Ser sólo Ken es un problema hasta que deja de serlo. ¿Cómo se configura la reflexividad en una película que vuelve tantas veces sobre sí misma? Tal vez una manera sea apelar al género más autorreflexivo de todos: el musical.
Barbie (2023) de Greta Gerwig buscó y logró generar un universo de imágenes de colores explosivos, música y, por tratarse de una película “de autor(a)”, millones de caracteres de crítica cinematográfica. Se habló de todo, pues es una película que quiere hablar de todo: el feminismo, el capitalismo, el cine, la existencia humana, el famoso multiverso. La apuesta podría resultar interesante en sus premisas, no es muy frecuente encontrar una crítica social en el universo del cine mainstream o, si la hay, siempre está lavada por todos los -washing que conocemos. Sin embargo, ahí radica el problema: Barbie no pretende hacer una crítica social, sino todas, y sus modos de hacerlo pueden resultar más discursivos que imaginarios, más lingüísticos que cinematográficos. Se configura así una película que de tan autoconsciente se vuelve paranoica, de tan didáctica se torna abrumadora.
Esa autoconciencia de la totalidad es la contracara del hermetismo que caracteriza al mundo artificial y perfectamente simulado en el que viven las Barbies, repleto de todas las gamas de rosa, texturas brillosas, superficies pulidas y duras como el plástico. Ese mundo perfecto y cerrado de repente se torna consciente de sí mismo ante la existencia de su antítesis, el “mundo real”, el otro lado del pliegue. A partir de allí es cuando la película no para de manifestar su necesidad de posicionarse discursivamente de un lado y de su contrario, expresándose —insistimos, en lo verbal, en lo discursivo— en todas las posturas posibles, en todos los códigos; no sea cosa que alguien se ofenda. No vamos a correr al mainstream por izquierdas ni pedirle más de lo que puede dar, pero en esa dialéctica cerrada, en esa pedagogía total que plantea Barbie, pareciera que el lugar de lx espectadorx se reduce a la superficie de su butaca. Y tal vez tantos trailers nos prometieron algo más.
Acá no vamos a hablar de ese mundo total que se abre como un cuerpo en un quirófano y se nos revela transparente: así como nos entregamos a la arbitrariedad ficcional de que Barbie caprichosamente deba trasladarse al mundo real (a Los Angeles, por cierto, pues no íbamos a ir a La Matanza) para solucionar su incipiente conflicto existencial, te rogamos, lectorx, que nos acompañes a entrar en una fisura posible dentro de Barbieland: la fisura del musical.
Una vez que Ken regresa a Barbieland con el objetivo de instaurar su ecuestre patriarcado, la Barbie estereotípica (Margot Robbie) se propone retomar el poder. El plan de las Barbies para reconquistar su amada Barbieland consiste en jugar con la psiquis de unos Kens envalentonados por una colección errática de baluartes de la masculinidad. El Ken de Ryan Gosling vuelve a la casa de ensueños conflictuado y mientras discute con sus Kens vecinos, empieza a sonar suavemente un piano. En un atardecer imposible (pero siempre visible, porque la casa de Barbie no tiene paredes exteriores), Ken canta Parece que no importa lo que haga / Siempre soy el segundo / Nadie sabe cuánto lo intento. La cámara va alejándose poco a poco de esa figura de Adonis y nos llenamos de esperanza: no se trata únicamente de una parodia de los lentos o power ballads que dura dos planos, llega el número musical que la película anunciaba desde la artificialidad de esas escenografías a las que cada vez que se puede se les ven los bordes.
La canción se vuelve más asertiva con la llegada del primer estribillo y la entrada definitiva de la guitarra de Slash (sí, Slash), que acompaña el verso que la titula, I’m just Ken. Ryan Gosling se lamenta ¿es mi destino vivir siempre una vida de fragilidad rubia?, sin prestarle demasiada atención a la batalla burda que se desata en la playa, obviamente en cámara lenta. Él está subido cual capitán de pelotón a un barco con forma de caballo, cantándole a Barbie aunque enfrente suyo haya una manada de Kens. Tal como nos enseñaron las convenciones del videoclip, las canciones introspectivas dividen en capas las imágenes. Lo que sucede detrás del personaje que cavila es un telón de fondo más o menos borroso que aumenta la sensación de desesperación pero que, al mismo tiempo, no puede ser tan llamativo como para que dejemos de prestarle atención a quien nos cuenta lo mal que la está pasando.
La música va in crescendo Los Kens se miran y dan directivas. Montan en sus caballos de plástico y empuñan sus raquetas de tenis de playa. La película vuelve a velocidad normal y el ritmo de la canción se acelera, ya no es un lento. Un solo de guitarra musicaliza el “ardor” del enfrentamiento. Ken se saca una flecha con una ventosa y se sorprende de su fuerza. Al parar una piña, empieza a filtrarse: Ryan Gosling hace una ola que termina en el brazo ajeno mientras canta Quiero saber cómo es amar / cómo es ser verdadero / ¿es un crimen o no soy sensual si tengo sentimientos? La cámara empieza a rodearlo mientras sigue la lucha, pero lo único que nos importa es mirarlo a él, porque está empezando a ver otras posibilidades en su entorno. Entremezcla ganchos con gestos danzarines hasta que se pregunta ¿Es finalmente mi momento o estoy soñando? Y cambia completamente de registro, vocal y discursivo, mientras suspende un No soy un soñador. Su voz, etérea, se abre un eco en la composición cuando por fin se encuentra con el Ken asiático (Simu Liu) y en el momento en el que abren los brazos como para matarse a palos de una vez por todas, un destello blanco, surrealista, crece entre ellos. Todos los Kens se ven afectados por esos copos de magia del sueño. Una repetición distorsionada del No soy un soñador nos confirma que sí es un soñador, que él y todos los Kens y nosotrxs también lo vamos a ser por un ratito. Todo lo que necesitaban era amor.
Ese destello, esa suerte de grado cero, diría Deleuze, es el enlace del montaje para llevarnos a la secuencia más onírica de la película. Del universo hipercodificado que conocíamos hasta ahora pasamos a un escenario sinuoso, un espacio abstracto y sin historia en el que la percepción se descodifica; al fin un poco de silencio, un espacio para el espectador. Un sintetizador irrumpe para hacer sonar un hit ochentero, como las mejores Barbies. La división de los Kens cobra materialidad en un set mitad celeste, mitad rosa, aunque el límite entre las dos partes no es una línea inquebrantable sino que se funden en algún lugar del suelo. Ken despliega sus poses de fisicoculturista cual Johnny Bravo ya en sincronía con la música, y su ejército, ahora uniformado en negro, se levanta para devenir cuerpo de baile. La lucha, en el mundo onírico del musical, no puede ser otra cosa que ballet.
Ryan Gosling y Simu Liu intercambian algunas formas más de pelea, simulan tirarse flechas, rugen como gatos, juegan al piedra-papel-tijera. Ahora el orden de las capas se alteró: lo que más capta nuestra mirada es esa danza tan esperada que parece expandirse en todas las direcciones, porque no hay paredes que la contengan. Los dos Kens líderes se entregan a la magia de los sintetizadores mientras un coro divino repite su nombre y la película nos regala lo que nuestros corazones anhelan: un plano perfectamente simétrico en perspectiva casi cenital en el que se inaugura el juego entre luces rosas y celestes para bañar a los bailarines. Ahí es cuando la abstracción de los cuerpos es total, una coreografía matemática digna de las icónicas y sincronizadas masas de Metrópolis. El coro ahora nos pregunta ¿sientes la Kenergía?, ¿hay límites para el ornamento de la masa?
Los Kens hacen formas geométricas para impedir la pelea cuerpo a cuerpo entre sus líderes, que no pueden tocarse entre esas paredes humanas. La música genera un ascenso agudo, anunciando la caída. Los Kens corean Lo sos, lo son, lo somos a la vez que se van deslizando hacia los costados, sobreimprimiendo sus rostros como los de las bailarinas de Busby Berkeley. Este gesto pone en escena la disolución de los conflictos: los Kens se homogeneizaron en un cuerpo de baile para dar fin a la contienda y terminaron por darse cuenta de que todos son sólo Ken. Todos están reunidos bajo ese slogan que les otorga una aparente secundariedad con respecto a Barbie, pero, por sobre todo, todos se encuentran en ese sueño musical para unificarse en un espacio en el que sólo están ellos, en su pura potencia. Sólo (y eso no es poco) son Kens, inundando un espacio vacío, desplegándose en la superficialidad de las dos dimensiones. Y en esas dos dimensiones es lx espectadorx quien dará la tercera, al ser invitadx a entrar en el juego. Paradójicamente, la profundidad y la “seriedad” del juego aparece donde se exalta la superficialidad y el puro artificio
Al final de las caídas, Ryan Gosling vuelve al principio: I’m just Ken, y varios de los suyos usan el ballet atrás y saltan como jamás han saltado antes. Ryan/Ken mira a cámara: en el sueño eso también vale. Para la repetición del estribillo, después del I’m just Ken un coro ya victorioso dirá y soy suficiente. La toma cenital vuelve para mostrarnos un cuerpo ya cohesionado, chasqueando a la vez. La perspectiva desde la que se configura este plano lo transforma en el modo más artificial de narrar, es el plano que pone en abismo y nos mira desde su centro, porque se elabora precisamente teniendo en cuenta de manera deliberada a quién está mirando. Hacerse cargo de eso nos recuerda que estábamos ante una película que, entre tantas otras cosas, hablaba sobre nuestra relación con el universo de juguetes más importantes de nuestra infancia.
Ryan y Simu se dan la mano y vuelven a hacer la ola que inició la epifanía del primero. Ahora todos amigos y felices gritan que sólo son Kens, y la vuelta a la playa de Malibú es otra sobreimposición. Porque ahí están, entrelazados, aceptando ser sólo Kens, aceptando ser algo que no sabían que podían ser antes de esta secuencia. Al número le sigue la conversación definitiva entre Ken y Barbie, en la que ella le explica un poco eso que aprendimos en la canción: que él es Ken y que puede ser alguien independiente de ella. Ken, seguro, tranquilo, se tira en el tobogán de la pileta, y ya la próxima vez que lo veamos va a tener el célebre buzo que dice “I’m Kenough”, un juego de palabras entre Ken y suficiente. Y esa suficiencia ahora es un punto de partida, una nueva potencia que se manifiesta en estos cuerpos que ahora recobran sus colores y singularidades para empezar algo que antes no era imaginable… que no tiene nada que ver con caballos.
I’m just Ken es sin dudas el momento más glorioso de Barbie. La resolución de los conflictos identitarios de Ken lleva en sí una ominosidad más declarada que todo lo que tiene que ver con el personaje de Margot Robbie. Es un momento en el que la película parece hacerse cargo del artificio en el que se sostiene y darnos la grandilocuencia que la Barbie estereotípica no está en condiciones de protagonizar por sus eternos conflictos. Entre tanta cita formal y referencias que parecen quedar en el puro guiño icónico, la secuencia más artificial y arbitraria de la película se vuelve la más opaca, la más abierta y le da a lx espectadorx un lugar dentro del film. Durante unos minutos, la película que nos asfixiaba en su palabrerío, ahora nos deja jugar también con las Barbies (o con los Kens), ser parte de ese mundo suspendido y de pura potencia del juego, aunque sea por un rato.
Codirectora
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