En el último filme de Pablo Larraín todo se quema, todo se consume y se desestabiliza. El fuego es un punto de apoyo que se repite en varias ocasiones a partir de una organización fragmentada del montaje, esto es: las escenas de incendios o de danza no están motivadas por el continuum de la narración, sino que son pequeños fragmentos simbólicos que dan cuenta del presente de la protagonista, contrarrestado (o intercalado) con un pasado reciente doloroso. El montaje va contra una narrativa lineal clásica que entra en sintonía con el fuego juvenil que acontece en pantalla. Se incendia un semáforo, un rostro o un auto, también se baila hasta llegar al orgasmo, se devuelve a un niño, se da fin a una familia, se coge a quien se desea, y así continúa la lista de eventos desgarradores, placenteros e imperiosos. La puesta en escena, la música y la fotografía terminan de construir un ambiente contemporáneo en el que estos personajes encajan a la perfección: ropa urbana, luces de neón, música electrónica y reggaeton. Todo está en pos de capturar el espacio y tiempo del aquí y ahora. La imagen plana, en colores pasteles y grisáceos, con líneas muy definidas, termina de consolidar una imagen estilizada y bella que genera una atmósfera limpia, nueva y contemporánea.