¿Cómo narrar lo contemporáneo?

Lo último de Nanni Moretti nos permite transitar nuevamente la frontera porosa entre vida, realidad y ficción. Como si la ruptura de géneros del espacio pospandémico hubiera calzado justo en su manera de montar películas adentro de películas. Nuestra era es la de los leves anacronismos, y esto le sienta bien a la prolífica obra de este director.

Pasan algunos días luego de ver lo último de Nanni Moretti, Il sol dell’avvenire (traducida como Lo mejor está por venir), y tengo una buena reminiscencia de infancia. Una especie de hábito culinario que hacía que mi yo de 12 años ordenara sus comidas de acuerdo a un simple estándar: el de dejar lo mejor para el final. Si, por ejemplo, comía mi plato favorito, el pollo al champignon (¡quién pudiera!), ahí iba el caldo con hongos acumulándose en islas de arroz al costado de un plato que se iba agotando de a poco, con la mirada alucinada de familiares o amigos observando la escena. Si ocurría que algún tenedor interrumpiera semejante rito, intruso en mi plato buscando pinchar algunos de esos hongos —que todavía guardan la propiedad de lo mágico—, había una actitud de clausura inicial: tenedor contra tenedor, hasta reconocer la mano bienhechora como familiar o conocida, y dejarla tomar su parte, ese champignon acumulando salsa al borde del plato.

Pienso que este recuerdo puede parecer arbitrario, una intromisión del pasado, incluso un exabrupto si osa comparar la última película de Moretti con un plato de comida de mediana complejidad. Pero creo que la película de Moretti (y algunos aspectos de su obra) consisten precisamente en eso: la irrupción de lo anacrónico, lo que no tiene tiempo y asedia el presente y lo seguirá asediando hasta que no lo recompongamos, no le devolvamos el habla o la imagen. Los anacronismos son el asunto principal de Il sol dell’avvenire en su manera de narrar los avatares por los que pasa un director consagrado para contar desde el siglo XXI las repercusiones en el PCI (Partido Comunista Italiano) de la Revolución Húngara del ‘56 en contra del predominio de la URSS. Desde aquí invita a pensar en otros sentidos de lo que nuestro dialecto todavía joven denomina luego de la pandemia como “pasaje a la virtualidad”. Giovanni (el personaje del director, interpretado por el propio Moretti) va a ver sucesivamente cómo sus mundos se solapan, coliden y se desmiembran: matrimonio, trabajo, familia en un espacio pospandémico que ha perdido sus delimitaciones claras y donde todo parece inmediato como la pantalla de un celular. Ahí va el peso de mi anécdota: a la vez un ejemplo del  ¡Fort Da! con el que Freud veía en los juegos de infancias la ocasión para pensar algo que vaya más allá del más chato principio de placer, y la extensión de la misma idea para pensar cómo empezamos a sentir la necesidad de compartir. Es en este punto, por otra parte, que creo que mi anécdota ilumina bien algo del cine de Moretti que mi recuerdo probablemente no hace más que amplificar: que el arte es y subsiste gracias a una raíz comunitaria, algo así como la constitución secreta de su capacidad de proliferar y modificar los lenguajes aledaños a lo que solemos considerar como “arte en sí”. 

El Sol dell’avvenire juega este juego aunque con variaciones significativas, en otro escenario, con otros frentes que conforman una ya larga filmografía: ¿qué hacer con el comunismo, no sólo —o no tanto— el de los partidos, sino aquel del que participaron las personas en su vida cotidiana hasta la caída del muro, muchas veces por fuera de los países del “socialismo real”? ¿Cómo renovar la herencia afectiva que nos dejaron esas increíbles tentativas políticas, hoy impensadas e impensables, para incidir en una realidad que más que áspera se muestra redundante como un catálogo de Netflix y revulsiva como una mala película de acción? 

El desafío de la anacronía, como se sabe, es volverse contemporánea: ser narrada, y compensar para ello lo que el propio tiempo tiene de “inenarrable”, una suerte de imposibilidad común en el centro del pensamiento. Es acá donde el cineasta italiano pisa fuerte y retoma una compleja cuestión del cine moderno: la del mundo que se hace cine y del cine que se hace mundo. Es un fenómeno de concrescencia, como el de las plantas. Es de la misma raíz común que el arte nace y se expande en ambas direcciones, en un futuro y en un pasado impensados: el año 56’ en vísperas de la Revolución Húngara, y esa parte que queda registrada en la mirada de quienes marchan al final de la película, sin que sepamos hacia qué ni en qué rol. Moretti puede llegar a paradojas temporales y cinematográficas extremadamente sutiles: vemos actuar a personajes de ficción que participan del PCI viendo por televisión registros de archivo reales sobre los bombardeos de la URSS a Hungría. El pasaje a la virtualidad tiene como correlato de nuestra experiencia siempre esta clase de anacronismos, y queda por nuestra cuenta separar una vez más qué es ficción y qué realidad, si la diferencia es pertinente.

Hay una falta de sincronía esencial a este respecto, a la manera de una cuerda floja que tiene a un director consagrado caminando sobre ella, por demás, con otra soga en el cuello. Esta imagen debería bastar para comprender que no estamos frente a una película esperanzadora ni optimista. Como dice el propio Giovanni citando a Calvino mientras prueba la cuerda para que su personaje principal se ahorque en la escena más importante: “Pavese se suicidó para que otros puedan aprender a vivir”. Frase-vértigo, ahora que la vida imita no al arte sino a las reglas del arte, como en esa secuencia donde los jóvenes enamorados miran una película en el cine con Giovanni “dirigiéndolos” a sus espaldas. Frase-límite, ahora que el artista subordina su propia vida a la necesidad de volver a pensar el juego, en una temporalidad suspendida entre otros tiempos, entrando y saliendo tanto de su vida como de sus películas. Frase-juego, porque el artista puede morir de risa cuando ve sus invenciones tan magníficas y estridentes, cuando deja de desesperarse por el cine prefabricado a punta de arma por unos cretinos y vive en su propia piel el presente con su drama y su comedia irresistibles, aprendiendo por su cuenta que la ciencia no hace al arte y que las reglas del arte no son una técnica ni un espectáculo. 

No es el arte el que imita la vida, sino la vida la que imita las reglas del arte. Todo el mundo quiere hacer su película, pero no lo sabe. Todos tienen su versión del cine, y de la vida que lo imita. Pero no lo saben. Saben que quieren hacerlo, pero no saben qué ni cómo. ¿Destino trágico? Estamos en un punto donde el sentido de lo cómico de Moretti parece haberse aguzado como una lanza, directo al corazón inquieto de tantos dramas contemporáneos, tan estériles, incluyendo la versión sincopada del cineasta desactualizado. Quizás porque el rumor del mundo es un manjar exquisito de datos que dejan gusto a poco cuando terminamos el último capítulo de esa serie que, nos prometen, podría devolverle algo de “emoción” al mundo. Esta es la esencia de lo contemporáneo: todos traspasan sus roles, todos agitan su actividad más allá de los guiones previos o establecidos. El presente es “sin-guión”, como el efecto de una diéresis que hace legibles todos los caracteres. 

El cine como espejo, pero hoy espejo móvil. Giovanni puede perder a su mujer, ver cómo su hija se pone en pareja con un embajador polaco incomprensiblemente mayor que ella, y sin embargo “lo mejor está por venir”. En lo que podemos citar como una reversión de la cena de los justos —la escena bíblica en la que las ocupaciones personales impiden a los comensales asistir a su lugar en el banquete divino— Giovanni deja de vivir el cine como su drama exclusivo y todos los invitados a la mesa del embajador polaco empiezan a largar a la manera de una glosolalia incontenible su versión de cómo debería ser su película. Se trata del cine como y si…, mucho mejor que el nostálgico y soñador if only de las películas hollywoodenses (o que el what the fuck?! de los productores de Netflix). Es el bullir de un Ahora inquieto y polívoco, momento de esplendor donde los espejos difractan un presente populoso e incontenible. Aquí Giovanni se encuentra al fin dispuesto a compartir su manjar exquisito con otros comensales, guardando lo mejor y lo más inaccesible de su cine hacia el final. 

El cine como Fort Da del mundo hace que su semblante inquieto abra el camino a nuevos personajes. Es un momento de infancia, como cuando vemos a Giovanni jugando con una pelota, viendo cómo ésta viene y va de la pared hacia sí mismo. Extraña polivocidad que hace que los personajes no mueran prematuramente, y que parece invertir la premisa moderna de la cita de Pavese: el cine (y quienes lo hacen) tuvieron que vivir para que otros no tengan que seguir muriendo. Quizás se trate de una cuestión importante para seguir pensando lo que puede el arte en momentos en los que resulta cuestionado públicamente de manera tan inusitada. Probablemente esto se deba a que el arte se anima a hacer lo que no puede hacer el capitalismo consigo mismo: imaginar su fin, mientras este no cesa de suceder. O, quizás también, porque hay algo mucho mejor que hacer: pensar lo que viene después del final, lo que no cesa de recomenzar.  

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