De "White horse" a la Casa Blanca

Taylor Swift era la childstar que lo había logrado. Su imagen de niña buena le aseguró la fidelidad de sus seguidores adolescentes en su transición a artista adulta. Pero, ¿qué sucede cuando la niña buena se cansa de jugar a la casita y decide jugar a la política?

La vieja ecuación de cómo vender productos pareciera comprender dos aspectos: darle el gusto a la mayor cantidad de gente posible, por un lado, y que no existe algo así como “la mala prensa”, por el otro. La industria musical la conoce como nadie y la interpreta con la construcción de antagonismos entre los artistas. Si uno es el chico rebelde, el otro es el querido por los padres. Esto no es nada novedoso y es una ecuación bastante simple, pasó con los Beatles y los Stones en su momento. Sin embargo, cuando se trata de crear figuras de artistas femeninas, el contraste y la competencia parecen ser mucho mayores. Principalmente, si nos remontamos a mediados de los años dos mil —años en los que crecí junto a MTV—, en los que teníamos muchas menos discusiones de género encima y que votar si eras “Team Britney” o “Team Christina” era parte del consumo diario.

Mientras sus colegas niñas buenas de Disney —Miley Cyrus, por nombrar algún ejemplo— hacían su transición a chicas malas que rompían paredes, posaban desnudas en revistas y se cortaban el angelical pelo largo, Taylor Swift forjó un perfil sin conflictos, centrado en su música y en la simpatía producida por su no injerencia política.

Cuando hablamos de ciertos childstars o niños estrella que crecen custodiados por los grandes estudios, llega —casi siempre— una edad bisagra en la que estas figuras que crecieron “dándonos el ejemplo” son dejados de lado por el mercado, o logran hacer la transición a convertirse en un artista adulto. Taylor Swift en este sentido parecía tenerlo todo. Era, en otras palabras, la chica Disney que lo había logrado. La que había conseguido mantener a sus fieles seguidores adolescentes con su imagen de niña buena. Pero, ¿qué sucede si la niña buena se cansa? ¿Seguirán los fans que crecieron cantando “White horse” su transformación en un sujeto que se reconoce político?

Miss Americana es una película documental dirigida por Lana Wilson que recorre varios años de la vida de la cantante y compositora estadounidense. El film fue estrenado en enero del corriente año —año de las elecciones presidenciales en Estados Unidos— en el Festival de Sundance, pero alcanzó un estallido global en la plataforma Netflix poco después. Los videos caseros que estructuran el film contrastan con las grandilocuentes imágenes de las giras y conciertos para mostrarnos un lado desconocido de una artista que había resguardado celosamente su privacidad, hasta hoy. Distintos materiales de archivo van construyendo el perfil de niña buena, anclado en la idiosincracia a-política del artista country. En una entrevista, una joven Taylor Swift dice lo siguiente: 

“Soy una cantante de 22 años y no creo que la gente quiera saber qué opino en materia política. Creo que solo quieren escucharme cantar canciones sobre rupturas y sentimientos”. 

Una chica Disney, una “all american girl” (denominación de la chica común que resuena en el título de la película) no fuerza sus opiniones políticas a los demás, no molesta con sus posiciones ni sus actitudes. Una seguidilla de imágenes con la voz de Swift narrando el tropo de la chica buena que no se mete en conflictos y que no hace nada sobre lo que los demás puedan opinar, nos muestran a la cantante en distintas apariciones públicas en las que sonríe, se sienta derecha y saluda a las cámaras.

Mientras veía el documental, pensaba en mis propias proyecciones sobre la figura de Swift a lo largo de los años, que alternaban entre un “me gusta musicalmente” y un “pero es una conservadora republicana encubierta”. Esa distancia entre un a-politismo adolescente propiciado por la figura del childstar y una gran calidad musical aparecían con un sabor agridulce en mis gustos.

En el año 2016, el escenario político internacional se vio fuertemente sacudido por la llegada de Donald Trump, un empresario multimillonario, estrella de realities, y varias veces en bancarrota, a la presidencia del país más poderoso del mundo. Su principal adversaria fue la tampoco muy atractiva Hilary Clinton que, viniendo de aquel oficialismo demócrata de los dos periodos de Barack Obama y con todo el establishment político y económico de la elite estadounidense, al que se le sumaba gran parte de los medios hegemónicos y el siempre coqueto Hollywood, no le alcanzó para derrotar al outsider abiertamente xenófobo, homofóbico y misógino. La victoria de Trump fue una sorpresa para muchos, pero esos últimos días de tensión marcaban explícitamente dos campos: ¿dejar que gane Trump o apoyar a la, por muchas otras razones, mala figura de Hilary? En esa encrucijada, aquellos que eligieran el silencio ante la inminente llegada del neo-fascismo simbólico de la figura de Trump a la oficina Oval correrían el riesgo de ser tildados de “cómplices”.

Personalmente, cualquiera de los dos candidatos de ese entonces —y los de hoy, 2020— me parecían nefastos y su potencial gobierno amenazaría considerablemente las soberanías latinoamericanas que son mi realidad y mi elección. Pero el discurso del desparpajo racista y misógino de Trump era simplemente más de lo que podía —y hasta hoy puedo— soportar. En esa clave, recuerdo el silencio de Swift al respecto. En un ambiente sumamente polarizado, si no se había pronunciado en contra Donald Trump, el silencio parecía sugerente. Cuando personajes famosos de distintos ámbitos llamaban a votar por Hilary Clinton, Trump halagaba públicamente la música de Swift, calificandola de “estupenda”. Sin embargo, después de ver el documental y presenciar como espectadora la activa campaña que hizo Taylor en las recientes elecciones presidenciales del 2020, apoyando abiertamente a Joe Biden y Kamala Harris, pienso en todas las veces que proyectamos ideas en el silencio, otorgándole sentidos y, por ende, cerrándolos a otras posibles preguntas. Era algo, de todos modos, sorprendente y un tanto emocionante —más allá de los candidatos en cuestión— ver a la misma artista que decía que a nadie le interesaba su opinión política llamar a participar de una elección.

El film se planta en la difícil y muchas veces dolorosa transición de Swift de reconocerse públicamente como un sujeto con injerencia política, que no es otra cosa que el gran reclamo de los feminismos. A la hora de duración, la película termina de dar el giro que hasta entonces venía bocetando. Nos encontramos en una reunión de Taylor con su equipo, en la que les comunica su decisión de apoyar  públicamente al partido demócrata en las próximas elecciones por Tenessee para hacerle frente a Marsha Blackburn, candidata conservadora y anti derechos. Esta desición, como vemos previamente, está motivada por el reciente juicio por acoso sexual que tuvo que atravesar Swift.

Vemos a la cantante sentada al lado de su madre en lo que pareciera ser un camerino. La posición corporal de Taylor ha cambiado considerablemente de aquellos clips de entrevistas vistos anteriormente: se sienta con las piernas cruzadas, descalza y con la espalda encorvada en un sillón. La imagen parece decir: la niña buena se ha cansado de asentir con la cabeza. Los otros miembros de su equipo, quienes están en contra de su decisión, se encuentran sentados frente a ella y son los integrantes varones de este. Espacialmente vemos planteado el conflicto: por un lado, Taylor y su madre argumentando a favor de hacer, por primera vez en su carrera, pública la postura política de la cantante; por el otro, su equipo masculino literalmente en la vereda de enfrente argumentando en contra. Nosotros, espectadores, nos encontramos en el medio de la argumentación, con una cámara que desenfoca estratégicamente en los momentos en que Taylor se quiebra por la emoción al hablar.

El film de Wilson se hace cargo de ese lugar de incomodidad. Se mete en un espacio profundamente íntimo y rompe con “el secreto de vestuario” que reina en los camerinos de los artistas. La estrategia de la imagen parece decirnos: esta persona no es, o ya no es, la que ustedes pensaban. Los miembros varones de su equipo, en la vereda de enfrente, sugieren la pregunta “¿Estás dispuesta a perder a tus seguidores de ‘White horse’ por jugar a la Casa Blanca?” Y la respuesta, entre lágrimas y pedidos de disculpas, es sí.

La enunciación feminista del film está en postular la incomodidad del proceso de agenciamiento político de la figura de Taylor, ya que los feminismos no responden a un pacifismo a-político y homogéneo, sino a un involucramiento concreto y complejo por la vía pública. El film abraza la contradicción de los movimientos, heterogéneos y de múltiples líneas, en todos los archivos revisados por la propia voz de la cantante. Lo emancipatorio entonces, aparece en este documental a partir de la invitación a pensar en nuestras propias posturas anteriores y actuales, siempre siendo medidas con el feministómetro, porque los caminos trazados por los feminismos son todo menos lineales y evolucionistas.

Quizás, muchos seguidores de “White horse” quedarán por el camino pero, pareciera decir el film: dejar de “jugar a la casita” para “jugar  a la Casa Blanca”, seguro valdrá el riesgo.

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Ofelia Meza

Codirectora