La idea de que la figura de la langosta condensa el ideal del amor romántico y eterno se ha extendido en los últimos veinte años como un tropo de la cultura popular. Pero, ¿qué puede, efectivamente, decirnos este animal sobre la circulación de ciertos modelos de felicidad?
La primera vez que vi The lobster (2015) de Yorgos Lanthimos recuerdo haberme sentido muy interpelada por el título. A mediados de los noventa se instaló la idea de que las langostas tenían una sola pareja por el resto de sus vidas, convirtiéndose en un tropo de la cultura popular que se utiliza hasta hoy como sinónimo de las “almas gemelas”. Respecto a esto, cabe hacer una primera aclaración, La langosta (a la que alude el nombre del film) está en singular, es una sola, no se mueve en par, este parece ser el conflicto inicial ya enunciado en el título.
La frase “ella es tu langosta” fue pronunciada en la conocida serie FRIENDS (1994-2004) precisamente para señalar el supuesto destino de un personaje a compartir el resto de su vida con otro.
Resulta imposible desprenderse de las experiencias previas a la hora de entrar en contacto con un nuevo objeto estético. Sin embargo, el paso de los años y de las discusiones en torno a las relaciones amorosas me llevó a hacerme otras preguntas en torno a esto: ¿por qué buscamos en los animales modos de describir cierta experiencia humana del mundo? ¿Qué puede decirnos la figura de la langosta sobre determinado modo de relacionamiento? ¿cómo dialogan las langostas, en tanto tropo de la cultura popular, con tal o cual modelo de felicidad?
The lobster muestra una sociedad distópica en la cual la soltería está prohibida por ley. Las personas están obligadas a encontrar una pareja o, en caso de no lograrlo, convertirse en animales como castigo. Dado que las separaciones están contempladas, existe un hotel especializado al cual los solteros deben acudir para conseguir una nueva pareja en un plazo de cuarenta y cinco días. La dificultad es aún mayor, ya que los individuos deben hacer “match” con personas con quienes tengan una probada compatibilidad física, es decir, algo en lo que sean iguales. Los huéspedes pueden conseguir algunos días extra en el hotel mediante la caza de los llamados “solitarios”, fugitivos del régimen que viven escondidos en el bosque. Los solitarios, si bien han logrado escapar del hotel, plantean una serie de reglas tanto o más restrictivas que las de este, con lo cual tampoco representan una alternativa viable a la totalidad de control.
David ha sido abandonado por su esposa. Llega al hotel y luego de contestar el cuestionario de admisión de rutina, le preguntan qué animal quiere ser en caso de no conseguir pareja. Este contesta: “una langosta”. Los motivos que alega son que estos animales viven muchos años, tienen sangre azul como los aristócratas y se mantienen fértiles toda la vida. Es una respuesta poco usual, ya que la mayoría de las personas elige ser perros: “es por eso que el mundo está lleno de perros” reflexiona la administradora del hotel. “Una langosta es una excelente opción” concluye.
John Berger, escritor, crítico de arte y pintor británico, se pregunta “¿Por qué miramos a los animales?” (1998) y propone reflexionar sobre el uso universal de signos animales para describir la experiencia del mundo. Los animales, para Berger, han constituido la relación metafórica por excelencia del ser humano, en tanto que ambos se definen por sus semejanzas: ambos son seres mortales y sus diferencias: el monopolio de la “razón” por una de las partes.
Desobedecer en The lobster tiene como consecuencia volver a un estadio “inferior” en la llamada evolución, es desandar los caminos de la razón que han ubicado al hombre en el centro de la historia. Toleramos las comparaciones con los animales siempre y cuando podamos humanizarlos con la hegemonía de la mirada. Respecto a este diálogo, el animal constituye el ejemplo aleccionador ideal.
La valentía del león, la astucia del zorro, la lujuria de la liebre, la perseverancia de la tortuga, son algunas de las características humanas que les han sido otorgadas a los animales para ilustrar un determinado modelo de vida. Mejor dicho, un menú preseleccionado de valores y formas que privilegian una experiencia burguesa y heteronormada del mundo. Hay animales que son más felices que otros, es decir, asociados a algún ideal de la felicidad: “la casa, los hijos y el perro”. Los animales domésticos ocupan un lugar privilegiado en la construcción del ideal romántico pequeño burgués. También hay otros que, precisamente por su no familiaridad directa, son utilizados para ejemplificar conductas humanas, basadas en una observación superficial de su comportamiento. Aunque esto realmente tenga poco que ver con cómo estos animales se relacionan efectivamente. Tal es el caso de las langostas en tanto tropo de la cultura popular: “es tu langosta”, “es tu alma gemela”. De acuerdo con esta revisitada idea, las langostas tienen una sola pareja para toda la vida e incluso se las puede ver caminando agarradas de las manos –pinzas– por la playa, condensando así el ideal del amor heteronormativo, romántico y “feliz”.
¿Qué implica ser feliz? ¿Qué modelos y objetos están asociados a ese estado? ¿Qué sucede con aquellos que “no califican” dentro de esa circulación? Son algunas de las preguntas que se hace Sara Ahmed en su libro La promesa de la felicidad (2019). Determinado modelo de pareja, basado en el ideal romántico del par, se presenta en The lobster más que como aquello a lo que “debemos aspirar para maximizar la felicidad”. El film pone en escena el carácter punitivo de intentar modos de relacionamiento distintos, que van desde la masturbación hasta interacciones con corporalidades no idénticas a la propia (esto sucede tanto en el hotel como en el régimen de los solitarios).
“La pareja” aparece como una definición estanca, inscripta desde los formularios de admisión del hotel, no es una opción entre otras, sino que se convierte en el único modelo posible y toda variación respecto de esta norma se constituye como “lo otro”, lo inadaptado y, por ende, aquello que debe ser castigado dentro de esta lógica.
Pero ¿qué nos dice la figura de la langosta sobre todo esto? Buscando información sobre el comportamiento de estos animales, me encuentro con que llevan a cabo una práctica denominada “monogamia serial”, que sería bastante distinto a lo propuesto por el tropo del amor eterno hasta aquí desarrollado. Si bien no son exactamente amoríos “de una noche”, según esta forma de relacionamiento, las langostas mantienen efectivamente relaciones monógamas, pero solo por un periodo de aproximadamente dos semanas, durante el cual se produce algo parecido a una convivencia basada en el interés y en la vulnerabilidad. Interés por los fines reproductivos, pero también por la vulnerabilidad física de ambas partes durante el periodo de apareamiento. Una vez que vuelven a estar fuertes, es momento de que otros pares tengan su oportunidad. Son encuentros de vulnerabilidades que tienen un plazo semi establecido, pero que se dan en tanto movimiento y cambios de forma físicos. He aquí el carácter deliberadamente mentiroso del tropo del amor eterno condensado en la figura de la langosta. Es decir, el modo de relacionamiento de estas es todo lo contrario al ideal fijo y estático del amor eterno, romántico y feliz.
Si hay algo que pone en cuestión un film como The lobster, sobre el par perfecto, la compatibilidad exacta, es que cada personaje lleva impregnado algún rasgo físico en el cuerpo: cecear, ser cojo, ser miope, que los ubican en combinaciones preestablecidas que parecen responder a algún “fundamento evolutivo” para la sociedad de control, tan animal como aquello en lo que temen convertirse. Los encuentros no se dan por placer, sino que responden a estadísticas, a formularios.
La figura de la langosta puede, sin embargo, ser más fructífera para nuestras reflexiones sobre el film. Los encuentros de vulnerabilidad física de estos animales pueden ayudarnos a pensar otra lógica del amor no estática, sino en movimiento y cambio constante. Relacionarse con otros cuerpos y permitirse transitar otros espacios, puede ser un modo otro de habitar el mundo, un modo temporalmente limitado por el placer de las coincidencias momentáneas.
Me gusta pensar que todo depende, efectivamente, de cómo miramos a los animales, que está latente la idea de que, tal vez, “animalizarse” no sea el castigo último de determinada sociedad, sino precisamente su contrario: la posibilidad de habitar el mundo de otra manera, encontrándose con vulnerabilidades propias y ajenas. Después de todo: ¿qué es el amor si no ponerse a disposición del encuentro con aquello desconocido? De lo limitado y seguramente doloroso de lo incontrolable.
Codirectora