Una película para mirar de nuevo la paternidad, para volver a revisarnos como hijas. El primer largometraje de la directora costarricense tiene el mérito de haber logrado una pregunta existencial sin arrojarnos de lleno a buscar respuestas. Como toda piedra preciosa, brilla y nos embelesa.
Dos nenas miran a papá golpeando el portón de un garaje. Con su puño, con su brazo, con su cabeza. Una, la más chica, pero ya no tanto, siente miedo y se hace pis encima. Mamá pone fuerte el volumen de la radio para no escuchar lo que ya escucha, para que la música sea más fuerte que el ruido metálico que se estrella contra las chapas. La otra hija, adolescente y más brava, insiste al padre para que deje el escándalo y vuelva al auto, para que redima su acto y se tranquilice. Papá no solo no para, sino que crece en furia, en desmesura, en bronca sin destino ni razón, y choca con la frente de lleno, de bruces, cabecea con saña y se pinta la cara de sangre. ¿Cuál es el motor de esa bestia? En el auto, una madre quieta y una niña meada. La hija mayor, de rostro angelado y pelo revuelto, sale del coche para rescatar al padre, para auxiliarlo. ¿De quién lo protege, si es él su propio carnicero? Una escena de inicio que es la de un final, la condición para un despertar eléctrico de la inocencia.
Tengo sueños eléctricos (2022), la ópera prima de la costarricense Valentina Maurel nos transporta hacia el paisaje estival de San José, una ciudad que es fondo y superficie de la mirada de Eva. La joven de dieciséis años, tras la separación de la pareja que dispara esa primera escena, decide tomar partido y seguir incondicionalmente a su padre, pese a sus arranques furiosos y por momentos temerarios. Martín, ese padre idealizado que le convida sus primeros cigarrillos, le invita cervezas, la lleva a sus fiestas bohemias y la hace parte de su círculo de artistas, le regala la libertad. Eva lo elige y se va a vivir con él. Su madre, que se queda con la casa familiar, y de quien la vemos gradualmente alejarse, encarna a sus ojos la figura prolija del aburrimiento, de las obligaciones de un modelo adulto al que Eva rechaza por monótono e insensible a sus curiosidades. Se trata, entonces, de una historia de crecimiento, un coming-of-age latinoamericano, una ficción de una adolescencia que se consagra y se desvanece en la misma imagen. Y es, también, la historia de un padre y una hija nadando juntos contramarea. En algún punto, la pubertad los enlaza: Eva la lleva en su edad cronológica y Martín busca melancólicamente recuperar la suya. Cada uno a su modo, se permiten entrar y salir de esa etapa bisagra de la vida y convertirse, a veces, en adultos y, otras veces, emprender regresiones a la infancia, como aquella vez que suben las escaleras de la empinada a cococho. La imagen que más circula del film, y que es también la que más me gusta, dice algo de eso: una hija grande que le enrula la barba a su padre con caricias, como un gesto común que comparten desde que ella es chica.
Sin embargo Eva, esa nena o mujer según la escena, ya no tiene un cuerpo infantil. Aunque ande desgarbada, use ropa vieja y no le importe demasiado cómo vestirse, irradia sensualidad y el placer del descubrimiento del cuerpo. Cuánto cuidado y sutileza hay en los gestos de Daniela Marín Navarro, esa actriz con más años reales que Eva y que, con delicadeza y candor inigualables, nos dobla y nos desdobla a lo largo de su interpretación. Porque lleva el cuerpo actoral a una zona de erogeneidad constante y absoluta, y porque no pierde la ternura aún cuando solo es fuego, y humedad, y excitación que suscita. Eva, la que muerde la manzana, pero también la que soporta el peso del devenir adolescente: esa etapa tan explorada como misteriosa, cuando las aguas de la infancia y la adultez se cruzan, y nos damos cuenta de cuán arbitrario e impreciso es separar la vida en segmentos. En ese limbo vital construye su personaje esta joven: entre el roce y la fricción, el juego y el arrojo, el asco y el deseo.
Vuelvo a verla por segunda vez, y me pregunto: ¿Cuál es la música inaudible de esta historia? Hay una pulsación llamada violencia, una campana que muchos conocemos ya desde la infancia y que hoy, como adultos/as, usamos como flecha acusatoria, aunque pocos sabríamos definirla sin abarcar todo el rango de las experiencias humanas. Disfruto de aquellas obras que se atreven a desviar los cursos de lo que no sabemos, y creo que empecé esta película con una pregunta por mi padre y me fui con una acerca de mi condición de hija. Hay inquietudes que son regalos. ¿Cómo podemos revisar un pasado sin cancelar a los que amamos, sin asumir que toda rabia es nociva? De un tiempo a esta parte, en una época en que las tecnologías y el mercado marcan el latido moral de nuestros vínculos, la etiqueta de “violencia” en las relaciones paterno-filiales permitió alzar un escudo de protección para sus víctimas, pero dejó en la sombra de las explicaciones (y por fuera de lo políticamente correcto) aquellas aristas que contienen zonas grises y consentidas de esas experiencias emocionales. Sin negar la desigualdad de poder entre Martín y Eva, y lo problemático de sus modos de relacionarse, Maurel se atreve a reafirmar el amor que existe entre un padre impulsivo y frustrado y una hija dispuesta a acompañarlo a cruzar ciertos límites. La paternidad, zona de frontera entre el amor y el odio, queda libre de la mirada enjuiciante y severa de quienes tratan de entenderla por fuera de sus propios límites. Al decir de la directora, en una entrevista reciente: “Quería hablar de esa contradicción, de a veces confundir la violencia y la pasión con la vitalidad. De confundir la violencia con la fuerza de carácter, con la afirmación de sí mismo“.
Vuelvo al cuerpo: el descubrimiento de la sexualidad en Eva —nos recuerda a nosotrxs mismxs— no carece de dolor. Su figura, que va adquiriendo un aura erótica, sufre de decepciones, miradas severas, sexualización, malestares febriles, apretones y golpes físicos. Crecer, parece querer decir la película, siempre conlleva una cuota de violencia. La escena en que Eva se encuentra desnuda en la cama junto al amigo de su padre, llorando por sentirse incapaz de excitar a ese hombre que le dobla en años, permite ubicarnos en la geografía donde se encuentran las vivencias de las que nunca descifraremos si nos causaron más ternura, o extrañeza o desamparo. Aunque reconozcamos la asimetría de esos encuentros fugaces, aunque para eso tengan que pasar otros muchos aprendizajes y años, no podemos dejar de escuchar a Eva y conmovernos por su fragilidad: el deseo se descubre en la pérdida. Y suspendemos nuestros juicios de valor, porque sabemos que el amor, para ella, es ese instante en que se le eriza la piel. Y es esa vergüenza con la que se cubre los pechos.
/Tengo sueños eléctricos / una horda de animales salvajes / se aman a gritos / a veces a golpes /.
Pensar los hilos de tensión que unen a una hija con su padre no es tarea sencilla; en la mayoría de los casos, exige una vida entera. Hacer equilibrio en la cuerda de la ambivalencia, sin caer en el vacío condenatorio o en las lecturas justificadoras, refleja una apuesta intelectual y sensitiva enorme, y una mirada audaz y creativa. La violencia es una forma del amor, creo que quiere decirnos Maurel, aunque mal les pese a algunos discursos de época. Aún cuando sea una forma degradada del mismo, aún cuando debamos combatirla —y que quede claro: debemos hacerlo—, conviene no perder este punto de vista, o correremos el riesgo de oscurecer algunas tonalidades posibles de nuestras pasiones. En un final agridulce que desafía nuestra propia tolerancia, Eva tuerce el destino de esa relación tan cómplice como dañina y se posiciona diferente frente a una situación que nos deja en vilo. Desde la ventanilla de dos autos separados, el padre y su hija cabizbajos se buscan con la mirada, se entristecen, recuerdan una broma común y luego se ríen. Quienes alguna vez tuvimos sueños eléctricos sabemos que cuando dos fuerzas opuestas se alejan, en realidad, se acercan.
Colaboradora