Las margaritas: unas ensaladitas pisoteadas

En el año 1966, luego de años de hegemonía de la estética del realismo socialista en la URSS, una de las películas checas más reconocidas mundialmente salió a la luz. Se trata de Las margaritas (también conocida como Locas margaritas), de la directora Vera Chytilova. En este film, al que podremos enmarcar dentro de las producciones del Cine moderno/Nuevas Olas de Europa del Este, la directora plantea un profundo cuestionamiento desde el aspecto formal de la realización cinematográfica que se transforma, a su vez, en una crítica a la narración y al discurso en tanto dispositivo de poder. 

“Todo está corrompido”

Redoblantes, engranajes, una marcha de trompetas: la imagen y el sonido nos sumergen en un contrapunto irónico y suspensivo. Poco a poco los créditos nos introducen un mundo completamente plagado por el absurdo y con claros vestigios surrealistas.

Lo que sigue después refuerza aquel contraste, dos jóvenes mujeres (Marie I y Marie II) que sienten la desazón y el sinsentido de habitar este mundo: “nadie nos entiende, todo está mal”… y como conclusión existencial: “nosotras también estamos mal”. Ante cualquier movimiento, artificialmente provocado, sus huesos y articulaciones rechinan como puertas y ventanas viejas; ni siquiera su cuerpo se mueve orgánicamente. La cachetada que promete despertar para salir de aquel mundo de aburrimiento, nos traslada a una pradera desbordada de margaritas, en cuyo centro se encuentra un árbol de manzanas ridículamente plástico y artificial. La manzana, fruto que en el pensamiento judeocristiano se ha asociado siempre al pecado, se evidencia como una construcción a la que Vera Chytilova se referirá en varias de sus películas. El corolario de esta secuencia es que todo lo que nos habita y habitamos es simulacro y banalidad, pero esa banalidad no es vacío sino que está cargada de existencialismo, que encarnará en la pantalla el espíritu de una época con la que aún hoy nos sentimos emparentadxs.

Nueva era, nuevas historias

Las Margaritas está plagada de imágenes inconexas entre sí, de falsos raccords (discontinuidades entre planos), de artificialidad y saturaciones casi abrumadoras. Estamos en la década de los sesentas: pleno desarrollo de la llamada modernidad cinematográfica que, a su manera, tuvo su productiva faceta en Europa del Este también, donde los jóvenes cineastas confrontaban con el arte ya anquilosado y llano del realismo socialista y la experimentación brotaba por los poros… ¿por qué no subvertir la representación en los parámetros formales que ofrece el lenguaje cinematográfico? ¿por qué no subvertir los roles e historias consideradas hasta entonces “dignas” de ser representadas? Para ir más allá de estas preguntas, que podrían ser realizadas prácticamente a todo el cine que llamamos moderno (y casi por defecto, experimental) me interesa el tipo de cuerpos que la directora trae a la pantalla: cuerpos en tanto campos de disputa de poderes, en tanto discursos. Por eso creo que lo que Chytilova realiza aquí, en su película más reconocida, tiene un poder subversivo enorme, incluso hoy, en este ya avanzado siglo XXI.

Las dos protagonistas de este film son personajes que no están comprendidos dentro del marco productivo del capitalismo (tampoco del socialismo, tengamos en cuenta que la película fue prohibida en la URSS y su directora censurada por varios años hasta que pudo trabajar nuevamente), dos personajes que deambulan, divagan, que habitan la banalidad de la vida y se hacen las preguntas más simples, que a su vez son las más profundas y existenciales. Ambas podrían entenderse como ejemplos de esos personajes que tanto fascinaban a Benjamin en su Libro de los pasajes. No saben siquiera si son o no son felices y cuando su deseo se hace presente, éste sólo está volcado hacia el puro placer de comer, jamás hacia un sujeto masculino –como podría parecer en una primera instancia- ni hacia lo sexual en ninguna de sus posibilidades.

Cuerpos sonoros

Las dos amigas encuentran en el placer brindado por la comida una suerte de liberación frente al desencanto cotidiano. Su rutina anti-rutina consiste en engatusar hombres ya entrados en edad para ser invitadas a comer gratis. La mayoría de ellos queda con el corazón roto cuando deben separarse en una estación de tren, secuencia absolutamente cómica que se reiterará varias veces en el film, y que nos recuerda, en ocasiones, a cierto cine cómico de los primeros tiempos, por la música empleada y la leve aceleración de la imagen.

Estos hombres sensibles y engañados no parecen entender que no hay en ellas lugar alguno para establecer un vínculo sexoafectivo, ya que dentro de los intereses de ellas, si es que los hay, no se encuentra el sexo ni el amor.

En cambio, los momentos de ingesta son muchos, y ellas no cesan de comunicar mediante todo tipo de sonido este disfrute que les provoca la comida y la bebida. La película es una incisiva celebración de los sentidos más carnales y considerados desde la occidentalidad moderna como “bajos”: la directora apela a una imagen fuertemente táctil, texturada, olorosa, sabrosa. La preeminencia de los sentidos auditivo y visual se pone así en cuestión a partir de su tratamiento desconcertante.

Este parámetro sonoro, así como las acciones – por momentos deplorables- de ellas dos, nos sumergen como espectadoras en una enorme tensión, en una contradicción: los personajes no son positivos ni negativos, están en esa zona de linde que abre posibilidades de interpretación e identificación, que por momentos produce rechazo absoluto y por otros satisfacción ante el hecho de ver un personaje femenino agenciado y guiado por su aparente deseo.

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“¡Existimos!”: existencialismo y tiempo presente

Para las Marie, todo se trata de existir en el puro presente y del modo en que habitan este mundo, no hay un pasado rastreable ni un futuro que se asome en sus planes y anhelos. Existir (en el presente) ya es un aparente motivo de celebración, pero los momentos de diversión y de fiesta culinaria contrarrestan el desencanto existencial que tiñe toda la película:

“¿puedes oler eso? ¿qué cosa? Lo volátil que es la vida”

Y es que detrás de ese mero acontecer, de un presente efímero, se sugiere por momentos aquella angustia existencial y falta de satisfacción, aunque sin un motivo claro: ambas protagonistas parecen carecer de historicidad, no sabemos nada de su pasado ni de su origen étnico-cultural-económico, y ni siquiera poseen profundidad psicológica. Incluso podríamos decir que, desde el aspecto de su accionar, ambos personajes son intercambiables entre sí –no casualmente se llaman Marie I y Marie II-.

Al vivir en un plano de aparente banalidad cotidiana y de presente eterno, carecen de la capacidad de reacción cuando se les presentan situaciones emocionales más profundas, como cuando alguna de sus “víctimas” masculinas les declara su amor. Para las Marie, decir “te amo” o decir “huevo” es exactamente lo mismo, ya que parecen no percibir más que el plano superficial, material y vacío del significante.

Es así como Chytilova refuerza la crítica hacia la aparente inmutabilidad y neutralidad del discurso (en este caso del discurso amoroso, podríamos decir), poniendo en evidencia el nivel de su construcción y concibiéndolo como mecanismo de poder. 

La vida de las Marie pasa del reposo total al festín culinario, del vacío al festejo por “existir” y sólo estar, sin escalas ni puntos medios, sin proceso ni evolución. La transgresión habita en ellas instintivamente, y como espectadorxs incluso llega a ser insoportable cuando escuchamos el sonido de sus mandíbulas y su respiración agitada mientras disfrutan desaforadamente de un banquete celestial con el que se “topan” por casualidad. La directora enfatiza aquí el contraste entre la norma y su trangresión, a partir de llevar al límite el ruido de ellas comiendo en total disonancia con una música orquestal propia de ese lugar casi sacro en el que irrumpen.

El final del film enfatiza la ironía existencial: sí, resulta que finalmente son felices, pero… desde su concepción de la vida, eso ni siquiera importa, ya que no hay en ella una finalidad ni propósito trascendental, y el discurso de la felicidad es tan construido como el del amor.

El azar de una cursada en la universidad me llevó a conocer esta película apasionante y se ha transformado en este último tiempo en una de mis películas favoritas. Cada vez que la veo le encuentro nuevas aristas a explorar que antes no había percibido, pero la constante en cada uno de mis encuentros con este film gira en torno a la potencia deconstructiva que la preña, a esa posibilidad de hacer trastabillar grandes discursos: en torno al dispositivo cinematográfico concebido como aparato formal, a la feminidad, a las masculinidades, a la narración lineal, al canon del pensamiento establecido (aún hoy), que pregona la productividad, el materialismo y la solemnidad en el arte, y que se plantea a sí mismo como infranqueable, neutro y no construido. Creo que nada sintetiza mejor todo esto que me produce que la frase final, dedicatoria del film: “a todas aquellas personas que se indignan tan sólo con unas ensaladitas pisoteadas”.

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