The Wire: Esbozo de una ironía futura

La serie creada por David Simon es una apabullante disección de los dispositivos de una ciudad postindustrial norteamericana. Aquí la ironía, como tropo de la reflexión y la autoconciencia, ocupa el lugar central para pensar tanto el análisis de las distintas carcasas institucionales como las ingenuidades que, como espectadores atentos, podemos a su vez ironizar. La escuela o la policía son objeto de sofisticada ironía, mientras la masculinidad queda expresada apenas como fogonazo tangencial.

La serie de HBO creada por David Simon (Show me a hero, Treme) es una profunda, sobria y apabullante disección de una sociedad en descomposición, o más bien, de un dispositivo torpe y aparatoso que funciona por inercia y que pareciera no ser otra cosa que una deriva mal diseñada por un ludópata arrepentido. En The Wire, estrenada en 2002 y finalizada, con cinco temporadas a cuestas, en el 2008, se presenta de modo radical la relojería oxidada de una ciudad en un rincón desahuciado de la imaginería estadounidense; Baltimore, ciudad del estado de Maryland, mayoritariamente negra y profundamente desigual. Tenemos, como si de un comprometido ejercicio sociológico se tratara, una historia de los dispositivos, entendiendo éstos como aquellas construcciones culturales que moldean relaciones sociales y modos de comportamiento. Es una historia de las carcasas institucionales enmohecidas de la ciudad que se van zurciendo y entramando en cada una de las temporadas. El foco es la policía, la escuela, la política, el narcotráfico. Siempre se trata de la opacidad impotente de un dispositivo que es más torpe que injusto y más cruel que sádico. En ese contexto la masculinidad, como otro dispositivo igual de cruel e injusto, igualmente fundamental en la relojería, no es analizado con la delicadeza con que se analizan los demás, sino de manera tangencial y fortuita, como ya veremos.

Toda esta red de dispositivos, sin embargo, se deja vislumbrar en una palabra que circula por cada uno de los personajes, por cada una de las instituciones, como el capital común en el que se da la autorreflexión y se abisma el precipicio al que ya no se busca conjurar. Es el juego. Esa palabrita (de ludópata arrepentido o no tanto) desborda en demasiados diálogos, en demasiados dispositivos, deambula impunemente por la ciudad, fantasma sarcástico de esa decadencia. Todos son conscientes de que es un juego, tiene reglas a cumplir y roles que ocupar, las voluntades poco importan, la mueca de desconsuelo o de triste diálogo jocoso da cuenta de que son jugadores reflexivos, impotentes o satisfechos. Es un juego amañado, no importan las reglas, exclama McNulty (Dominic West), uno de los protagonistas de la serie y el exponente decadente y derrumbado, como Baltimore, alcohólico e inestable. En la primera escena, un cadáver está siendo fotografiado por la policía y un testigo le cuenta a Mcnulty que lo asesinaron porque siempre jugaba a los dados con un grupo y cuando se incrementaba el dinero apostado, lo agarraba y salía corriendo. Por qué lo dejan jugar es la pregunta obvia y al pasar que se le hace al testigo y la respuesta es la sinécdoque de la serie. “Esto es América, todos tienen que jugar”.

Para clarificar lo que quiero decir, es importante que quede claro la eficacia de los tropos para el análisis de esta imagen. Los tropos son aquellos operadores del lenguaje que permiten saltos insólitos o inesperados respecto del uso convencionalizado. Así, se considera que los tropos fundamentales en la tradición retórica son la metáfora, la metonimia, la sinécdoque y la ironía. La sinécdoque describe el todo por la parte, es decir, un elemento se torna cualitativo por expresar el todo. Un ejemplo que da el filósofo Hayden White es la expresión popular: “Es todo corazón”, el corazón representa el todo de la persona no en tanto que centro de su fisiología, sino como una parte que expresa cualitativamente el carácter de la persona aludida. De esta manera, la imagen como parte o fragmento o huella expresa cualitativamente el dispositivo masculino.

The Wire es una serie sobria, donde el significado pervive en los rincones. Es una serie que no cuenta, sino que muestra, esboza no allana. Por eso mismo quiero detenerme en un pliegue, en un gesto, en una sugerencia. Hay una imagen que me llamó profundamente la atención. Es una imagen breve, inesperada, tenue y que podría pasar tranquilamente desapercibida. Es un pliegue en donde no habita la carcasa-policía, la carcasa-escuela, la carcasa-política…por eso me interesa, porque es una carcasa en que el juego no está planteado ni desarrollado igual, pero que aboga por el espectador hermeneuta para ensancharlo, es decir, por un espacio donde el lugar del espectador es la de un intérprete activo.

William Rawls (John Doman) es el director del departamento de homicidios de la policía de Baltimore. Es el jefe de McNulty. Un personaje secundario, tangencial, una miríada como una de tantas balas sueltas que se escuchan en los barrios pobres de la ciudad. Es un personaje agresivo y verticalista, prepotente y autoritario. Es un policía cínico que busca sobrevivir y ascender. Es uno más, en fin. Sin embargo es este personaje el protagonista de la imagen que me interesa compartir como condensación visual de otro juego, de otra carcasa quizás. La escena comienza con un personaje que, visiblemente incómodo, busca para asesinar a una de las figuras más importante de los barrios bajos, mítico por sus robos a los narcos del lugar para su reventa. Está en un bar homosexual. Mira para todos lados. La música está a todo volumen y encima del barman hay una televisión en plena pornografía. La tensión estalla; alguien le toca el hombro y le pregunta entusiasmado el nombre, a lo que responde empujándolo con violencia. En el movimiento de los cuerpos enojados y empujados aparece como entrevisto de casualidad, como un secreto descubierto por la cámara por puro azar, el director Rawls, de sweater y sonriente. La cámara, igual de sorprendida por encontrar a un personaje inesperado en un lugar inesperado, no dice nada. Se queda quieta y así como los cuerpos al moverse abrieron la aparición del teniente, apenas se salda la confusión Rawls es tapado y la escena termina. Dura diez segundos la imagen, quizás menos. Es suficiente. No se dice, se muestra.

La escena sucede en el episodio diez de la tercera temporada. Bastantes episodios después, McNulty se ríe al leer en el baño de varones de la policía un escrito homofóbico contra Rawls y listo. No hay más referencias al tema, la serie no lo retoma. Es una pista. La imagen, al no ser una toma añadida torpemente porque ya asumimos el tipo de hermeneuta que la serie demanda, ocupa el lugar de una sinécdoque del dispositivo de la masculinidad. Esa figura autoritaria y verticalista es parte del juego, es el rol, es el efecto maquínico de la masculinidad.

La ironía es otro de los llamados cuatro tropos maestros en la retórica clásica. Es el tropo de la autoconciencia, de la pérdida de ingenuidad y de la reflexión sobre la misma práctica. Por eso en su modo más estandarizado la ironía ocupa el lugar de alguien que mira con ternura, condescendencia o cinismo la práctica de otro. Podríamos decir que mientras alguien se encuentra viviendo, el ironista piensa la vida. The Wire es eminentemente irónica dado que convierte en tema de análisis eso que se vive con naturalidad e ingenuidad. La imagen que elegí ayuda a que veamos cómo incluso la serie más irónica, menos ingenua y más autoconsciente de todos los dispositivos en los que vive termina viviendo alguna dimensión de su derrotero ingenuamente. La imagen muestra el bosquejo de algo que todavía sólo se encuentra de casualidad, no puede ser tematizado con la seguridad y suficiencia con que se analiza la dinámica policial o la práctica escolar. La masculinidad hegemónica, con todos sus ribetes jerárquicos y constitutivos de la dinámica corrupta de esa ciudad posindustrial, es entrevista pero por un parpadeo de cámara repentino e inconcluso. La serie más ironista que vi peca de ingenuidad al no terminar de desandar eso que plasma tangencialmente.

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En la brevedad del movimiento de cámara que venimos analizando, nos percatamos de una de las más importantes tesis de The Wire; los dispositivos son torpes, es decir, sus efectos concéntricos son más bien no deliberados, poco organizados y más inerciales que voluntarios. El dispositivo policial o el escolar tienen sus respectivas temporadas. La masculinidad, como dispositivo igual de torpe y desplazado, igual de cruel e injusto, sólo se da como fogonazo, como otro juego con sus reglas, tipos de personajes y modo de participación pero que es jugado sin ironía, como jugamos en la mayoría de los dispositivos que The Wire puso bajo la lupa. La masculinidad opera como ese constructo cultural que moldea relaciones y modos de comportamiento como uno de los juegos vitales donde los roles están determinados y distribuidos.

Así, hay dos figuras de la retórica clásica en juego en este nudo. La ironía como ejercicio de desnombramiento y distanciamiento y la sinécdoque como expresión del todo a través de una parte que lo expresa cualitativamente. Tenemos el juego de la masculinidad con sus roles, personajes y tipos de movimiento apenas entrevisto como sinécdoque por el desborde de la imagen. Los espectadores posteriores al cisma feminista somos capaces de ver irónicamente la ingenuidad pasada.

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Tomás Sabio

Tomás Sabio

Colaborador