El arte y la memoria caleidoscópica en Colombia

basado en “La memoria adviene en las imágenes” por Ileana Diéguez

“La memoria adviene en las imágenes” de Ileana Diéguez busca ejemplificar algunos procesos de recopilación y reivindicación de memoria histórica del conflicto armado colombiano.  Invita a reconocer el papel del arte como registro de la muerte y la ausencia, teniendo en cuenta que la “verdad” sobre el pasado es un campo de disputa política pues denuncia el trauma, además de ser herramienta que restituye el tejido social desde la fractura de la guerra.

Diéguez presenta la capacidad performativa de la memoria como un registro del pasado desde la corporalidad o la materialidad, lo cual produce un discurso que entreteje múltiples testimonios. Desde allí se aproxima a diferentes obras de las que devienen formas supervivientes de la desaparición y el dolor a partir de lo efímero de la materialidad.  En principio, la memoria es una acción cargada con un valor ético y es vital pensarla situadamente en Latinoamérica, dado que aquí dolorosamente la memoria se asocia a la desaparición y al asesinato.  La memoria es fundamental para reconfigurar un pasado violento, es la única relación que se puede sostener con los muertos, es la manera de hacer que permanezcan con quienes aún tienen que lidiar con la ausencia y el vacío que deja un cadáver.

Lo anterior se posibilita a través de la imagen encarnando lugares, cuerpos y narrativas, esto garantiza la permanencia de los que ya no están, y con ello la desarticulación del orden social que dejó un trauma. El arte impregnado de memoria se arma a partir de lo sensible y lo matérico, por eso es un ejercicio profundamente performativo y transformativo; es la posibilidad de habitar la herida que dejó la guerra y sanar reconstituyendo un papel digno en la historia de los que fueron asesinados o desaparecidos, perpetuándolos en el tiempo como un suceso innegable e ineludible.  Así, Diéguez indaga en las obras luctuosas que tienen como fin visibilizar los vestigios del conflicto armado en Colombia, puesto que la memoria es mucho más que un tema, es una red que fluctúa entre afectos, experiencias, recuerdos y relatos de múltiples pasados.

Las obras que están hechas con los rastros fúnebres de quienes fueron arrasados por la guerra se encuentran cargadas de memorias específicas y son consideradas cuerpos espectrales.  Este concepto hace hincapié en la necesidad de regresar a los muertos a partir de la huella material que dejaron en vida y vislumbra una realidad espectral. Las acumulaciones de experiencia en una materialidad configuran la memoria albergada en las imágenes del pasado y del devenir de las cosas; la materia da cuenta de cuánto la atraviesa y determina.

Diéguez indaga en las implicaciones de hacer obras alrededor del trauma y la memoria pues se edifica sobre las víctimas y los familiares de estas, como también de las reliquias u objetos que las simbolizan; generando movimientos sociales por la justicia e intervenciones activistas. Trabajar con los testimonios de los que sufrieron de primera mano la guerra necesita un desarrollo investigativo y una responsabilidad ética.  Por ejemplo, las obras artísticas producidas por Diettes han requerido una recopilación rigurosa de archivo, entrevistas y objetos. El artista se convierte en un depósito de la memoria, creando obras que son la contraparte de las historias oficiales.  Esto es lo que ocurre en Sudarios (2011) por Diettes: una serie fotográfica de retratos tomados a mujeres que narraban, bajo la agonía del recuerdo, que fueron obligadas a ver cómo torturaban y asesinaban a sus seres queridos.  Las fotos eran capturas de un dolor suspendido en el tiempo, en ellas prevalece la tensión de la escucha, el ser testigo de los macabros relatos y la atención del momento decisivo para obturar el dolor de un rostro.  Los sudarios son entendidos bajo la tradición judeocristiana del ícono, rostro que vislumbra la sublimación del daño que deja la tragedia. ¿Cómo representar la huella del dolor? La lamentación no puede ser representada, ni comunicada, solo mostrada, por ello es fundamental la imagen.

Por otro lado, en la exposición Recordatorios, la artista explora maneras de despedir y dar sepultura a los cuerpos sin tumba: figuran un conjunto de cápsulas como si fuesen ataúdes donde se colocaban objetos de personas desaparecidas.  En este sentido, se dignifica el dolor otorgando simbólicamente un espacio para velar un cuerpo ausente, la materialidad encarna el rastro de lo que fue el individuo. La obra circula entre la tragedia de lo invisible en lo visible.  El arte es forma de sanar, salvar los cuerpos del olvido y brindar un rito funerario a los familiares de las víctimas.  El arte evoca una estética fantasmal fundada en la fugacidad de las corporalidades para llevar a cabo una puesta en escena de la memoria.  Esta performatividad permite revelar las deudas que se tiene con la justicia.

La performance a partir de la carencia puede convertirse en las formas de transitar o sobrevivir con el duelo, cabe resaltar que el arte no aporta un duelo real, pero propicia lugares para dignificar el dolor y atesorar los vestigios de los que ya no están, un lugar para llorar la muerte y crear un ritual para el reencuentro, despedida y recuerdo.  Como dice Diéguez, el arte brinda formas de dar un registro visible a lo irrecuperable y de este modo, fundamentar el dolor en el espacio social para la reivindicación y la denuncia.  La imagen y la memoria rehabilitan simbólicamente la estructura social agujereada por la guerra.

Ahora bien, considero que son fundamentales los procesos éticos, recíprocos y de responsabilidad social que se llevaron en las obras en relación con los “informantes”, porque la sensibilidad del testimonio atravesado por el conflicto armado requiere compromiso para que el artista no se convierta en un colonizador de la imagen y la palabra. Por eso es oportuno analizar los procesos plásticos o performances a priori del trabajo final, ya que requiere un reconocimiento especial de su génesis, de las gentes y sus historias.  La imagen tiene un potencial enorme  como posibilidad de resistencia y resiliencia, es valiosa para los procesos de justicia y paz porque es esencial construir entre los distintos testimonios una verdad polifónica que se desligue de los discursos hegemónicos.  Dado que la memoria es un campo de disputa en el que se debate la narrativa histórica  es vital que la escucha sea redirigida a quienes habitan la herida de la guerra.  El arte representa lo innombrable, una realidad irreconciliable, el vacío y la pérdida a través de imagen y sonido, propicia simbólica y efímeramente lo que en la vida es imposible, también con el fin de erradicar la impunidad. Practicar la memoria en tiempos donde reinan las políticas de amnesia es un acto rebelde, combativo y necesario, demuestra la supervivencia de un país en un tiempo acumulado de duelos.

El arte es un espacio de fuga y un devenir que puede hacer tambalear la norma para desentramar la estructura vertical. Hace posible resistir incluso desde nuestros márgenes, desarticular las narrativas estatales que determinan la verdad que debe ser contada.  Colombia es un país herido que se reúne a partir de la carencia, en ello se entretejen oportunidades colectivas y solidarias para reunir conocimientos, afectos e historias.  Es un gran reto que reconozcan una verdad que se salga de la consolidada institucionalmente como pasa con audiencias que se llevan a cabo en la Justicia Especial para la Paz que se dan con actos ceremoniales donde confluyen escenas que evidencian las formas de testimoniar acerca de una herida, formas que son eminentemente generalizadas; sobre esto se constituyen una serie de protocolos legales y prácticos para la “reparación”, “justicia” y “verdad”.  A diferencia del arte que debe incursionar en lo dialógico, subjetivo, corpóreo y afectivo a través de realidades fragmentadas.

Para resurgir desde el caos del conflicto, se debe reconocer el testimonio, el gesto y la subjetividad, lo que implica poner nombre a la violencia, incorporar al sujeto a la historia.  La cicatriz que la guerra ha dejado en la memoria y en el cuerpo de las víctimas construye una nueva identidad, de esta manera, se han establecido códigos, imágenes, arquetipos y discursos de lo que debe ser “una víctima”. Esta categoría certifica lo traumático, también invisibiliza, homogeneizando a las personas que han sufrido de primera mano el rastro de la guerra.  En ese sentido, hay que pensar a las víctimas más allá de un sujeto sufriente y comprensivo quien termina perdonando al agresor, hay que posicionarla bajo una imagen que emancipe, revolucione y dignifique el cómo es entendida.  El arte, evita la institucionalización del dolor colectivo y puede operar como un rito de iniciación para la unidad nacional.  El arte penetra en la intimidad de la matanza y permite pensar en entramado, armar una imagen acústica, polifónica y caleidoscópica, es decir armada a través de fragmentos, para ser impartida como acto de resonancia e incidencia histórica, sensorial, y política.

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