inicio a fin: no hay comunistas maricones, y la revolución no incluye verdaderamente a las locas. Entonces allí acontece otra revolución, donde guerrillero-toro y trans-torero pueden exhibir un entramado amoroso que rompe con el pacto heterosexual que tanto la restricción militar como su reverso revolucionario sostienen. “Pero cuando torero jugueteas con la muerte, yo me olvido de mi miedo”, escuchamos mientras vemos a la Loca manosear los límites y la desviación se personifica y desborda. Mientras la ficción del rodeo está en marcha, la afección de los cuerpos suspendidos en su propia transgresión triunfa sobre el par muerte-miedo conformado por las violentas imposiciones del sistema-género y de las doctrinas políticas.
Esa habilidad para vestir la traición de gesto alegre y ofrecerla en toda su simpleza y en toda su potencia habla de cuán valiosas resultan las lecturas de autores como Puig y Lemebel. Sus obras constituyen un umbral a partir del cual es posible recuperar y exhibir el valor crítico de materiales que se ha pretendido descartar pero que desde los márgenes insisten, resuenan y traicionan.
Colaboradora