AUDIONOTA

Hechicerxs del ornamento

¿Cómo se siente el dolor?

Dulce tortura”, Cazzu

Uñas kilométricas, accesorios en demasía, caras tatuadas con facciones similares modeladas con agujas: el fenómeno del trap propone una estética en la que el cuerpo es parte constitutiva del discurso artístico. Si antes las celebridades respondían evasivamente ante la pregunta sobre las intervenciones faciales, hoy los nuevos rostros de la industria musical aceptan con orgullo la performance corporal de la intervención.

En los últimos años el trap emergió como un fenómeno cultural que dio una bocanada de aire fresco en múltiples niveles. Si bien la apuesta resulta fundamental en el ámbito musical estrictamente sonoro, en el campo de la estética visual y performativa ha delimitando múltiples dimensiones: no hay trap sin imágenes del trap. En este aspecto, el cuerpo ha aparecido como el estandarte de un cierto estilo visual y de vida. En muchos casos se trata de una búsqueda deformante de lo bello, en donde la transgresión y la fealdad, ligada al exceso y, a veces, al lujo, demarcan una nueva manera de pensar el discurso artístico. Es moneda corriente encontrar intervenciones cuyo fin es afear los cánones hegemónicos de belleza corporal en un gesto que aspira a ser disruptivo, cuando no fetichizante.

Esta dimensión de lo visual juega a corromper y carcomer ciertas estructuras de clase —y de género— tradicionalmente estipuladas. Hablamos aquí, en muchos casos, de sujetos provenientes de clases populares que efectivamente realizan un cambio en su posición social a la par que repiensan los clichés de la riqueza y la belleza. Aquel poder adquisitivo en crecimiento, propulsado por la cantidad de reproducciones en las plataformas de streaming, viene reflejado también en los accesorios y prendas de diseñador que portan habitualmente. Estos siempre se muestran entremezclados con detalles más ligados a lo kitsch en una suerte de curaduría y estilismo mixto que apunta a un hedonismo sin fronteras.

Es la propia Cazzu quien en esta entrevista pone de relieve el peso que cobra la visualidad y la estética corporal en la industria del entretenimiento para el caso de las mujeres diferencialmente. Allí, señala la estética como un “castigo” cargado mayormente sobre el género femenino. Evidencias sobre esta afirmación sobran y la trapera (si es que podemos referirnos a ella con una sola palabra) dice que mientras que en la mayoría de los casos los varones pueden lograr el éxito en la industria musical contando sólo con “su talento”, “una mujer talentosa siempre tiene que completarse y reinventarse mucho más”. Sin embargo, al menos en su caso, es interesante apuntar que esa constante reinvención no busca allanar el camino de la aspiración de “lo bello”, ligado a lo armonioso y proporcionado o al ideal femenino, sino que, por el contrario, busca la antítesis y la ruptura de, por ejemplo, el ideal de la “belleza latina”. Cazzu recuerda (ahora entre risas) el escándalo surgido en Twitter en torno a su look para la ocasión en que Bad Bunny visitó Argentina la última vez: la ropa deportiva holgada y las zapatillas grandes se alejaban por completo de lo esperado socialmente acerca de cómo debe vestirse una mujer. La artista corrompía así —en un gesto de provocación ante la industria musical— el tradicional imaginario de la “mujer latina”, siempre diosa, sensual y sobre todo “producida” desde la cumbre de la feminidad. En Twitter la gente reclamaba enfurecida cómo era posible que Bad Bunny, pudiendo tener a cualquier mujer, hubiera elegido a Cazzu, que se veía como “su hermano menor”.

Las imágenes de lxs ídolxs del trap que circulan a través de las redes son soporte de mil texturas, posicionando cada corporalidad como lienzo parlante y expresivo: brackets y dientes de lata, uñas larguísimas y recargadas, pestañas de muñeca, tatuajes sobre cualquier superficie, cejas afeitadas, peinados llamativos y hasta cirugías estéticas que en lugar de simularse se anuncian y exponen en las redes sociales.  Si pensamos la performance dentro de las propuestas de Diana Taylor, podríamos reflexionar sobre todos estos aspectos como gestos performáticos del cuerpo al tratar lo artificial, lo construido y lo ficticio; la “puesta en escena” que representa la antítesis de lo real y verdadero.

Mientras que en la actualidad asistimos a una emergencia gradual de una especie de rostro hegemónicamente bello con facciones más o menos definidas —narices pequeñas, ojos de gato, labios gruesos y mentones prolijamente contorneados—, lxs artistas del trap incorporan esa intervención corporal y, a su vez, agregan más niveles de sentido. Cobran relevancia aquí las transparencias, las capas superpuestas entre la piel y la ropa, las redes y las texturas de la lencería. Por momentos, la sobrecarga visual adopta la lógica antieconómica de la superabundancia, apuntando a una demasía que se torna grotesca frente a la clásica búsqueda de las proporciones armónicas. Una suerte de poesía neobarroca performática en el gesto y en el estilismo.

Dice Severo Sarduy que el deseo de barroco está en la conducta humana, como un impulso irrefrenable de “autoplástica” que lleva al sujeto a la búsqueda de una imagen de despilfarro inútil; la búsqueda ociosa e “hipertélica” —más allá de sus fines— que despliega las transparencias, las texturas, los colores del alarde de exceso que se configuran en la propia naturaleza del ser como cuerpo. Como si se tratara de una fuerza natural que nos lleva a pájaros, insectos y humanos a la celebración del derroche más allá de los fines biológicos y/o evolutivos. Un deseo de barroco, en última instancia, en el cual el cuerpo es el soporte de la obra y el espectáculo se comunica en una multiplicidad de lecturas, más que como un contenido fijo y unívoco.

Este afán por el ornamento conlleva a un cuerpo imposible de ser tomado en cuenta como completamente legible y con efectos estables. Amelia Jones plantea que el arte corporal, mediante su performatividad devela el cuerpo de lx artista mientras que saca a la luz su insuficiencia e incoherencia. El cuerpo, como materia prima de lo performático, no es entonces un espacio neutro o transparente, sino, más bien, un producto de las luchas entre las fuerzas sociales y sus negociaciones. De ahí que ciertos gestos performáticos surjan (y contradigan) sistemas sociales normativos y a veces represivos (como nociones de género, clase o raza) que históricamente han sido aceptados como naturales. En ese sentido, las uñas kilométricas despiertan el absurdo de la contradicción a partir de, por ejemplo, la carencia absoluta de practicidad frente a las tareas productivas del cotidiano en el hogar y la música: sin ir más lejos, por un lado, lavar los platos, por el otro, tocar un acorde en la guitarra. Una suerte de manifiesto visual donde la practicidad de lx músicx se perturba y pasa por una cuestión intelectual y proyectual; donde el género femenino también se subvierte junto con sus tareas relegadas históricamente a lo doméstico.

Sarduy relaciona la tortura con el tatuaje al afirmar que el dolor (tortura) y la tinta (tattoo) delimitan partes específicas del cuerpo, separando esa parte de su totalidad: “el cuerpo, el sacrificado de nuestra cultura”. Cada una de las intervenciones habituales en muchxs artistas del trap (tatuajes, piercings, cirugías, brackets) no solo rozan lo incómodo, sino que, a su vez, involucran el cuerpo como un lienzo sintiente. En la tapa del disco de Cazzu Una niña inútil (2020), las diferentes capas de sentido comprometen también la sensación del cuerpo en la modificación. La provocación perfora la imagen explorando la propiedad háptica que despierta en quien observa la incomodidad propia de la corporalidad fragmentada: las espinas rozan la piel desnuda y las cintas son pegadas en zonas sensibles. Entre esa piel desnuda asoma la inscripción en tinta de “frágil”, generando una ambigüedad entre el simulacro ofensivo y el dolor que procede de esa imagen. La violencia corporal surge desde la metonimia revelando una imagen profundamente sensorial. Está la tinta y la aguja, la espina y la defensa, la clausura y la exposición.

Las texturas que recubren el cuerpo lo transforman en un objeto parcial e inasible, pero como señala Sarduy, “si el fetiche fascina al exhibirse, es porque siempre se presenta como fantasma de lo separable, de lo que se puede arrancar”. Los velos que cubren esa figura despiertan la posibilidad de ser rasgados revelando lo excesivo del propio cuerpo, la sangre latente debajo de la espina de esa rosa en el rozar de los pezones.

La industria musical, y el trap entendido como fenómeno allí inserto, produce fetiches e imágenes que en su propia construcción y naturaleza deben ser fetichizables para circular y ser vendidos. Cabe preguntarse entonces ¿qué sucede con el cuerpo, siempre excesivo, en este horizonte? En una primera respuesta, diríamos que resiste por su exceso de carnalidad, como el último nicho de “lo real” que subyace detrás del artificio. Así, podríamos entender aquel “disfraz” de muchxs artistas del trap como una resistencia frente a la máquina industrial. Es decir, el cuerpo se sostiene como un bastión inconquistable a la circulación de imágenes del mercado, como una irreductible resistencia que sigue expresando el “gesto” rebelde y transgresor propio del género. De este modo, pareciera que lo mainstream consigue conservar ese núcleo rebelde que resiste a su circulación fetichizada gracias a su artificiosidad y a su ambigüedad. 

En esta venta indiscriminada de sonidos, imágenes y nuevxs ídolxs con millones de reproducciones, donde lo artificial es parte fundamental de lo visual y lo sonoro (no nos olvidemos del lugar del autotune y la generación de pistas en casi cualquier sistema operativo), Sarduy nos recuerda en una nota al pie que la palabra “fetiche” proviene del portugués fetisso, que luego dio lugar a “ficticio”, pero también, en español, “hechizo”. Quizás suceda que cada producción, cada imagen y, por qué no, esta nota y sus redactoras, sean una parte más del hechizo de esta industria. 

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Danila Nieto

Colaboradora

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