La trilogía de las brasas: Edgardo Castro

Al ver la trilogía de Castro como una totalidad se abre un panorama que traza una línea que va desde lo individual y personal a lo múltiple y social. Entre un filme y otro, el cuerpo del actor, también metteur en scène, se corre para dar lugar al Otro. Parecería que Edgar no tendrá que abjurar, por proponer una serie de escenas del borde sobre la sexualidad y el goce de los cuerpos que construyen un contrapelo de la forma en la que la cultura visual nos muestra habitualmente las facetas del mundo. ¿Qué veo de potente en estas tres películas? ¿Qué placer me produjo el haberme sentido escandalizado y excitado?

Si hay un tema sobre el que el cine de Castro se elabora es la materia. La materialidad del mundo construye en su poética algo que me gustaría pensar como un realismo materialista cuyo centro, el consumo de sustancias y comidas, es un campo de flores donde las abejas buscan introducir sus dulces picos. Se trata de un cine sobre mesas que resulta un extrañado revés del costumbrismo. Porque es un estilo doméstico, por su vouyerismo de interiores, pero construido desde su fuera de escena. Lo que entra en el campo de la imágenes es una articulación fugaz y nodal que resulta llamativa por el modo que muestra lo que ni el cine ni el porno tradicionales muestran y afirma bien que una frontera entre estos dos términos hace rato ha dejado de existir.

La noche (2016) marcó una excursión voraz por una notte porteña, áspera y con destellos de ternura desde una ronda de lo biográfico de sí mismo (Castro protagonista). Un filme que, loop de yire entre joditas viciadas de alcohol, tiros y partenaires variables, tuvo como acierto un tipo de encuadre sobre los cuerpos que, saltándose los cánones de belleza, sociales y etarios, se mostraron jadeantes con el cansancio volumétrico que implica el esfuerzo por garchar de madrugada acarreando sustancia y ese deseo que está en paquetear un chongo, acariciar una trola o curtir un cuero de wacho. El registro, bien cerca del documental, convierte a una película –de casi dos horas y media– en una experiencia de la extensión temporal y, principalmente, sobre un fuera del sexo –que tal vez defina mejor lo sexual que la penetración genital–. El clímax se da con un pissing, el mejor (¿tal vez el único?) de todo el cine argentino, porque inscribe ahí un deseo genuino sobre ese chabón de trampa, que si no te coge, al menos te mea para marcar territorio y feminiza tu cuerpo que, sumiso, se deja embeber por la lluvia amarga.

Desde el otro lado de la vidriera, el filme termina con un plano externo de Edgar y Guada, su amiga, en una mesa de una pizzería en Once, y permite figurar en ese encuentro –donde ya no hay mucho más que decir, o ya se ha dicho todo– una conciliación entre los dos personajes ejemplificadora de la política sexual argentina (una agencia gay/trans). El cine de Castro es un cine de itinerarios.

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En Familia (2019) Castro hizo un desvío de eje y logró hacer mutar su ficción íntima en otro tipo de intimidad y arrojo, la ronda que ya no es por la noche sino por lo que implica el poner la mesa familiar alrededor de la televisión y sus conversaciones sordas. La mesa ratona de la sala de estar, la mesita desayunador de la cocina es central. La mesada para amasar. La mesa navideña, que también es la mesa de cumpleaños del capricorniano, se pone en juego para proponer un costumbrismo de la repetición que, al correrse del efecto de la peripecia, resulta una película sobre lo cotidiano y lo familiar, nada más.

Edgar parece manso frente a una familia que se lo traga. Los desvíos están al comienzo, en la peluquería, la ruta, el parador, el hotel, el santuario del Gauchito y en el furtivo cruce de miradas del final con la captura de un pasante nocturno, alguien que camina por la calle y se arrastra todo el filme. Salí de ver Familia en la sala Lugones con la sensación de olor a pucho en la ropa, a salsa boloñesa. No fue una película que haya sentido que operara sobre mí, hasta que a los pocos días me encontré en Merlo en la casa de mi madre mirando todas las noticias sobre el coronavirus en un televisor enorme. Ella y yo compartiendo una escena, que sería la última en quién sabe cuánto tiempo, de una película de Castro que gracias a ese visionado reciente se impregnó de afecto. Familia vuelve sobre el tiempo de manera muy personal, para mostrar que el cine de Castro es un cine de iteraciones.

Una buena parte de Las ranas (2020) transcurre en las mesas de visitas, mundos paralelos y compartidos entre ranas, familiares y presos. Aislados pero inexorablemente unidos. Esta película sobre la cárcel sin policías (solo aparece una, abriendo un portón) empieza con las maderas de un cajón de verduras prendiéndose fuego para un guiso a la olla que se prepara antes de ir a la cancha. ¿Hay algo más “realista” que un cacho de carne siendo achurado? Los tatuajes de un chabón (¿padre o padrino de la protagonista?) que se baña y más tarde se curará una herida construyen un santuario, esos dibujos en la piel piden permiso para realizar la obra, entre ellos, Jesús y San La Muerte. Barby, que tiene al Gauchito tatuado en una pierna, dice que se va a la capital a vender medias. Once, Abasto, su presencia femenina subvierte una actividad callejera reservada generalmente a los varones.

En la madrugada solo se oye el croar de las ranas que indican los pasajes y marcan el ritmo de los llamados de la piel, cuando Barby comienza el itinerario hacia la cárcel. Hay algo que tiene que ver con el frío de la madrugada en el conurbano, una atmósfera especial de la escarcha que se forma entre el pavimento y las grandes extensiones de tierra semi-rurales que no ocurre en las ciudades. Justamente eso no está llevado al extremo, porque no hay espectacularidad, pero puede presentirse como un clivaje en las escenas nocturnas que están próximas al amanecer. Qué bueno, que acá, los pobres no pasan frío. Pero sí está allí, a la vista, cerca. En esas paredes de una ducha con un calentador eléctrico, donde ese cuerpo curtido se refregaba.

En la cárcel padre e hijo entran al baño para dar mecha a un porro que el padre saca del pantalón y se comparte con otro recluso que se acerca por una seca, un revés de la puerta del baño que Edgardo abre a su madre en Familia. Hay un celular que se compra y se guarda. Y sobre el clímax del filme, hay tres ranas juntas en un espacio intermedio, como un hotel, y llega un plano de concha que es el plano de la resistencia. Dice la filósofa Esther Díaz que eso de guardarse cosas se llama “cartuchera”. Acá, una de ellas es la que lo hace frente a la cámara, pero se sugiere que lo hacen todas. Dentro de un forro se mete un teléfono celular y pastillas que se hacen entrar clandestinas a la cárcel. Un plano que no solo habla del acto de amor, sino de lo erótico y poderoso de la entrega. 

La capacidad romántica y melódica de las cumbias que suenan (todas reversiones) logran unos extremos tan plásticos y melodramáticos que hacen que Castro se vuelva una rana.

La brevedad aquí da contundencia a un cine de pequeñas acciones, pequeños rituales. El cine de Castro es un cine sobre la experiencia amorosa. Las manos que hacen el repulgue de las empanadas y las tartas o les espolvorean pimentón. En la medida que una película conecta con el presente histórico aparece la posibilidad de que un efecto de figuración sea llevado a cabo. Existe una figuración estética cuando la representación toca algo del orden del acontecimiento y Las ranas no puede pensarse de otra manera que en una conexión simultánea con el amotinamiento actual de las cárceles, porque con el confinamiento obligatorio no se pueden realizar visitas y el hacinamiento se hace más evidente. Esa filiación es la potencia de la actualidad histórica y social que tiene este filme.

A pesar de reponer una trayectoria similar, algo que no logra hacer un filme como Reimon (Rodrigo Moreno, 2014) es ajustar su propia mirada de clase sobre la de una empleada doméstica, de ahí que el nombre del filme es el impuesto por los empleadores progres que leen a Marx. Aquí, el esfuerzo de la mirada de Castro en entrar a la lógica de los otros se da bien porque Castro hace un acto de expiación consigo mismo. Abre su cuerpo como ser social, lo tira al asador y lo cuece lento, sabe cuándo sacarlo. Su cine coloca una apertura similar, pero muy diferente al tan logrado realismo poético de La mujer de los perros (Laura Citarella y Verónica Llinás, 2015) que alcanza con creces esa conciliación entre el trayecto de las miradas de unas con las otras, con escenas fantásticas y documentales del dique Merlo/Moreno tan motoqueras y metálicas, tan western, como el mejor Campusano.

Edgardo Castro es uno de los dos polos fuertes y opuestos que habría en la representación de los márgenes en el cine argentino hoy desde cierto realismo materialista. En el otro lado está José Celestino Campusano con un cine mucho más magnánimo (y cuantitativo) orientado a una narración clásica de dimensiones populares y nacionales, con un interés mucho más comunitario y nacional, hasta podría decirse “moral”, que el Castro del devenir minoritario.

Ante Edgardo Castro nos encontramos con un cineasta Chef que conoce el tiempo que demanda cada plato. Así como las carnes son más tiernas cuando se cuecen lento, no hay otra cosa que el cine sea más que una precisión en la captura de la percepción de un tiempo singular, el latido de un cuerpo caliente, y eso es lo que produce la trilogía.

 

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