El cosplay nuevo de la emperatriz

¿Quién no será capaz de comprender que el uso de polvo de arroz (…) tiene por objeto y por resultado hacer desaparecer de la tez todas las máculas que la naturaleza ha diseminado injuriosamente en ella, y crear así una unidad abstracta en el grano y el color de la piel?

 

– Baudelaire, El pintor de la vida moderna

Es difícil especificar un único suceso que la haya instalado totalmente en la escena pública. Habrá quienes la hayan visto lanzar el huevazo al móvil de C5N en la pandemia, presentar la propuesta de renuncia a la paternidad, los repetidos vaticinios de cierre de la TV Pública, el INCAA, el CONICET, y muchos otros grandes éxitos. Lilia Lemoine es aludida a menudo como la más polémica de La Libertad Avanza, una descripción que, de tanto que la disfruta, hasta ha replicado en alguna ocasión.

Es difícil, también, evitar el impulso de cuestionarse por sus motivaciones. Intentar entrar en el laberinto de su mente consiste en un proyecto al menos pantanoso: por la vocación declarada de controversia, por la celeridad con la que manifiesta esa vocación, y porque quizás sea incluso demasiado temprano para encasillar a alguien que pugna día a día por la imprevisibilidad. La certeza que se erige es que Lilia quiere ser vista, y esto excede por mucho su carrera política. 

No sería muy arriesgado afirmar que Lilia es la persona que más se preocupa por la estética de los representantes de su partido. Ya era asistente de producción en las obras de Milei, en Pandenomics trabajó como directora de arte y vestuarista, y desde el 2019 hasta hoy maquilla y peina al presidente para sus apariciones públicas (un proceso que le lleva unos 40 minutos cada vez, a pesar de que nunca parece modificar las patillas wolverinescas de su autoría). Ella también estuvo a cargo de la confección del traje de Capitán AnCap, con el que invitó a Milei (poco después de conocerlo) a pasearse por un evento de animé. Después adaptó el traje y lo usó siempre ella; algo que disfruta sobremanera porque Lilia es una cosplayer de renombre.

Lilia tiene un adagio de cabecera cada vez que le preguntan qué es el cosplay: “es jugar como cuando eras chico pero con mejores juguetes”, dice, a veces agregando “porque ahora los podés tener”. Lo primordial para Lilia es la dimensión de juego involucrada en el cosplay, pero no como algo menor, menos serio, más bien todo lo contrario: trabajó en sistemas muchos años para poder bancarse los estudios de efectos especiales y profesionalizarse como cosmaker, es decir, como creadora de sus disfraces. La definición de Lilia es una suerte de paráfrasis del dictamen nietzscheano de que la madurez es volver a encontrar la seriedad que el niño tenía al jugar. 

Sin que le tiemble el pulso ha afirmado varias veces que se considera artista. “Vos sos un personaje”, le lanzó Chiche Gelblung, y Lilia, con una sonrisa un tanto impostada, respondió “¿Yo? Es marketing. Es para que la gente mire… y después escuche”. Y es que quizás ella —y con otras búsquedas, la ex del presidente— sea la más consciente de la influencia de la metamorfosis corporal. Su trabajo, su juego, implica que su cuerpo sea su propio lienzo, que siempre esté dispuesto a enmascararse y negar “la identidad y el sentido único”, diría Bajtín.

¿Qué Lilia queda, cuál es la que sobrevive a todos los disfraces? Creo que la idea del lienzo se hace carne: Lilia tiene un cutis terso como la seda y un tono clarísimo de piel, producto de su profunda aversión a la exposición solar. “Si parezco más joven de lo que soy, es porque no he tomado sol”, receta, vampírica, afirmando luego que está orgullosa de haberse aceptado bella después de muchos años de haber sido friendzoneada

Lilia siempre tuvo una presencia fuerte en las redes sociales. Se involucró en política junto a José Luis Espert, durante su candidatura a presidente en 2019, y desde ese momento puso su comunicación al servicio de “la batalla cultural”. Según cuenta en el video, muy pronto empezó a recibir críticas de sus compañeras de militancia por el protagonismo de su cuerpo en todo aquello que comunicaba. Lilia las tilda de envidiosas y alega que sí puede juntarse con otras mujeres libertarias porque son lindas y porque entienden que la belleza “se puede construir”. Consciente del peso de lo que acaba de decir, mitiga luego “la belleza, en parte, es una construcción… o sea, no es un [comillas con los dedos] constructo social, ¿O SÍ?” Lilia no se compromete, incluso cuando lo que se discute es un tema que ocupa un lugar central en su vida —quizás se deba a que su madre le haya enseñado los diálogos socráticos a los tres años.

Es consciente, también, de esa característica suya: “si hay algo que yo no tengo es constancia” comenta en un vivo de su canal de YouTube, en el que más tarde reseñará libros que no terminó de leer. Hay algo en Lilia que rechaza lo único, y ese rechazo es lo más sistemático en la construcción de su imagen. Para ella la inconstancia sí es algo heroico, es su carta de presentación frente a un mundo en el que se confiesa siempre incomprendida, es lo que le permite seguir jugando, correr inocentemente después de decir que “vamos a tener fechas patrias todos los años”.

Logra su cometido: la miramos. La miramos una y otra vez, ahora en clips de las sesiones de Cámara de Diputados, de los selectos programas a cuyos productores les atiende el llamado, ya menos veces en videos que grabe ella misma. Lo que se torna un poco más complejo es la parte de escucharla, porque allí “mueren todos los disfraces”. La laboriosidad que pone en juego a la hora de ornamentar su figura de Dorian Gray se disipa en el momento en el que emite alguna máxima que evidentemente ella considera reveladora. 

Hay cierto morbo colectivo en el acto de mirarla, principalmente porque nos tienta escuchar “qué boludez va a decir ahora”, pero también porque desde que decidió hacer política se para frente a los micrófonos como alguien que quiere hablar, que parece estar segura de tener algo para decir. Se admite “enamorada de las ideas”, pero más allá de los grandes titulares y las declaraciones ostensiblemente provocadoras, cuesta bastante entender de qué ideas está enamorada. Lilia despojada de sus personajes, ya no Lady Lemon, ya no “una de las cosplayers más importantes del mundo”, se muestra muy incómoda frente a los “embates” que supone defender un argumento o desarrollar una postura. Para ella debería bastar con esa apariencia de seguridad, con su rictus de determinación, con la superficie visible de una estructura que no le interesa mucho, que no parece haberle interesado nunca.

La voluntad de escándalo y el débil andamiaje retórico ya la han colocado en el ojo de la tormenta para varios de sus compañeros. Últimamente le dedica grandes esfuerzos a enfrentarse con algunas mujeres de su fuerza política y, en particular, con Victoria Villarruel. Eligió cerrar la apelación más directa al conflicto aconsejándole, mirando a cámara y compungida, “Vicky, sos nuestra vicepresidente, comportate como tal. Qué vergüenza que te lo tenga que decir la cosplayer del grupo”. Tras una sarta de sentencias desopilantes, Lilia piensa con esta la mato y arremete haciéndose eco de quienes la cuestionan por su profesión “aniñada” o al menos humillante. El contraste forzosamente irónico está en la investidura de una y otra: Villarruel es vicepresidenta y Lilia es cosplayer; a veces también diputada, pero eso no importa. 

La única Lilia que parece sobrevivir a todas las Lilias es la que pretende seguir inconstante, la heraclítea vampiresa de cera que considera que la pomposidad de sus dichos arriesgados es la que la hace ahora digna de la mirada, pero que en definitiva no distingue de sus elaborados disfraces. Acaso sean hoy esas declaraciones los mejores juguetes que tiene, condenada a un cosplay insulso que le demanda una profundidad desconocida.