Hot Wheels o la autopista sin flechas

En el nuevo álbum de estudio de Rosalía, las imágenes, las sonoridades y los polos semánticos moto y mami van trazando un camino esquivo, remitiendo a la trama formal de un universo en constante expansión. MOTOMAMI, una obra centrífuga.

Cuando Spotify nos envió el resumen anual de escuchas a fines del 2019 —primer año completo en que El mal querer había circulado por la plataforma—, no nos llamó en absoluto la atención que todas las canciones del segundo álbum de estudio de Rosalía ocuparan el podio de nuestro recorrido. La fascinación era total e inevitable: la historia narrada en nuestra lengua materna, aquellos ribetes flamencos tan adorados por quienes nos criaron y un abanico de samples que hacían estallar los parlantes. No existía nada que se le pareciera. Tres años después de aquel lanzamiento, la artista catalana anuncia el advenimiento de su nueva obra: MOTOMAMI.

Reinaba una mezcla de curiosidad, sigilo y negación a cada sneak peek. Los avances que, de a pequeños bocados, iban apareciendo en redes sociales auguraban la figura protagonista del disco, la mariposa. Nos acordamos de las palabras de Didi-Huberman, que acarician la falena con la cautela de quien asiste al espectáculo de lo efímero.

“El ser que mariposea (…) palpita y se agita convulsivamente, su cuerpo va y viene sobre sí mismo, como en un baile erótico o en un trance (…) yerra y se agita al tuntún, arrastrando su cuerpo de aquí para allá en una especie de exploración inquieta, en una especie de búsqueda de la que decididamente ignora cuál es el objetivo final.”

En sí misma gesto intermitente y desestabilizador de la forma, movimiento plástico de reestructuración y escape, la mariposa emerge también en el statement inaugural de MOTOMAMI: me contradigo, yo me transformo funciona como punto de referencia de todas las mutaciones posibles. SAOKO, la puerta de entrada del disco, fue la última canción compuesta por Rosalía, punto cúlmine de un vigoroso proceso de experimentación formal. Aún así, no se trata tanto de una invitación a leer el final en el principio y el principio en el final sino de permanecer en aquella exploración inquieta que desborda las armonías y alcanza en sus imágenes variaciones inusitadas. 

Estaciones de paso

La escucha completa de MOTOMAMI nos sumerge en los distintos climas emotivos que va creando a su paso, alternados bruscamente de canción en canción e incluso al interior de un mismo tema (DIABLO, CUUUUuuuuuute). Una experiencia de tránsito entre polaridades fuertes y débiles, frías y cálidas, rápidas y lentas. De la cima de la fama a la melancolía por una infancia remota, de la desilusión frente al mundo de las estrellas a la opulencia de las marcas más codiciadas. Ya desde el título, encontramos dos figuras que articulan el objeto-álbum: moto y mami. Canciones como CHICKEN TERIYAKI o BIZCOCHITO se visten de moto, caracterizadas por los cortes bruscos y la voz percusiva; helicoidalmente, a ellas se entrelaza el polo mami de la mano de aquellas composiciones más íntimas y delicadas, tales como SAKURA o COMO UN G.

¿Cómo se hace trama de ambas polaridades? En el último álbum de estudio de Rosalía, la posibilidad de articulación se abre lugar desde lo formal. Para Paul Ricoeur, la trama es la organización de la acción en la composición poética, la posibilidad de ofrecer una concordancia discordante en dualidades complejas. El objeto-álbum aparece justamente como garante de las intersecciones entre moto y mami, no tanto extremos sino más bien climas emotivos oscilantes, estaciones por las cuales mariposear, trajes que vestir. La voluptuosidad del producto desborda las categorías pre-seteadas de los binarismos en los cuales podría inscribirse. En cuanto a lo que la sonoridad respecta más específicamente, en una entrevista con el youtuber español Jaime Altozano, Rosalía menciona que una de las palabras centrales del moodboard que dio origen al álbum era “minimalismo”. A propósito de esto, la cantante comenta la necesidad de pelar capas para llegar a la esencia que se esconde detrás del exceso de instrumentación, tan característico de su trabajo anterior. Esta búsqueda por la estructura vertebral de una canción, en contraste con El mal querer, se da mediante un procedimiento de despojo, es decir, ¿cuánto puede sacarse para que una canción siga siendo una canción? ¿Cuál es el mínimo elemento? La voz desnuda más una base filtrada es la fórmula que vertebra sonoramente la unidad al interior de cada una de las variaciones.

De píxeles y entramados centrífugos

Ya desde el lanzamiento de MOTOMAMI, el exceso caracterizó su propuesta visual, entrecruzado con el minimalismo de lo musical. En vez de inundar los rincones más remotos de la web con una misma serie de estampas, cada plataforma presentaba una imagen específica a fines de engendrar el universo caleidoscópico de cada canción. En su perfil de Instagram, Rosalía comparte las fotografías promocionales. Quienes seguimos más de cerca su trabajo, espiamos también su cuenta alternativa, @holamotomami, como si se tratara de una búsqueda del tesoro. En lo que a YouTube respecta, mientras que las versiones de official audio animan los títulos manuscritos sobre fragmentos de su cuerpo retratado, los videoclips enuncian una imaginería posible para sus melodías: paisajes silvestres, carreteras furiosas, karaokes y bailes eróticos a lo Salma Hayek en From Dusk Till Dawn. La epidemia de las imágenes continúa su curso en la live performance de la artista catalana en Tik Tok, la plataforma del momento, en simultáneo al lanzamiento del disco el pasado 18 de marzo. En aquella pieza exclusivamente imaginada para ser consumida en un dispositivo móvil, la mano izquierda de Rosalía sostiene el micrófono mientras que la derecha empuña el teléfono, que parece estar escondido detrás de un casco de motocicleta. Un pase de magia desencadena la cámara. Obstinada en ocupar ángulos imposibles y alterar el horizonte, golpea el cuerpo de Rosalía, el de sus bailarines, el fondo blanco del estudio, como queriendo extraer de cada píxel otro más. Así como la Hidra de Lerna de la mitología griega, el fenómeno MOTOMAMI hace de toda imagen muchas más, acaso incontables.

Y lo que es aún más curioso es lo que sucede en el vivo: mediante un soporte de cámara para reducir la carga estática a través de un sistema de arnés, denominado easy rig, el camarógrafo se desplaza con gran movilidad por el escenario captando las imágenes del concierto a la manera impetuosa y errática de sus videos de Tik Tok, por momentos espejo de aquellas coreografías. La transpiración, las lágrimas, los pasos estridentes y cualquier signo palpable y corpóreo de la presencia de Rosalía queda minúsculo frente a las pantallas omnívoras. La imagen se afirma centrífuga, se agita convulsivamente, se desmaterializa: la preeminencia de la información sin cuerpo pone en circulación un volumen de imágenes en un flujo frenético e incesante. ¿Y qué hay de aquellas resonancias de MOTOMAMI que circulan incluso más allá de los confines de lo que ella misma y su equipo de producción podrían haber imaginado? El célebre meme de la cantante libriana mascando chicle como una empleada administrativa, las burlas a lo osado de la letra de Hentai y las respuestas de Rosalía en tono jocoso son apenas algunas de las infinitas reverberaciones que se integran fragmentariamente a un universo que se plantea siempre abierto y en expansión. 

MOTOMAMI, álbum, imagen, producto, música y exceso entraman un todo caleidoscópico que cobra distintas formas según el prisma de la plataforma desde el cual se acceda. El móvil hace del mariposeo un procedimiento. Esta apoyatura transitoria por las estaciones se da como un baile erótico que va conduciendo la historia de un álbum que va y viene sobre sí mismo.

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Ofelia Meza

Codirectora

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Milena Rivas

Colaboradora