A tono con esta perplejidad, escenas más adelante, en un momento de ocio que comparte con un grupo de amigxs, la protagonista les cuenta que en el hospital en el que había estado luego del choque había una chica (confesará más adelante que se trataba de ella misma) a la cual “le faltaba el suelo, tenía la impresión de resbalar sobre un plano inclinado, de caer, de estar siempre a punto de ahogarse”. Esta imagen me hace un eco de “Fragilidad queer”, un texto de Sara Ahmed, escritora británica especializada en estudios de género, en el cual ella piensa lo queer como “una relación oblicua o inclinada con un mundo recto/hetero”. Esta figura se alimenta de todas las ocasiones en las que la protagonista procura, desesperada, encontrar algún punto de apoyo en las superficies resbaladizas por las que circula y dejar de estar fuera de lugar con respecto al resto del mundo. A lo largo de la película, el personaje de Monica Vitti se repliega al toparse torpemente con las paredes, los vértices, el piso, al tantear distintos planos en el afán de hallar con qué (o con quién) sujetarse. El espacio, entonces, deja de ser un escenario sobre el cual desplegar una corporalidad organizada para volverse un lugar donde habitar esa temporalidad, esa búsqueda, ese arrojo, esa deriva.