Pupila, un mar de noche
No sé si puedo dejarte algo que no esté sucio,
que no sea oscuro, nuestra parte de noche.
― Mariana Enríquez
La muestra “Pupila” del artista argentino Eduardo Basualdo (1977) se ubica en el último piso del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Luego de un recorrido exhaustivo por las instalaciones y muestras en exhibición, uno de los dos amigos con quien fui me dice que lo que está arriba le dio unas vibras raras, creo que la palabra “miedo” fue mencionada en el intercambio. Algo así como que no sacó fotos por eso. Los tres nos habíamos separado para que cada uno pudiera recorrer a su ritmo; así que, con esa premisa, me dirigí inquietamente hasta el último piso por escaleras.
Me detengo ante el texto curatorial que presenta la muestra sobre una pared blanca. Las leyendas introducen ciertas nociones sobre la mirada y lecturas posibles para ingresar a la experiencia. La confusión acerca de por dónde empezar el recorrido responde a la lógica laberíntica de la propuesta curada por Victoria Noorthoorn con colaboración de Alejandra Aguado y Clarisa Appendino. La primera sala, de iluminación clara, identifica la primera parte de la travesía. Figuras de globos oculares anónimos cuelgan de las paredes. El artista los traza como inscribiendo en papel, con tinta, lápiz o carbón, una posible materialidad de aquello que habita la imaginación.
Una serie de dibujos en blanco y negro articulan el laberinto de ojos en un espacio al que por momentos es difícil acceder o saber por dónde continuar. La serie es anónima pues ninguna de las obras que la componen tienen título. Más allá del texto curatorial, las palabras escritas se sustraen de la muestra. Su mínimo común denominador podría ser, por un lado, la pregunta acerca de qué se encuentra detrás de la mirada, no solo en un sentido metafórico, sino material; cuál es la maraña de materia que sostiene al globo ocular y lo posiciona concretamente para el acto de mirar; por otro, la ausencia de párpados en las representaciones. Como si uno no pudiera no mirar y tuviese que hacerle frente a algo ante lo cual no se puede bajar una cortina de piel a voluntad y que se presenta como un imperativo. Esto recuerda a una pesadilla de la cual uno no puede despertar, como si estuviera paralizado en el sueño o, en una lógica muy parecida, cuando mira una película de terror y el cuerpo extasiado no puede dejar de mirar del todo. Si los ojos del espectador se entrecierran para no darle cabida completa al terror, se entreabren por lo hipnótico del deseo de mirar.
Para la formación de la historia cultural de occidente, el sentido de la vista ha sido constitutivo. La idea de que lo racional, medible y cuantificable le responde a este sentido por sobre otros resulta central porque, en parte, uno puede controlar y “filtrar” aquello que ve, tanto corporalmente por los párpados, como racionalmente en tanto respondería a la voluntad del hombre racional. En las artes visuales, al menos cuando se presenta de forma narrativa, mirar es desear. Y aquí aparece la paradoja: ¿acaso uno puede controlar siempre aquello que ve o desea? ¿Qué lugar ocupa el horror ante el control racional?
En las obras de Basualdo aquí exhibidas, la idea de la proyección de la mirada hace un camino inverso para visualizar qué es aquello que la impulsa. Hacer un camino hacia adentro y despojar de los párpados, las pestañas y, en última instancia, progresivamente los propios marcos de las obras para pensar en la materia. Lo físico y lo terrorífico de estas obras responden a una lógica de texturas enmarañadas, frías, de líneas desordenadas, que invitan a los visitantes de la muestra a proyectar su propio miedo en esas figuras que cuelgan ante sus ojos en ordenados marcos.
Progresivamente, el despojo de la experiencia se va volviendo más profundo y los límites que aseguraban y contenían los dibujos se funden en un desborde de materia en la sala principal: una imponente instalación de 150 metros cuadrados desplegada en la última sala. Una masa oscura derramada sobre el suelo, inmensa y desordenada, que contiene figuras humanas hundidas que fueron capturadas en su intento por salir y quitarse de encima esa masa como de brea. La instalación finaliza con una figura enorme y amenazante, como una suerte de ola gigantesca que contiene y arrastra a todos esos cuerpos fundiendo su individualidad en una gran masa amorfa y acuática. La pieza está realizada con un aluminio metálico, muy liviano y delgado, maleable, cuya apariencia sugiere que la liviandad del agua fue fijada como una estatua de piedra, sin perder, sin embargo, los detalles del movimiento. Queda en el espectador atisbar a reconocer qué ve en ese cuerpo monstruoso: al Dios Hades, a la muerte o a la idea de que ese mar negro habita en las profundidades de cada uno.
Ya en el último salón me encontré con algo que aún sorprende después de haber visto la tenebrosa instalación principal: un rectángulo que solo tiene inscripta la cifra “1977” sobre un color blanco, semi cubierto de una bruma negra a la que se le suma el sonido de unos golpes. Los números inscriptos en esa superficie remiten a la figura de la lápida, pero es, sin embargo, el año de nacimiento del artista. La muestra, pudiendo concluir con la muerte o con una idea de fin, concluye con la vida en un baile circular que quizás invita a pensar que de esa masa amorfa venimos y a ella volveremos, una y otra vez.
Las imágenes son cortesía del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires.
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Ofelia Meza
Codirectora