Con el apogeo tecnológico en el que nos encontramos, resulta difícil no pensar en cómo se modifican nuestras subjetividades, modos de relacionamiento e interacción, con los dispositivos atravesando cada aspecto de la vida cotidiana, incluyendo, por supuesto, el de la sexualidad. Sin embargo, no pretendo realizar una lectura moralista sobre los cambios introducidos por la tecnología reciente sino, más bien, me interesa pensar en cómo efectivamente se producen estos nuevos modos de relacionamiento a partir de la práctica del sexting y cuáles son los afectos que se ponen en juego con este tipo de intercambio.
En primer lugar, me interesa pensar al sexting como una práctica que – si bien surge del manejo de dispositivos tecnológicos- no puede desligarse de lo espacial, ya que ninguna acción puede pensarse por fuera del margen o recorte en el que ésta tiene efecto. Como todo accionar humano, el sexting está determinado por el espacio en el que tiene lugar. Sin embargo, en este caso, podríamos hablar de un espacio no concreto en el sentido del recorrido tridimensional que caracteriza a un espacio habitable materialmente, aunque no deja por eso de ser táctil y de producir sensaciones hápticas.