Mujercitas (2019), dirigida por Greta Gerwig, nos devuelve la querida historia de las hermanas March desde una mirada propia. La invitación de la película pareciera ser a sumergirnos en el diálogo de un tiempo cinematográfico entre nostálgico y melancólico, a partir de una construcción atmosférica sensible y tangible
Louisa May Alcott escribió su novela Little Women a fines del siglo XIX en el contexto de la guerra de secesión estadounidense. En ella, Jo, Meg, Amy y Beth March son las protagonistas de una micro-historia que sucede en el “mientras tanto” de la macro-historia de la guerra, en la cual el deber hacerse adultas con los golpes de realidad convierte a las tiernas y traviesas mujercitas en “mujeres”. Ha pasado ya más de un siglo y la historia de las hermanas March ha sido llevada a las pantallas –tanto de cine como de televisión, incluyendo una serie animé– incontable cantidad de veces. Hoy la encargada de la transposición es la directora estadounidense Greta Gerwig, quien no es ajena al tratamiento de historias coming of age o de crecimiento. Sin embargo, la duda que pareciera surgir siempre en estos casos me asaltó desde un primer momento: ¿hay algo más para decir de una historia que se ha contado tantas veces?
Es cierto, sí, que “cada generación tiene su Mujercitas”, como leí en varios comentarios en torno al film. Esto bastaría para demostrar, en un primer momento, la matriz tan fructífera que sigue teniendo la historia de Alcott. Es más, es el propio cine el que insiste en proveernos la respuesta: en tanto exista un nuevo punto de vista, una manera otra de mirar, existirá una nueva historia que será ese “algo más”. En la Mujercitas de Gerwig hay un recorte, un verdadero trabajo de transposición de la novela a partir de la interpretación de las sensaciones que puede producir la construcción de una atmósfera cinematográfica afectiva, que es a la vez el diálogo con la subjetividad del recuerdo idílico de la infancia.
Creo que resulta bastante emotivo hablar sobre Mujercitas, una novela que muchos leímos en la adolescencia temprana, posiblemente cuando empezábamos tiernamente a amar los libros. Quizás posteriormente (o simultáneamente en mi caso) fuimos descubriendo sus versiones cinematográficas. La invitación de la película de Gerwig pareciera ser a sumergirnos en el diálogo de un tiempo cinematográfico entre nostálgico y melancólico, a partir de una construcción atmosférica sensible y tangible.
“Qué lindas son las hojas de otoño”
A propósito de las atmósferas afectivas, el concepto ayuda a pensar películas que están dirigidas a exaltar estados de ánimo, climas físicos, tonalidades afectivas, paisajes sonoros, para narrar los ritmos elusivos, constantes y versátiles de la vida cotidiana. Las atmósferas destacan las texturas de las imágenes y de los sonidos.
La película de Gerwig es profundamente atmosférica en el sentido mencionado, pone en escena un diálogo entre nostálgico y melancólico, entre un pasado idílico de la infancia y un presente práctico que es el de la actualidad, una temporalidad quebrada que va y viene, retrocede siete años en la vida de las hermanas March y regresa a su presente de adultez.
La infancia tiene una determinada paleta de colores, supongo que podrá ser más fría o más cálida según el recuerdo de la experiencia de cada individuo. En la temporalidad que corresponde a la infancia de las hermanas en el film, los colores que tiñen la pantalla son cálidas tonalidades de rojo, amarillo y ocre. La atmósfera que se construye es sumamente otoñal.
El otoño y la primavera son las conocidas como “estaciones intermedias” donde no hace demasiado frío ni demasiado calor, en las cuales se puede estar cómodamente en exteriores y jugar con una cierta seguridad de estar a salvo de alguna gran amenaza asociada a temperaturas extremas.
En las imágenes del pasado ideal de la infancia parece ser siempre una media estación, protegida por la ternura y la calidez del hogar familiar. En la secuencia de la navidad, en la cual el padre regresa de la guerra, podemos ver esta atmósfera afectiva del hogar en todo su esplendor. Por las ventanas de la casa ingresa una luz cálida, es decir, que está nevando (sabemos que es invierno) pero hay sol. También la iluminación proveniente del fuego, tanto de la chimenea como de los candelabros, le otorga una tonalidad dorada a la situación. La calidez del hogar aparece directamente representada por la presencia del fuego, de aquello que congrega a todos a su alrededor y los protege del frío exterior, del invierno y de la guerra. Todos los personajes (todos los afectos) están presentes y sentados en una larga mesa familiar, dispuestos a compartir una abundante comida entre risas y complicidades.
Las estaciones intermedias pueden generar esa sensación amorosa y cálida del hogar como en la secuencia navideña, donde el frío no es excesivo ni el calor es agobiante, sino que el clima es siempre ideal para salir a jugar afuera hasta que el cansancio nos haga volver a casa, en la cual, a pesar de que puede haber privaciones (tiempo de guerra en este caso), siempre está listo un plato de comida a ser compartido.
La adultez, por su parte, aparece con otra gama de colores en el film de Gerwig. Esto se da a partir de la organización de un triángulo geográfico que pone en relación a Massachussets, Nueva York y París. Meg y John se encuentran en Concord, aparecen sentados, iluminados por una única fuente de luz que es la vela que brilla sobre la mesa, es de noche. Están discutiendo sobre el gasto que acaba de realizar Meg en la tela de un vestido, lo cual implicaría que no quede dinero para comprarle un nuevo abrigo a John para el invierno. Sólo los rostros de ambos aparecen iluminados, sudorosos y preocupados. “Estoy cansada de ser pobre” le dice ella, “temía que esto sucediera en algún momento” le responde él.
Los colores de la atmósfera adulta son profundamente fríos, es como si la casa hubiera perdido sus marrones, rojos y ocres y la luz amarilla del sol no se colara más por las ventanas: todas parecen escenas nocturnas. Las preocupaciones por el dinero son las mismas en Nueva York, donde se encuentra Jo buscando publicar sus cuentos y corriendo de clase en clase. “El dinero es el fín de mi mercenaria existencia” le dice Jo a Friederich en la oscura casa que es el boarding school donde ambos trabajan. Las luces que entran por las ventanas son blancas y frías, ni siquiera el fuego de la chimenea puede dar una sensación de mayor calidez. Amy, por su parte, se encuentra en París, que también es un lugar frío y con preocupaciones económicas. “No quieras convencerme de que el matrimonio no es un acuerdo económico, porque lo es” le dice ella a Laurie. El espacio es el de un taller artístico con grandes ventanales por los que ingresa una luz blanca en juego con las esculturas del mismo tono. Si bien goza de una mayor variedad de colores por el ambiente artístico y cortesano en el que se encuentra Amy, son los verdes, azules, los grises y hasta los negros los que tiñen ese espacio. Me resulta muy interesante este triángulo espacial de Massachusetts, Nueva York y París en términos cromáticos, ya que la reflexión pareciera ser que el volverse adulta llega a todas partes y que ni siquiera el pueblo de infancia (Concord) puede conservar su carácter idílico, cálido y protector.
“Nunca hubieramos amado tanto la tierra si no hubiéramos tenido infancia en ella, si no fuera la tierra en la cual las mismas flores, que solíamos juntar con nuestros pequeños dedos, florecían cada primavera mientras nos sentábamos en el pasto murmurando sobre nosotros, las mismas caderas y espinos en las cercas de otoño, los mismos petirojos que solíamos llamar “pájaros de Dios” porque no dañaban los preciosos cultivos. ¿Qué novedad vale esa dulce monotonía donde todo es conocido y amado porque es conocido?” (George Eliot, The Mill on the Floss)
Las nociones de “nostalgia”y “melancolía” a menudo son utilizadas como sinónimos. Sin embargo, presentan características diferentes. Giorgio Agamben sostiene que la nostalgia está más asociada a una obsesión con el pasado, a su idealización, mientras que la melancolía sería casi lo contrario, es decir, la hiper-conciencia de que el presente se escapa demasiado rápido. Cuando planteo que la película articula un diálogo entre lo nostálgico y lo melancólico, me refiero a que habilita un campo que se maneja entre ambos polos, a partir del trabajo con los colores cálidos, que dan cuenta de lo efímero del tiempo en su carácter melancólico, y fríos que remiten a la sensación nostálgica de un pasado poético ideal y por lo tanto irrepetible. Es decir, no es sólo un sentimiento de “terminó la infancia”, sino también de un “está terminando”. Jo le dice a Meg en el día de su boda: “no puedo creer que la infancia se haya terminado”, aún rodeada de esa atmósfera cromática cálida y floreada de los recuerdos felices.
La secuencia de la playa es una de las más características para pensar el contraste entre las atmósferas de la infancia y la adultez. En ambos casos se trata del mismo lugar, sin embargo, en la adultez se constituye como un espacio radicalmente otro, desprovisto de aquello que lo había caracterizado en un primer momento. La imagen presenta un día soleado y cálido, en lo que posiblemente sea una primavera. Vemos a varias personas disfrutando de todo tipo de juegos, entre ellas las hermanas March, Laurie y el Sr. Brook. Los atuendos que llevan son de colores pasteles: celeste, rosa claro, los barriletes que vuelan son también de un beige claro. Sobre el final, la voz de Jo se superpone a la imagen de los personajes corriendo y riendo en la playa, confirmando que es un recuerdo. La voz recita un verso de George Eliot que dice así: “nunca hubiéramos llegado a amar tanto la tierra si no hubiéramos tenido infancia en ella, si no fuera la tierra donde las mismas flores crecen cada primavera”. Es un enlace a la siguiente secuencia, en la cual Beth, ya muy enferma, y Jo están sentadas en la misma playa, que se encuentra vacía y bajo un clima nublado. La atmósfera que se construye aquí es sumamente fría, los colores que predominan son el azul y el gris. Ambos personajes –contrariamente a la secuencia anterior– se encuentran casi inmóviles. Ambos personajes ya no son los mismos.
Retomando el concepto de “atmósferas afectivas” resulta interesante reflexionar acerca de cómo el film de Gerwig propone una experiencia profundamente sensorial de la infancia en diálogo con la adultez. Lo caluroso y lo frío en oposición a lo intermedio, a lo primaveral y a lo otoñal. Los colores, texturas y hasta temperaturas que construye la imagen demuestran el poder que esta tiene de construir audiovisualmente una experiencia de la nostalgia y la melancolía.
Volverse adulta quizás sea poder decirle adiós a esas medias estaciones entendidas como lo idílico, lo cálido, conocido y familiar. Ver la Mujercitas de Gerwig es para mí el verso que sigue de Eliot en el recitado de Jo, es aquello que es conocido y amado porque es conocido.
Amamos esta tierra porque un poco la hemos perdido, quizás la llevamos en nuestros zapatos y en nuestros recuerdos. Por lo tanto, crecer representa siempre un duelo, una pérdida y una aventura, de conocer fríos más fríos y calores más agobiantes. Crecer es sobre todo un diálogo constante con lo que fuimos y con lo que somos.
Codirectora