Alemania: nombrarte, hermana

Una obra para curar la nostalgia con más nostalgia. Alemania es una película hecha por una hermana para otra hermana. La fraternidad, a diferencia de la filiación, es una esquina para buscar la singularidad, la posibilidad de volverse adulta sin perder la guarida de la infancia.

Alemania es el nombre de un sueño. Grandioso aunque distante, valiente aunque difuso. Es el nombre de un país y es también el nombre del sueño de Lola, una adolescente que quiere viajar a hacer un intercambio en una escuela alemana durante unos meses. Cuando la oportunidad finalmente aparece, el empeño y las ganas se revelan insuficientes para iniciar el viaje. Sin apoyo familiar y con recursos que no pasan de unos ahorros de alcancía, realizar la travesía parece poco alcanzable. Corren los difíciles años noventa, tan lejos y tan cerca de nuestros tiempos. Aún así, Lola se afirma y emprende su batalla: no como una historia de autosuperación o fábula meritocrática, sino justamente su contrario. Parte hacia la madurez de aceptar que, si los sueños se cumplen, es porque supimos dejar cosas en el camino.

Alemania podría llamarse de cualquier otra forma. India, Sudáfrica, Bariloche, Ámsterdam: poco importaría. Porque Alemania no es una película sobre un país, ni sobre un destino, ni siquiera sobre un viaje. Es una historia sobre nombrar por primera vez un deseo personal y abandonar las expectativas que nos depositan los demás y hacemos propias. En el caso de Lola, la decisión de viajar a pesar de la negativa de sus padres la obligará a buscar su propia independencia financiera. A través de diferentes changas que se ingenia durante un verano caluroso en Buenos Aires, tratará de conseguir los fondos necesarios para costearse el vuelo, al mismo tiempo que se esfuerza por aprobar las materias que debe en el secundario. El valor económico no será su única contienda, sino que también deberá afrontar el costo moral de apartarse de los mandatos familiares, aquellos que hasta entonces la ubicaban en el incómodo lugar de hija soslayada, de quien no se pretendía que tomara grandes elecciones, y menos una que la pusiera en el centro.

Alemania es también una forma de nombrar la fraternidad; el eslabón que une a dos hermanas mujeres más allá del lazo de sangre. Lola, la hermana del medio, la dulce Lola, soñadora, dócil y comprensiva, protagoniza la película pero no la dinámica familiar, de la que se mantiene más bien al márgen. En el centro de la misma, se encuentra Juli, la hermana mayor, la que no puede, la que sufre de un trastorno mental, la desequilibrada, la que se lastima. La película nos enfrenta con la incomodidad de la comparación, siempre presente en el mundo, en las instituciones, en las mejores familias. Así vemos una hermana menor que florece, madura, se lanza al mundo, y una hermana mayor encerrada, dependiente, cada vez más lejos de abandonar el nido a pesar de anhelarlo. ¿Habrá enigma mayor que el de ser hermana de alguien? El orden de llegada de los hermanos al hogar no determina el de su salida. 

Alemania es la quimera en la que Lola se hace adulta y se descubre, pero también es el páramo de la incertidumbre. Si el proyecto se realiza, permanecerá aislada e incomunicada de la tragedia familiar, desprendida de las responsabilidades y culpas que la rondan a diario. Cuando el fantasma de la internación psiquiátrica de su hermana acecha, Alemania surge como una posibilidad de fuga, pero que si se vive únicamente como tal será imposible de ser elegida. Entonces, para que el sueño no se vuelva una huída, y para que la distancia no se transforme en un castigo, Lola tiene que aprender el peso relativo de su propia ausencia, enterarse de lo inútil que es quedarse para bancar una causa que no por cercana deja de estar perdida. Para eso, Alemania le imprime a Lola un tiempo de tránsito, en el que no faltan las risas de hermanas, las salidas en auto, los primeros besos, las noches con amigas, la música y el baile desenfrenado. Nada mejor para una partida que llevarse un verano lleno de recuerdos. 

Alemania son los años noventa en Buenos Aires, un globo de nostalgia que nos regalan en una sala de cine. No faltan los televisores cubo, las revistas TKM, el parque de diversiones, La Bond Street, los trampolines y piletas, el surtido de golosinas, las viseras de verano, el infaltable walkman y los casettes grabados con dedicatorias. La efervescencia adolescente de la década se pintaba así, con colores brillantes, fantasías importadas, marcas y etiquetas. Abajo del colchón ya no quedaba la plata, sino todo lo que no se hablaba y se escondía puertas afuera, incluyendo la salud mental y el estatus económico que la clase media perdía. Si algo nos dejó esa década son los proyectos personales rotos, cada vez más apartados de los propósitos colectivos. 

Alemania es la historia de dos hermanas, y no de dos hijas. Es la trama que los padres nunca entenderán, porque se construye en secreto, en el baño, en el cofre de los tesoros, en el placard donde se disputa la ropa compartida. En los momentos más tiernos y dolorosos de la película, aparece la palabra de hermana, una melodía dulce y descarnada, casi siempre superpoderosa. Como un medio de transporte invisible, las hermanas se hablan y producen en ellas movimientos. Hacia adentro, hacia afuera, al vacío. En mi escena favorita (“favorita” es una palabra que suena mucho con una hermana), Juli le pregunta a Lola de qué color la ve cuando la mira. Su respuesta, quizás el momento más sincero entre ellas, es un antídoto contra la locura, la posibilidad de renombrar el daño de una forma creativa.

Es probable que Alemania no sea nada de todo lo anterior, sino una forma distinta de nombrar a una hermana. Un corte, una interrupción, un desacuerdo, una célula destinada a diferenciarse, un ser misterioso que nos azota con preguntas sin importar la distancia. María Zanetti, la directora del filme, dedicó esta obra a su hermano. No me extraña. 

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