Las “cornudas”, las mujeres que “creen en el amor”, las ingenuas a quienes les gustan las “cosas de chicas”. Las cornudas comparten una lengua que puede habilitarnos el encuentro entre esferas supuestamente lejanas, que puede, por ejemplo, unir el mundo de Messi y el mundo de Taylor Swift.
Le cuento a mi mamá que voy a escribir un ensayo sobre las cornudas. Yo quiero suscitar intriga pero encuentro preocupación. Intento explicarle que no me refiero a las “mujeres víctimas de la infidelidad”, me refiero más bien al espíritu de ser cornuda. Me enredo en la explicación y mi mamá con toda su buena predisposición de entenderme me dice “es medio raro”. Sí, tiene razón, es medio raro. Empiezo de nuevo.
La cornuda que me interesa es una figura de la internet, es un fenómeno memético y en tanto tal, “cornuda” funciona como un término peyorativo que se burla de las mujeres “excesivamente” románticas. La cornudez no refiere al haber sido engañada empíricamente, sino que implica una posición de estar en el mundo que podría definirse como “creer irreductiblemente en el amor”. A mi me recuerda a lo que la teórica Lauren Berlant, en su libro The Female Complaint (2008), postula como la más usual denuncia o queja femenina y es que “las mujeres viven por el amor y el amor es el regalo que sigue quitando”. Es decir, se reclama la decepción constante del relato amoroso, pero no parece producirse el desencanto, ellas igual insisten en formas de negociar la búsqueda de una “buena vida en el amor”. Esta podría ser otra buena definición de “la cornuda”.
Me encanta esta figura porque está implicada en la lógica del fracaso. Tomando su “literalidad” temporal, ella ya fue engañada, pero a pesar de eso, persiste en su creencia en el amor. Jack Halberstam en El arte queer del fracaso (2011) presenta a los fracasados como aquellos que ni siquiera tienen la chance de imaginarse en el sueño de los ganadores. Halberstam reivindica la figura del fracaso como una posición que permite mirar el mundo de una manera torcida y desviada; vivir desde el fracaso habilita la búsqueda de caminos más creativos para transitar. Desde esta posición, comprendo que la cornuda no cree ingenuamente en el amor, cree “a pesar de”. En vez de convertirse en la “denuncia femenina” de la decepción amorosa, la cornuda es una creyente que afirma, al igual que Lali, que “elige creer en el amor”. En ese plano la cornuda es una categoría que exuda misticismo, aparentemente en esta época la creencia en el amor exige un salto de fe. Ahora me pregunto, ¿podemos rearmar nuestros mitos y relatos del amor gracias a la mirada torcida de las cornudas? ¿puede esta potencia creyente tener un correlato social o político?
Según las derivas meméticas, una puede ser una cornuda o tener algunas cosas de cornuda, no es tan tajante la definición y una de las cosas que más claramente cornudiza es ser miembro activo en el consumo de objetos culturales “femeninos”. Por eso mismo, quien hoy mejor engloba el arquetipo es la Swiftie.
Taylor Swift es un fenómeno monumental de la cultura pop actual. Cantante, compositora, directora, productora, se ha convertido en una figura ineludible del campo cultural y se podría afirmar sin exagerar que Swift es la narradora del amor en nuestro siglo. Desde sus inicios las canciones de Taylor, que comenzaron en el country y fueron virando hacia el pop, se caracterizaron por ser historias de amor: sus letras despliegan multiplicidad de ficciones narrativas. Sus relatos se presentan como figuras vivas del sentimiento amoroso, están “entre” momentos. Puede ser el comienzo de una relación, la primera vista del enamorado, una pelea, la gran pelea, el desencanto, un reencuentro, los celos, la felicidad, la angustia, y sigue y sigue. Las formas que toman estas figuras construyen su andamiaje en imágenes, relatos y gestos de la cultura popular. Referencias que van desde el rey Midas de la mitología griega en “champagne problems”, la imaginería romántica de la ruina del siglo XIX en “Ivy”, clásicos del cine como Bonnie and Clyde (1967) en “Gateway car” o escenas clásicas de comedias románticas en “Speak now”.
Si ella puede hacer esto sin perder identidad estética es porque siempre se encuentra enmarcada en las formas codificadas de los géneros “para mujeres”. Géneros populares que históricamente han tenido la potencia de construir mundos afectivos compartidos o lo que Lauren Berlant llama “esferas de intimidad pública”, un espacio de mediación entre lo personal y lo social. Una esfera en la que se encuentran las lectoras, oyentes o espectadoras de los mismos objetos y consideran que por esta coincidencia deben también compartir “una misma mirada sobre el mundo”. La creencia de estar marcadas por una vida común, de experiencias similares o en las que podríamos reconocernos generan un sentido de pertenencia. Berlant plantea que estos encuentros nos permiten discutir socialmente, por más disímiles que sean nuestras vidas, cómo es vivir como “mujer”. En ese marco, las cornudas configuran hoy una intimidad pública contemporánea. Las swifties, en tanto arquetipos de la cornudez, configuran una intimidad pública que dialoga, debate y se encuentra sobre la pregunta de cómo vivir el amor hoy, cómo seguir buscando una “buena vida en el amor”.
Yo personalmente empecé a escuchar discos como Fearless (2008) y Speak now (2010) cuando tenía catorce o quince años y la abandoné cuando la presión por “ser grande” me obligó renegar de los consumos “para chicas”, renegar del rosa, los discursos inocentes del romanticismo y desterrar a Taylor Swift, y muchas otras, al ocasional terreno del placer culposo. Siempre fue claro que los objetos culturales para chicas adolescentes se cargan inmediatamente de superficialidad por su “extrema” sentimentalidad. Se trata de películas, libros, canciones que suelen ser acusados de efectistas, algo ya presente a principios del siglo XX, cuando melodramas como Casablanca (1942) eran desestimados porque te hacían llorar: la cercanía afectiva inmediatamente lo descalifica.
Sumemos ahora que parte del fanatismo que genera Taylor Swift parece sostenerse en una imposible separación entre obra y artista. Las narradoras de sus canciones son siempre, por defecto, la misma Taylor (salvo expresas aclaraciones). Entonces, la identificación con las canciones (sus temas o relatos) pareciera que llevan a la identificación con ella. Esta es una diferencia sustancial con otras grandes estrellas del pop, género que se caracteriza por inflar la excepcionalidad, no hay otro como ellos: Bowie, Madonna, Lady Gaga, Michael Jackson. Taylor, en cambio, se presenta como “una más” y no hay cantidad de millones de dólares o años de tours mundiales con vestuarios plagados de brillos que vayan a cambiar esa percepción. Porque esta identificación es sentimental: ella siente igual que todas nosotras y encima nos da miles de nuevas figuraciones con las que seguir construyendo la fe en el amor.
Mariana Enríquez, en su nuevo libro Porque demasiado no es suficiente, reivindica absolutamente la experiencia de ser fan, de la locura que generan algunos artistas y la pasión dionisíaca que acomete a estos seres frente a la presencia del ídolo. Claro que, como bien recupera la Enríquez, los fanáticos no son bien vistos, su falta de racionalidad les pone un velo de sospecha frente a las mentes “bienpensantes”. Sin embargo, hay una distinción que separa fanatismos aceptables de inaceptables. Las adolescentes se presentan como abominables, ellas son las histéricas que gritan por los Backstreet Boys o lloran por Justin Bieber. En cambio, el hincha de fútbol (tipificado como masculino) sí puede llorar, gritar y emocionarse, y se lo comprende como un espacio separado de la vida que permite la descarga afectiva. Pero, ¿es imposible cruzar estos mundos?
Durante el mundial de fútbol el año pasado, 2022, la cuenta de Twitter oficial de la TV Pública se dedicó a homenajear a la selección nacional con collages de los jugadores en diferentes estéticas de los discos de, ni más ni menos que, Taylor Swift. Es decir, el canal oficial del Estado argentino utilizó la identidad visual y las canciones de la artista para representar a su selección nacional. ¿Por qué Taylor Swift? Este fue un mundial que estuvo plagado de mística de principio a fin: mística construida por relatos y afectos sobre el amor, el compañerismo, la justicia divina, la familia, la historia nacional, un Maradona plenamente sacralizado en la muerte y, por supuesto, el jueguito de patear la pelota. De alguna manera, Taylor Swift fue un dispositivo que entró en ese engranaje místico de manera perfecta.
El relato mundialista tuvo mucha mística por la necesidad de creer que aquello que se entendía como “justo”, como “merecido”, tenía que llegar: la copa, la copa para Messi, la copa para un país que suele ser el “último orejón del tarro”. Esa mística se construyó sobre relatos del amor fraternal entre los jugadores, la escaloneta como grupo de amigos, y muy especialmente, el amor de sus familias. Hubo una cornudización de los jugadores de la selección, a través de la cual sus lugares de maridos y padres se exaltaron en la construcción de una imagen clásica de familia. En ese marco, Taylor Swift era exactamente, perfectamente, una figura para darle forma a esta mística.
Al igual que pasa con Taylor, la identificación afectiva fue total. No importa cuán millonarios sean los jugadores. No importa siquiera que Messi sea absoluta y cabalmente excepcional en el fútbol: él es el argentino que dice “qué mirá bobo” sin pronunciar una sola “s”, que ama a su familia y come tostadas con manteca a la mañana. El otro día una amiga me contaba que en TikTok hay un trend para los “varones”: antes de hacer algo tenían que preguntarse sí Messi lo haría. El caso ejemplar era:
“–¿Debo likear esta foto?
–¿Está Antonela?
–No.
–Entonces no.”
He escuchado en más de una ocasión decir a mi hermano que si Messi se separa, él deja de creer en el amor. ¿Es acaso mi hermano un cornudo? Quizás, pero lo que me interesa de esto es que los relatos íntimos de los jugadores no son solo para las mujeres. El fútbol habilita el tráfico de cornudez como una lengua compartida y esto puede ser fundamental en un contexto en el que se habla mucho de la ruptura del tejido social y de la falta de una lengua en común, dónde ya no nos escuchamos o no nos entendemos. De forma ejemplificadora círculo una anécdota donde en un focus group por “justicia social” entendían justicia por mano propia.
En ese marco, se habla mucho de las formas en que el feminismo y/o el progresismo en sus formas políticas e institucionales se aislaron discursivamente: en la búsqueda de imponer el el uso de la “e” llegamos al famoso “si le seguimos diciendo elle al gato” y en las múltiples formulaciones de “tener derecho a…” llegamos a una pérdida de sentido de palabras que son centrales para la democracia, o como dice la psicoanalista Constanza Michelson las verdades son cada vez más sólidas pero el discurso no tiene cimientos. Entonces, mientras los ministerios se preocupan por instaurar términos como “las infancias” o “personas mayores”, en Twitter se habla de “cornudas y viejos meados”, hay una distancia, eso es ineludible. Las prescripciones sobre la lengua es un tema de largo debate que no pienso elaborar acá, pero sí creo que acortar estas distancias es un imperativo.
Las cornudas son consumidoras de relatos de amor, no específicamente de relatos familiares tradicionales, sino de amor, desencuentro, engaño, pasión y formas de ser felices. Las cornudas como sujetos de una intimidad pública compartida pueden ayudarnos a pensar nuevas formas de encuentro en lo social. Ellas demuestran una maleabilidad para transitar a lenguas supuestamente tan ajenas como el fútbol masculino y generar un diálogo nuevo, diferente, medio torcido y medio raro también. Pero un diálogo social al fin. La cornudez nos permite identificarnos con otros y otras gracias a sentimientos compartidos, y –¿por qué no?– creencias compartidas.
El escepticismo que caracteriza nuestra contemporaneidad hace de esta fe, la fe en el amor, necesariamente un “fracaso”. Ahora bien, creo que lo que logra ”la cornuda” es un paso más allá en el camino de la espiritualidad. El saberse ya perdedora en este mundo sin creencias obliga a reforzar la fe justamente cuando no hay garantías, incluso cuando se van perdiendo los elementos para sostener la esperanza. En un tiempo sin certidumbres sobre el futuro, la operación insensata de la cornuda puede ser un salto de fe necesario para seguir construyendo, incluso cuando nos dicen que ya todo está perdido.
Codirectora